La ligera y fresca brisa, el silencio humano, el refrescante cesped mojado, la desinteresada y fiel compañía perfumada de los pinos y el singular parloteo lejano de los pájaros nocturnos junto con la total ausencia de obligación o preocupación, creaban la atmósfera adecuada para el descanso, para la relajación, para el abandono a los sentidos, para liberar la mente gozando de su casual vagar y disfrutar, sólo eso, disfrutar de los más simples placeres que ofrece la naturaleza.
Pasaba mi segunda noche en aquel camping del parque natural de Cazorla, por lo que ni siquiera arrastraba el cansancio del inevitable viaje, de más de dos horas por desagradables carreteras perfectamente asfaltadas. El día había transcurrido lento, sin prisa, sin agobios, sin calor, sin edificios; pensé que la realidad, tal y como la conocía hasta aquel entonces, había dejado de existir dando paso a ésta nueva que ahora me rodeaba, como si acabara de despertar de un mal sueño en una de esas mañanas en las que no hay horarios, oficinas ni nada de nada, sólo despertar.
El libro que sostenían mis manos y ansiaba mi mente era de Cela: "Pabellón de reposo", una colección de pensamientos escritos por enfermos graves ya cercanos a sus últimos días; la lectura y el fascinante escenario en el que me hallaba, en firme pero cortés pugna por mi atención, eran las dos únicas cosas importantes, formando un universo completo su conjunto.
La noche prometía; nada hacía presagiar el insólito acontecimiento que se avecinaba...
* * *
Era ya la una de la madrugada según mi reloj de pulsera, debía serlo porque el cielo lo confirmaba, y mi cuerpo reclamaba su dosis diaria de reposo que mi mente luchaba por retrasar a toda costa, negándose a la finalización de aquella estupenda noche primaveral de mediados de Junio. Pero, al final, resolví ceder a los insistentes requerimientos del cuerpo, decidí rendirme ante lo inevitable y dar por terminada la deliciosa velada.
Antes de entrar en la tienda de campaña, dispuse - o, más bien, lo hizo mi vejiga - acercarme a los servicios y, aunque vencido por el cansancio, la verdad es que me apetecía ese pequeño paseo bajo los pinos, y comencé a caminar. La humedad del cesped, provocada por el rocío y el incansable trabajo de los aparatos de riego por aspersión, se entremetía por las rendijas de las chanclas, enfriándome los pies y, junto con la corta caminata, despejando mi mente.
La gran mayoría de los campistas se había retirado ya a sus tiendas, exhaustos por el ajetreado día lleno de excursiones por los senderos, baños en los alegres riachuelos, visitas a los museos y mil típicas ocupaciones vacacionales más. Sólo algunos habíamos sobrevivido a la hora de las brujas, sólo algunos intrépidos pseudo-noctámbulos que, con mayor o menor fortuna, nos resistíamos, exprimiendo las últimas horas; debíamos ser bastante pocos porque yo veía, únicamente, un grupo de unas tres personas reunidas en torno a una mesa allá a lo lejos.
Al abandonar el edificio que albergaba los servicios tuve un inesperado encuentro que me sobresaltó: un zorro, un enorme zorro que, vaya casualidad, se interponía en el camino que debía seguir para alcanzar mi tienda, y quedé paralizado por unos largos segundos, indeciso; nunca me había topado con semejante alimaña y no sabía que hacer. El zorro, amparándose en la oscuridad y envalentonado por el hambre, merodeaba furtivamente por el camping acercándose con timidez a mesas, sillas, cacerolas, platos y todo tipo de enseres dejados a la intemperie por los campistas más descuidados. Reparó en mí y, por un instante, nos estudiamos con atención, con la intención de adivinar cada uno lo que bullía en la mente del otro, decidiendo, primero él y luego yo, que ninguno portaba malas intenciones y que podíamos seguir ambos nuestro camino sin estorbarnos; así lo hicimos.
No sin cierta desconfianza, continué mi camino, describiendo una trayectoria curva que me alejara del encuentro que ambos, el zorro y yo, deseábamos evitar a toda costa. Sólo conseguí dar dos o tres pasos; algo, tras de mí, me sujetó ambos brazos impidiéndome continuar...
- ¿Qué pasa? - pregunté, sorprendido, mientras giraba buscando al artífice del imprevisto movimiento -.
- Somos los Náturos - contestó despacio una voz grave y potente, pero tranquila -.
Por mucho tiempo que pase, jamás lograré olvidar aquella profunda voz, y, menos aún, aquello que me esperaba al volverme: aquellos dos seres monstruosos, aquellos dos gigantescos demonios, mirándome desde arriba, debido a su enorme estatura, asiéndome cada uno por un brazo, y mi corazón suplicando estallar; grité aterrorizado.
Súbitamente, me izaron al unísono y me llevaron con ellos en veloz carrera a través del camping.
Corrimos hasta abandonar el recinto de acampada, no sé si saltamos la valla o la atravesamos, pero seguimos nuestra rápida marcha. La oscuridad y el aturdimiento me impedían ver con la suficiente claridad como para darme cuenta de lo que en realidad sucedía, así que cuando experimenté, en plena carrera, un creciente hormigueo por todo mi cuerpo, acompañado de un incómodo aumento de temperatura, temí lo peor: aquella alocada carrera campo a través, con tantos arbustos, árboles y ramas que arañaban y rompían mi ropa primero y luego mi piel, habrían provocado tales heridas que iban a hacer que me desangrara. ¿Era esto lo que pretendían aquellas malévolas criaturas, matarme? ¿me llevaban a su guarida para devorarme? Estas y muchas otras preguntas, muchas, más de las que nunca hubiera imaginado, hallarían pronto su respuesta.
* * *
Tras varios minutos, la vertiginosa carrera proseguía; aquel extraño cortejo, sin aminorar su velocidad, formado por los tres: esas dos enormes criaturas y yo en medio, a unos dos metros del suelo, en volandas, atravesando colinas, valles, rios, montes, carreteras y todo lo que se interpusiera en nuestro camino, ¿camino a dónde?
Mi cuerpo fue alcanzando, paulatinamente, un inexplicable estado de relajación, ya desaparecido el hormigueo inicial; lo que, por una parte, era tranquilizador; pero, por otra, me empujaba hacia terribles sospechas acerca de mi integridad física, que, por lógica, debía estar bastante maltrecha; ¿tan mal me encontraba que ya no sentía dolor? La carrera no cesaba.
El singular estado en el que me hallaba fue, quizás, lo que propició que, olvidados momentáneamente mis miedos, me atreviera a girar la cabeza a un lado y a otro para observar a mis raptores; el espectáculo debía ser espeluznante, y digo "debía" porque ya no sentía el más mínimo miedo sino más bien... indiferencia. Con el desdén de un gesto mil veces repetido, volví la cabeza y estudié primero a una y luego a la otra criatura; no sabría decir si eran idénticas, pero no pude advertir, en el dificil examen visual que permitían las circunstancias - los zarandeos provocados por la gran velocidad a la que nos desplazábamos y la oscuridad sólo rota por dispersos rayos de luz de luna-, ninguna diferencia apreciable entre ellas. Parecían insectos, colosales insectos de unos cuatro o cinco metros de alto, que, erguidos como iban, no conseguí identificar como ninguna especie que yo conociera, aunque poseían cierto parecido con una mantis religiosa, un aire, pero seguro que no se trataba de mantis, no, a pesar de poseer extremidades superiores similares a las poderosas pinzas de dichos insectos y una cabeza no muy distinta, ya que había una gran diferencia en cuanto a tamaño. El brillo de la luna en ciertas zonas de aquellos oscuros cuerpos permitía adivinar una piel, o lo que fuera, lisa en extremo, excepto en otras partes de las que surgían temibles espinas que bien podían ser la envidia del más inexpugnable de los rosales. Las extremidades inferiores podrían haber sido casi humanas, de no ser por la extremadamente larga zancada que proporcionaban a sus amos y por los "pies" - por llamarlos de alguna manera -: abultadas terminaciones que no conseguí distinguir claramente, pero intuyo que tenían bastante poco de humanas.
Y el interminable viaje continuaba...
* * *
Y seguían las sorpresas...
¿Cómo era posible que mis pies arrastraran por el suelo? Lo cierto es que los "insectos" me mantenían izado a la misma altura que al principio, por lo tanto no era posible que arrastrara los pies cuando unos minutos antes flotaban a casi dos metros del suelo, ¿qué sucedía? ¿menguaban estos monstruos o... crecía yo? La respuesta parecía bien simple, era cuestión de echar un vistazo a lo que alguna vez fue mi cuerpo; alguna vez, porque lo que era en aquel momento no tenía nada que ver con lo que fue.
Obedeciendo a un extraño instinto, mis nuevas piernas dejaron de colgar y arrastrarse, para ponerse a correr acompasándose a las de los dos colosos, circunstancia que, como una señal, hizo que ambos al mismo tiempo me soltaran y se frenaran, en tanto yo seguía corriendo solo.
Tras pocos segundos me detuve, gracias a que ya era dueño de mis piernas, o de aquellas largas y oscuras extremidades que las habían suplantado. Y estas no habían sido las únicas transformaciones ya que todo mi cuerpo era bien distinto: mis brazos, oscuros y largos como mi tronco; mis manos, grandes y fuertes; y todo cubierto de voluminosos músculos y enormes venas, grandes hasta la exageración. Me palpé y observé, una y otra vez, sin dar crédito a lo que veía, aunque nunca preocupado. No logré determinar mi estatura, no obstante afirmaría, sin temor a equivocarme, que sobrepasaba con mucho la de una persona normal, alcanzando no menos de tres metros. Tenía pelo en la cabeza, pubis, axilas y pecho, un pelo negro, fuerte y abundante. Parecía humano, ¿lo era?
Los cambios sufridos no se limitaban al terreno de lo físico, lo cual resultaba evidente desde hacía ya algún rato, ¿por qué, si no, experimentaba aquella tranquilidad fuera de lugar? morir de miedo hubiera sido una respuesta más lógica ante la espeluznante experiencia que estaba viviendo, pero no ocurría así; el terror inicial se había tornado indiferencia y esta, a su vez, iba desapareciendo paulatinamente dejando paso a... ¿felicidad?¿calma? no sé, se iba apoderando de mi ser un cálido bienestar, una sensación de seguridad que se acrecentaba por momentos, y una dicha desmedida.
Miré a mi alrededor: ni rastro de mis "amigos".
"Somos los Náturos", había dicho uno de aquellos seres. Los Náturos. ¿Quiénes eran los Náturos? ¿Qué habían hecho conmigo, con mi cuerpo y mi mente? ¿En qué me había convertido? ¿Por qué aquel estado de inefable felicidad? No alcanzaba a entender nada y me sentía como en un sueño, por lo insólito de los hechos, pero todo era de verdad, auténtico, nada de sueños, aquello estaba ocurriendo sin duda alguna y me estaba sucediendo a mí.
Me hallaba en un claro, en pronunciada pendiente, oía el alegre corretear y salpicar de alguna corriente de agua cercana, junto a muchos otros sonidos. Oía numerosos murmullos que parecían provenir de las copas de los frondosos pinos que, rebosantes de júbilo por las últimas lluvias, se apretujaban rodeando el claro; oía ocasionales chasquidos, siseos y silbidos provenientes del suelo, del mismo suelo; oía el alegre y desenfadado parloteo de dos pájaros, posados en una rama muy cercana porque, quizás, aún no habían reparado en mi presencia; oía el suave reptar de pequeñas y tímidas criaturillas desplazándose de un sitio a otro, enfrascadas en sus cotidianos quehaceres; oía, además, unos lejanos y alegres cantos, con algo de humano, que lo envolvían todo y, de alguna manera que no sabría explicar, daban sentido al conjunto, unían todo este universo musical creando un algo superior, un algo donde todos los sonidos encajaban en singular y perfecta armonía como si de un gran puzle se tratara;.y yo me sentía como el niño que acaba de encajar por primera vez sus mil piezas.
Y no sólo oía; tambíen veía, veía y olía y palpaba y degustaba y sentía todo a mi alrededor con tan sólo desearlo; la fragancia de los pinos, el contrastado color de las urracas, el blando cuerpo de un gusano, la alegría de una piña, las extrañas ideas de la hojarasca, el despreocupado pasear del agua, el miedo de un macho montés herido en pugna por una hembra, el plácido descansar de una trucha, el gruñido de protesta de una jabato, el dulce nectar de las flores a mis pies, el atento ojillo de un buho, el trato tierno de un picapinos a su prole, y todo, todo en muchos metros a la redonda entraba dentro de mí y mi interior se fundía con todo.
En confuso revoltijo al principio y en armónica coexistencia después, mis pensamientos, mis dudas y todo mi ser se unieron con este pequeño universo; dejé de ser yo y fui todo: fui el aire, fui la tierra, fui la roca, fui el arbusto, fui la alondra, fui la oruga, fui el rocío, el llanto, el silencio, fui; tal era mi nueva manera de percibir la realidad.
Mis sentidos eran todos uno, y convertían cualquier cosa cercana en una amalgama inseparable de sensaciones. Hube de asumir mi incapacidad para diferenciar cualquier sentido de los demás, lo cual no me causó miedo ni incomodidad de ninguna especie; era maravilloso, pues todo era nuevo. Como un niño, necesitaba reaprender el universo desde esta nueva perspectiva. ¡Cuánto por aprender! ¡y qué placenteramente!
* * *
Debió transcurrir una hora, una hora para aquel delicioso banquete de los sentidos, devorando con mi nueva manera de percibir aquel trozo del bosque, ya parte de mí mismo. Saciado, emprendí camino hacia otros lugares, otras formas, otros perfumes, sabores, texturas y músicas.
En principio pareció un anárquico vagar, luego, poco a poco, fuí advirtiendo que no me movía al azar, iba tras de algo, un invisible hilo de Ariadna me guiaba por el laberinto del bosque rumbo a un incierto destino.
Gracias a mi recién estrenada, y en apariencia inagotable, fuerza física, coroné montañas, descendí a los valles, crucé puentes, trepé a altos pinos y recorrí senderos siempre atraido por ese algo que tiraba de mí y al que, sin la menor duda, me acercaba paulatina e inexorablemente. El amasijo de sensaciones mediante el que se manifestaba y me llamaba era distinto al que me ofrecía el bosque en cada uno de sus habitantes, no parecía formar parte del mismo, y se intensificaba por momentos, lo cual me hacía pensar en un encuentro inminente. Y así fue.
Los siete náturos apartaron su pensamiento de las concienzudas tareas en las que se afanaban para concentrarlo en mí por unos segundos, tras lo que cinco de ellos reanudaron su labor y los otros dos la abandonaron y se me aproximaron. ¡Eran ellos! ¡los náturos! los mismos que antes me hicieran gritar de terror, eran los mismos pero no lo eran; ahora "veía" su auténtico ser, y resultaba maravilloso. Jamás tanta belleza, en todos los sentidos, podrá concentrarse en un único ser viviente; así eran los náturos. El aspecto físico parecía idéntico al que yo recordaba, aquel tan horripilante, pero mi nueva naturaleza, capaz de captar incluso los más pequeños matices ocultos, me mostraba un vasto universo mucho más allá de un simple cuerpo físico, un extenso e inseparable cosmos en perfecta armonía en cada uno de aquellos seres, los náturos.
El de la derecha se presentó en primer lugar. "Dijo" su nombre: una avalancha de información que me acarició con fragancias de mil mundos, dulces músicas y caleidoscópicas imágenes que me inundaron de alegría y excitación. Su nombre, más que un simple identificativo, formaba parte de sí mismo, un pedazo de su fascinante ser que, en desprendido gesto me entregaba y yo, agradecido, recibía y hacía mio. El de la izquierda, al igual que el otro, expresó su nombre; nueva avalancha de sensaciones, de vivencias, de imágenes, suaves texturas, rítmicos tañidos y exóticos perfumes que me fueron entregados a modo de presentación. Quise hacer lo propio y, empujado por la inercia, lo intenté con la voz; no había manera. Pensé que, lógicamente, mi nuevo yo también debía estar dotado no sólo como receptor sino también como emisor para aquella asombrosa forma de comunicación. Bastó este fútil pensamiento, el convencimiento de ello, para crear un sorprendente torbellino de datos codificados en imágenes, voces, dibujos, música y olores que, con insospechada corrección en un recién iniciado, partían de mi mente buscando la de ellos; era mi nombre.
Observado el universal protocolo de la presentación, iniciamos un interesante intercambio de conocimientos, siempre en aquel denso lenguaje. Nuestra conversación se construía a base de colores, cantos, sabores y mil formas más de información que flotaban sobre la hierba en el triángulo cuyos vértices éramos.
De los temas que se trataron en tan singular tertulia, poco retiene ya mi cansada memoria debido al largo tiempo transcurrido. No obstante, recuerdo con claridad la esencia de lo que allí se trató. Hice cientos, miles, decenas de miles de preguntas sobre ellos, sobre mi transformación y sobre cualquier otra idea que cruzara por mi mente, preguntas a las que ellos respondieron pacientemente.
No se cuanto tiempo duró aquella charla, ¿minutos? ¿segundos? ¿siglos, quizá? no lo sé, lo cierto es que nuestra forma de comunicación, gracias a su desmesurada densidad, permitía decir mucho con poco; tiempo después de aquello, y por ese motivo, llegué a la conclusión de que debieron ser tan sólo segundos.
Ahora, cuando todo aquello asalta mis pensamientos, me supone enorme esfuerzo creerlo, se me antoja fruto de un sueño, de un lejano sueño y casi no puedo dar crédito a los recuerdos. Pero sé que sucedió. Lo sé.
Los náturos me explicaron, con abundancia de detalles, quiénes eran, qué hacían allí, por qué me habían llevado con ellos, por qué yo.
Aquel grupo no era sinó un grupo de "inspectores", por llamarlos de alguna manera y la palabra náturo una torpe traducción de su lenguaje al nuestro. Observaban y vigilaban, evitando intervenir en lo posible, aquellos bosques. Examinaban la flora, la fauna, el terreno y todo lo que allí existía, evaluándolo y confeccionando un laborioso informe que más tarde sería entragado a una entidad que, según ellos, era la propietaria del lugar. Y cuando digo lugar no me refiero al parque natural de Cazorla, no, me refiero a... ¡el planeta tierra!
No pertenecían a este planeta, cosa harto evidente, ni a ningún planeta conocido por la humanidad. Provenían de un mundo similar al nuestro, aunque su civilización no tenía el más remoto parecido con la humana. Un ser de su mundo, pero de otra especie, creador y dueño de "nuestro" planeta solicitaba, periódicamente, informes sobre su propiedad, informes que eran elaborados por un peculiar equipo multidisciplinar, de los que formaban parte los náturos.
El caso es que ellos solos no se bastaban para confeccionar el minucioso informe, y aquí es donde entraba yo, junto a muchos otros "reclutas". Mediante manipulaciones que no sabría explicar habían conseguido hacer, partiendo de un humano, un pseudo-náturo que, sin ser náturo, poseía las aptitudes físicas y psíquicas mínimas necesarias para llevar a cabo sus funciones. ¿Por qué yo? por cercanía, por encontrarme en el punto p a la hora h, o porque la inextricable maquinaria del azar así lo quiso.
Fui el primero, su conejillo de indias, cosa que no me preocupaba; al contrario, lo consideraba un gran honor y deseaba, sin perder un segundo más, ponerme manos a la obra junto a ellos. Me sentía tan bien, tan feliz, y era tal mi confianza en los alienígenas que no cabía en mí el miedo ni la indecisión. Gracias a ellos era capaz de "ver". Además, aquello se me antojaba como un "ascenso" en mi existencia, un acceso a un nuevo plano de la realidad, una puerta al conocimiento de los misterios de la vida, la naturaleza, el universo, trabajando para el creador del planeta tierra, para un ¿dios?; algo grande, muy grande.
Una vez bien aprendidas mis funciones, ellos se marcharían del planeta aunque se mantendrían en contacto conmigo, no me dijeron como. Mi pago era la transformación sufrida. No era poco; mis necesidades básicas estarían cubiertas por siempre jamás, mi nuevo cuerpo no necesitaba alimento alguno, ni enfermaría, ni envejecería, y mi extrema capacidad de percepción era un contínuo deleite. Mi pago era la inmortalidad, la inmortalidad y el paraiso. Paraiso; no cabe otro calificativo para el mundo tal y como lo sentía mi nuevo yo.
Todo aclarado, comenzó mi aprendizaje. Entonces, apareció el dueño del mundo...
* * *
Y el dueño del mundo habló:
- AÚN NO - sentenció aquella vasta presencia que, súbitamente, lo llenó todo. Y todo se vació. Fue mi último contacto con ellos.
Aún no. Como una sentencia de muerte, aquellas dos palabras se clavaron en mi alma. Por unos eternos segundos dejé de existir, desaparecí y el bosque conmigo, la realidad misma se esfumó en caprichosas volutas de humo que, rápidamente, dieron cuerpo a una nueva realidad, una nueva realidad que ya era vieja. Me encontré, otra vez, mirando al zorro que viera al salir de los servicios del camping, ya no estaban los náturos, había regresado como de un sueño. Me sentía aturdido, desorientado, asustado y cansado. Inmortalidad... náturos... otro mundo... aún no... AÚN NO...
* * *
Desde aquel lejano día, mi vida ya no volvió a ser la misma; siempre faltaba algo, siempre pérdida. Una profunda depresión se adueñó de mí, un eterno abatimiento, un extenuante cansancio que me hacía marchitar lentamente. Nada tenía ya interés. Jamás pude olvidar aquel suceso, aunque los detalles, difuminados por el tiempo, han ido huyendo de mi memoria. Parece un sueño, o una pesadilla. Apenas unas horas como un ser completo, con ilimitada capacidad de percepción, y luego nuevamente humano; ya siempre acompañado de aquella sensación de incompletitud, de mediocridad, de pesadez, de indiferencia universal. Fuí un asno tirando de un pesado carro convertido por gracia divina en bello corcel, libre de correr por la pradera, y luego otra vez pobre asno enganchado a un enorme carro todavía más pesado, por siempre. El que no conoce algo mejor que lo que tiene, no sufre por ello; sin embargo, el que accede a ese algo mejor, por un leve instante, ya nunca olvidará que existe ni abandonará el ansia de su posesión.
Y siempre ansiando...
* * *
Epílogo:
Los ojillos tristes y acuosos del anciano miran, sin ver, el rio que refresca sus pies en este caluroso agosto. Viejos vaqueros remangados, manchados de la tierra que llena la ribera, son la única ropa que cubre algunas de sus venerables arrugas. Como una vieja máquina oxidada, pone en movimiento su brazo derecho. Unos dedos que la artritis reclama como suyos rompen la superficie del frío líquido, y el frío le recuerda que aún está vivo. Sentir, sólo durante unos segundos, la naturaleza como aquella vez...
Y como tantas veces en su ya gastada vida, su mente vuelve a aquellos momentos. Momentos en que la inmortalidad fue suya y pudo rozarla con la punta de los dedos, momentos en que fue capaz de "ver" el mundo. Ese hermoso sueño que ningún otro humano ha podido jamás ver realizado. La suerte le eligió, y tal como le eligió le abandonó. Dos palabras afiladas arañan su mente, abriendo profundos cortes sobre viejas cicatrices, una y otra vez: aún no... aún no... aún no... ¿cuándo entonces? Alguna vez, quizá. Alguna vez en el futuro. Pero el futuro se acaba y de nada sirve ya la vida; poco es una vida para quien se creyo dueño de la inmortalidad, poco es ser humano para quién por unas horas fue más que humano. ¿Qué otra cosa le queda? Esperar, sólo esperar... ya viene la muerte...
Tras de él, dos seres de otro mundo reciben una orden: "ahora".
El Autor de este relato fué Jmp , que lo escribió originalmente para la web https://www.relatoscortos.com/ver.php?ID=33&cat=craneo (ahora offline)
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2020-05-24

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