Echando la vista atrás no consigo recordar el momento en que olvidé por qué luchaba. De todas las rutinas posibles la más desalentadora es la de la guerra. En el momento en el que uno deja de plantarse por qué esta dispuesto a entregar su vida comienza a desestimar su propio ser.
Hacía años que esto me había pasado a mí cuando me encontraba en la llanura Occidental del Imperio que separa los territorios del señor Endel, rey de los enanos del Oeste, de los territorios de Gentar, el Demonio Blanco, el segundo en importancia y poder tras Trafgar, el Gran Demonio. La duración de la guerra se contaba ya por décadas y únicamente el poder de destrucción que manifestaban ambos ejércitos vaticinaba el fin de la misma. En realidad no fue la última de las Batallas de esas Guerras que llevaban casi Treinta años asolando Prekpirosis, pero si fue la más grande de las que hasta la fecha se tenían noticias.
De un lado luchábamos un poderoso ejército: Los Diez Caballeros del Reino de Ram, el cuerpo de Ballesteros personal del Emperador, La poderosa Caballería del reino del Predicador del Sur, los rebeldes duendes negros, que en otra ocasión nos salvaron de una derrota clara y definitiva. El cuerpo a cuerpo estaba asegurado por mi especie. Nos unimos por primera vez bajo un mismo estandarte ambos reinos enanos, el reino del Oeste y el del Este, en el que reinaba Jarquelem, a quien yo había jurado lealtad eterna. La única ausencia era la de los duendes blancos, que nos habían abandonado pasándose al bando enemigo por no querer luchar con los negros, a quienes profesaban un incontenible rencor. Por suerte los brujos seguían de nuestro lado. Con ellos viajaban como a toda batalla en la que luchasen, cientos de carros cargados de piedras que los canteros de mi pueblo habían conseguido.
Pero en frente teníamos un enemigo como nunca antes se recordaba en Prekpirosis. Tan solo faltaba el Gran Demonio, los otros cuatro se encontraban delante nuestra, resoplando, observándonos con ojos asesinos y murmurando amenazas que sin oírlas helaban la sangre. Los trasgos ocupaban la primera línea del Ejército de los Cuatro Demonios. Son los seres intermedios más salvajes que existen en Prekpirosis. Cerca de dos mil saltaban, gritaban y se mataban entre ellos en pequeñas disputas aún sin percatarse claramente de que iban a librar una gran batalla. Tras ellos y armados también con arcos se encontraban los orcos medios, una especie producto del mestizaje primitivo entre trasgos y orcos. Físicamente se parece mucho a los primeros pero poseen una inteligencia algo superior. Estos eran los que tenían la ardua tarea de intentar poner orden entre los trasgos. Tras ellos y conformando la caballería estaban los orcos puros. Tan grandes como un humano, con una capacidad de odio infinita y con armaduras nuevas, forjadas por nuestros anteriores aliados, los duendes blancos, que se dividían en el flanco izquierdo y derecho de tan poderoso Ejército. Por primera vez luchaban con su más prestigioso cuerpo, La Caballería de Hipogrifos, Esto les permitía redoblar el ataque aéreo en la batalla, pues de su lado y en último término, aunque no alcanzásemos a verlos estaban los dragones. Temibles, difíciles de matar y con una capacidad de destrucción equiparable a la de un ejército común. Eran decenas, en realidad nuestro peor enemigo. Solo los magos eran capaces de plantarles cara con garantías.
El silencio previo a la batalla se hizo. Ese era el peor momento de todos, era el momento en el que el nudo del estómago se hacía más fuerte. El miedo se apoderaba de mis miembros y me parecía imposible dar el primer paso. Solo se deshace ese nudo insoportable en el momento de comenzar a hacer ruido. Hay varias formas, cada pueblo tenía la suya propia. Los humanos solían gritar. Los duendes negros preferían hacer chocar sus armas con las armas de su compañero sin quitar la vista del enemigo en una perfecta y amenazante coreografía. Nosotros los enanos tapábamos nuestra boca con los escudos y emitíamos una voz ronca que se veía incrementada por la reverberación que éste nos proporcionaba. Esta era la forma en la que yo acallaba mi miedo. Otros de mis compañeros afirmaban que ellos no sabían lo que era el temor en una batalla, que sus gritos iban dirigidos a atemorizar al enemigo. La mayoría han muerto. Mi miedo no es miedo a la muerte, es respeto por mi contrincante. Es saber que frente a mí hay guerreros tan capaces como yo. Para mí el miedo es cordura, y la cordura es lo que define a un buen guerrero. Algunos lo aprenden demasiado tarde.
Tras varios minutos en los que ambos bandos acallamos nuestros miedos o atemorizamos al enemigo emitiendo toda clase de sonidos, se efectuaron por fin las órdenes de combate. Fueron los enemigos los que dieron el primer paso. Las órdenes fueron claras:
- ¡Trasgos!- gritó la ronca pero potente voz del Demonio Blanco que les hizo callar al instante- ¡Matadlos a todos!.
La última sílaba se dilató en el tiempo y nada más hacerse el silencio éste se volvió a romper con los agudísimos alaridos de los trasgos que corrían como animales directos al primer grupo de nuestras tropas, en el que estábamos los enanos y los 10 Caballeros de Ram. Todos esperábamos una orden mientras veíamos cómo se acercaba esa masa negra de odio con la única intención de obedecer las órdenes recibidas. Nuestras órdenes llegaron al fin.
- ¡Ballesesteros!- gritó el Emperador- ¡Disparad!
A esta orden le siguieron sobre nuestras cabezas un a infinidad de silbidos que no cesó en varios minutos. La organización por tercios de este cuerpo les dotaba de una letal rapidez. Los trasgos caían con una extraordinaria eficacia pero no cesaban de avanzar. En unos minutos la capacidad de cerrarles el paso con flechas se hizo menor. Era nuestro turno. Miramos a nuestro Rey y éste asintió.
La batalla para mí estaba a punto de comenzar. Todo me parecía extremadamente familiar. Al principio pensé que ésta sería una vida llena de emociones y siempre diferente. En lo primero acerté, en lo segundo no tuve tiempo de asimilar la decepción. Nunca llegué a imaginarme bajo ningún concepto que llegaría el día en el que no me importase lo que fuese de mí un minuto más tarde. Yo acudía a la lucha con un completo desprecio por mi vida, unido a un miedo más o menos oculto por los ceremoniales. La guerra era tan familiar y sus consecuencias me parecían tan ajenas a mí, que mi mente me permitía correr hacia la muerte haciendo éstas reflexiones. Paletilla ibérica Barata - Comprar Jamón
Los más jóvenes llegaron antes al choque y el sonido del contacto de las armas iba en aumento para mis cansados oídos. De un leve repicar pasó a un ensordecedor ruido de muerte. Un trasgo centró en mi su mirada. Yo armé mi hacha trazando círculos intimidatorios con ella para terminar cortando su cuello antes de que pudiese tan solo plantar un mínima defensa. Los trasgos eran muchos más que nosotros, saltaban y gritaban con rápidos movimientos. Blandiendo sus pequeñas espadas con habilidad. Tan solo nuestra fuerza, muy superior a la suya era capaz de contrarrestar la inferioridad existente. Con el primer muerto en una batalla se empieza a matar sin pensar demasiado. No sé con la vida de cuántos trasgos acabaría ese día. Tan solo recuerdo que entre mi armadura cada vez se filtraba más sangre azulada. Mis preocupaciones se centraban más en avisar a los más jóvenes de que cerrasen sus bocas para no tragar esa sangre ( la sangre de los trasgos es venenosa) que en defenderme de ellos.
Sonó un cuerno de aviso, un cuerno típico de los orcos medios. Todos los trasgos se volvieron y vieron la señal que se les hacía con los estandartes. Antes de que nos pudiésemos dar cuenta los trasgos habían aprovechado la rapidez que les caracteriza y nos habían rodeado. Nuestra capacidad de movilidad se había visto poderosamente reducida. Los trasgos nos estaban matando como moscas. Necesitábamos ayuda y pero yo no tenía tiempo ni siquiera de observar los movimientos que se hacían por parte de nuestro ejército. No sonaba ningún cuerno, al menos no lo oí. Mataba no solo con mi hacha sino a golpes con mi escudo. La necesidad de sobrevivir despierta el físico hasta unos niveles desconocidos por nosotros mismos. Los jóvenes, demasiado impetuosos, gastaban sus fuerzas en empujarnos a los veteranos para llegar a batirse cara a cara con el enemigo. Muchos pagaron caro ese ímpetu. El color de la sangre que salpicaba mi armadura se volvía rojo por momentos. La ayuda no llegaba. Comenzábamos a desesperarnos, no podíamos ver ayuda ninguna y tampoco sabíamos si el enemigo había atacado por sorpresa al grueso de nuestras tropas. Los trasgos parecían salir del suelo como hormigas. Parecían multiplicarse a medida que les dábamos muerte. No nos podíamos organizar entre nosotros. Éramos incapaces de cruzar una frase con ningún compañero. Muchos de ellos estaban muertos antes de poder responder.
Mi brazo se cansaba y la rápida respiración que la tensión me imponía hacía que se fuese apoderando de mi un mareo que estaba poniendo serios límites a mi capacidad de defensa. Se hizo una minúscula pausa y frente a mí vi cómo un trasgo me miraba con una amenazante expresión. Me estaba retando. Agarré mi hacha con más fuerza y me encaré a él. Aceptaba el reto olvidándome de la batalla que se libraba a mi alrededor, cosa que muy pocas veces he hecho. Pero la tensión del momento y al mareo que sufría hicieron que mi cabeza volviese unos minutos a la inconsciencia perdida. Él trasgo dio el primer paso y con su pequeña espada en la mano izquierda avanzó hacia mí. Fintó hacia su derecha y yo caí en la trampa dirigiendo el filo del hacha a mi diestra. Rápidamente cambió de rumbo y sólo el destino y mis reflejos me permitieron rechazar ese primer ataque con el mango de mi arma. Dio un paso atrás calibrando mi capacidad de defensa con los ojos. Mi aspecto no debía de ser muy bueno, estaba sorprendido por la rapidez de mi rival, cubierto de sangre de las dos especies y sudando agotado. Pero me decidí a iniciar el siguiente ataque. Con un rápido paso hacia delante logré dar un golpe en la cabeza de mi enemigo con el mango de mi hacha. Le sorprendí y se echó hacia atrás un tanto aturdido. En ese momento armé el brazo dispuesto a lanzar un golpe certero que lo decapitase. Pero adivinó mis intenciones. Se agachó y me empujó cuando yo estaba desequilibrado. Caí al suelo. Al darme la vuelta vi cómo el trasgo pisaba mi hacha. Estaba perdido. Era el momento de mi muerte. Ambos sabíamos quién era el vencedor del duelo. Notaba en sus ojos el deseo instintivo de sangre, de mi sangre. Vi cómo mi enemigo se deleitaba armando el brazo para darme el tajo final que pusiese fin a tantos años al servicio de mi señor Járquelem. La espada se dirigía hacia mi cuello sin vuelta atrás, era la última imagen que verían mis ojos. Pero en ese momento vi cómo una mano oscura agarraba con fuerza la mano del trasgo. Él estaba tan sorprendido como yo. Sus ojos asesinos pasaron a adoptar una expresión de pánico descontrolado. Ese miedo estaba muy justificado, pues tan solo un segundo después una rudimentaria pero efectiva espada atravesaba el corazón de mi frustrado asesino.
Un inmenso alivio recorrió mi cuerpo al ver que mi salvador ere un duende oscuro. Me miró y sus nobles ojos no demandaban agradecimiento, tan solo expresaban satisfacción por haber salvado una vida. Rdysaba era su nombre. Habían entrado en batalla, eran nuestra salvación. Apartó de mí la mirada y cogió de su espalda una ballesta. Con una letal rapidez disparó atravesando la cabeza de otro trasgo dispuesto a continuar la misión de su difunto compañero. Un grito sordo de dolor fue lo último que emitió su boca. Aún no sé si consciente de que lo habían matado. Rdysaba volvió a guardar su ballesta a su espalda y sacó la espada del pecho del trasgo, al que aún mantenía atravesado. Me tendió la mano y me ayudó a levantarme. Esos breves segundos de calma al sentirme defendido hicieron que recobrase las fuerzas perdidas. Cuando logré levantarme vi que la ayuda de los duendes negros había sido efectiva. Los trasgos eren muchos menos en número y teníamos la situación controlada.
Pero también vi que el enemigo jugaba su siguiente baza. En unos segundos tendríamos que contener el ataque de los orcos medios y de la caballería de los orcos puros...
(Forma parte de una historia mucho mayor. Como el relato me ocuparía mucho entero,he decidido fraccionarlo y ponerlo a medida que lo voy escribiendo. Espero que os guste)
El Autor de este relato fué %28CGE%29 , que lo escribió originalmente para la web https://www.relatoscortos.com/ver.php?ID=5666 (ahora offline)
Relatos cortos fantasia Epica Batallas en PrekpirosisI
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2020-05-26

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