Todo pende de un hilo invisible. A veces, el más mínimo error de cálculo rompe el débil equilibrio sobre el cual descansa la ficticia realidad de las personas y las cosas. Una docena de votos chapuceros y mal contados en el estado de Florida, USA, pueden dejar entrever el vertiginoso andamio sobre el cual descansa la precaria y dudosa paz mundial. La única diferencia está en esa docena de fatídicos votos que, entre millones de votantes, son los que rompen el finísimo hilo que nos mantenía en continuo estado prebélico y dan paso a la dura realidad.
El frágil equilibrio entre las parejas se puede quebrar por una frase dicha a destiempo, o no dicha, o mal dicha; por un silencio, o por hablar demasiado, o por hablar poco, o por no decir nada. A veces basta un número de teléfono olvidado negligentemente en un bolsillo, o la incontinencia verbal de la suegra que nos visita. Todo está al borde del abismo.
Una conversación de besugos entre dos charlatanas compulsivas en una agencia de viajes puede tener consecuencias trágicas; nos puede hacer perder un tren o la cita de nuestra vida, y mientras ellas hablan y hablan sin parar, al otro lado alguien se está desangrando y nadie es capaz de poner coto a sus desmanes.
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- De acuerdo, tú no te preocupes, si hay algo te llamaré, es posible que pronto salga algo nuevo.
- Muy bien, me paso un día de estos a ver si ha habido alguna novedad. Y si no, me llamas.
- Vale, te aviso. Con lo que sea te llamo.
- Perfecto, te doy el número de móvil. Es más seguro.
- Ya lo tengo. De todas formas dámelo por si acaso.
- Estupendo, si no estoy puedes dejar el recado a la asistenta.
- O dejo el mensaje en el contestador.
- Sí, aunque es preferible que llames por la mañana. De todas
formas deja el mensaje, más vale asegurarse.
- No te preocupes, si sale algo nuevo también te aviso.
- Muy bien, quedamos así, nos llamamos con lo que haya.
Me cuesta trabajo distinguir si hablan por necesidad o por capricho, por obligación o por ligereza. Empiezo a odiarlas. Se me está haciendo tarde y de seguir así perderé el tren y la cita.
- Con lo que sea me llamas o dejas el mensaje. También es posible que se pase mi marido, ya le conoces.
- Sí, me acuerdo de él perfectamente. Creo que fue el año pasado cuando perdió la maleta. Pobrecito, los problemas que tuvo.
- Más bien se la robaron, pero bueno, hoy en día ya se sabe. No se a dónde vamos a llegar.
- Sí chica, sí, si yo te contara, a mi hermana también se la robaron. Oigo cada caso.
Me entran unas ganas irresistibles de asesinarlas y robarle esas palabras vacías de contenido que las están condenando y que así ya no necesitarían.
- Sí, perfectamente. Con lo que haya te llamo, al fijo o al móvil o dejo el mensaje.
- No te olvides de llamarme si hay algo nuevo. Es importante.
- No te preocupes. Con lo que sea te llamo, y si no estás, dejo el recado.
- O lo dejas en el contestador.
- OK, te llamo al fijo o al móvil.
Quince minutos. Había perdido el tren y la ilusión de esa primera cita a la que probablemente ya nunca más vería. Pasé de la rabia a la tristeza. El tiempo no sobra ni falta. Está ahí y es para todos, y estas dos mujeres se habían emborrachado de él. Habían perdido la noción de un tiempo que no necesitaban y estaban robándome el mío sin pedirme permiso. Estaba superado y fuera de control y ellas exigían innecesariamente el don de la palabra. Durante aquellos interminables y ridículos quince minutos basura a ellas no les iba nada, a mí, quizás un futuro mejor.
Aquellas dos mujeres estaban separadas del resto del mundo por un invisible velo que las aislaba de la realidad. Había gente esperando y sufriendo impacientemente, pero ellas parecían poseídas por la incontinencia verbal, sus irreflexivas cuerdas vocales no se concedían el más mínimo descanso y se amparaban en el silencioso sufrimiento de los demás. Yo sólo necesitaba veinte segundos, recoger un billete, dar los buenos días e irme. Había estado trabajando todo el día al límite, manteniendo un pulso con el corazón poder para coger ese tren que me conduciría a mi primera cita.
Tenía prisa, ya que me jugaba mucho en aquel primer encuentro. Necesitaba recoger el billete que aquellas dos ineptas glotonas me negaban. Uno de los clientes se levantó madiciendo y sin decir nada dio un portazo y se fue, y es que aquella actitud provocadora estaba causando estragos. La dependienta rolliza y de rasgos duros levantó la vista y durante unos segundos pareció desconcertada y sorprendida. Después, en el colmo del egoísmo, nos miró con desprecio y vi que aquella mujer era una serpiente dispuesta a morder. Inmediatamente volvió a la carga.
- Creo que como a muy tardar dos semanas, pero te llamaré.
- Bueno, en todo caso no me importaría cambiar de hotel aunque no tenga sauna.
- De acuerdo, con lo que haya te llamo.
-Sí, al fijo o al móvil, ó dejo el mensaje.
- Un momento, ahora que lo recuerdo hay una oferta que saldrá la próxima semana, aunque no disponen de sauna.
- No me importaría. Mi marido dice que eso de la sauna es una tontería.
La idea del crimen iba tomando cuerpo. Imaginé su esbelto cuello crujiendo entre mis manos. Ahora, toda la tristeza se había convertido en odio. Otro cliente se levantó y se fue renegando, pero ellas no podían detener su loca carrera y se estaban precipitando por una pendiente ciertamente peligrosa. Daba la impresión de que participaban en un concurso en el que gana quien dice la última palabra. Parecían excitadísimas y habían perdido la noción del tiempo. Me había quedado sin la cita y sin la ilusión, las odiaba con toda mi alma y de repente decidí que iba a estrangularlas.
Era ya hora de cerrar y la dependienta entró un momento en la trastienda a buscar los catálogos, momento que aproveché para cerrar la puerta, poner el cartel de cerrado y bajar la persiana. Sería rápido y sencillo. Me froté las manos y tensé los puños, warm up, no lo había hecho nunca pero lo deseaba ardientemente. Sigilosamente me puse detrás de la cliente, casi nos tocábamos y noté su calor, su perfume y hasta su aliento. Mis manos asesinas se levantaban poco a poco en busca de su cuello, deseosas de ahogar su ridícula cantinela para siempre.
Cuando estaba a un palmo de mi objetivo vi por primera vez su cara de perfil y me sorprendí de la belleza y finura de sus rasgos. También observé el delicado y esbelto cuello que esperaba sin miedo, y la lozanía de sus pechos que yo intuía con pezones rosados y erectos.
Nuestros cuerpos casi se rozaban. Ella, que me sabía detrás, notó mi calor, mi aliento y el contacto físico, pero increíblemente no se movió y aguantó. Noté su respiración agitada y la tensión en su cuerpo, incluso un asomo de rubor. De repente tuve una rápida e inoportuna erección y mis manos asesinas quedaron quietas e ingrávidas en el aire, a la altura de su cuello, a un palmo del objeto del deseo. Aquel cuello blanco y morboso era tan delicado que lo hubiera podido estrangular con una sola mano.
Quedé atrapado en un denso espacio: entre su perfil y su hermoso y desnudo cuello que se mezclaba con su perfume. No sé qué es lo que la salvó. Puede que fuera el perfume, o sus pezones, que yo intuí rosados y erectos. Algo muy sutil rompió el equilibrio entre la vida y la muerte y la perdonó. También puede que se salvara ella misma al permanecer quieta y valiente al sentirme allí detrás y dejar que me deleitara con su cuerpo. Quizá fue el olor de su cabello femenino que me hizo recordar a alguien lejanamente amado y perdido. En última instancia puede que le gustara el peligro, o fuera masoquista y le gustasen las emociones fuertes y suicidas. En situaciones extremas, cualquier detalle, por insignificante que sea, inclina la balanza hacia cualquier lado y puede perdonarte o matarte, y ella se salvó. Por los pelos, pero se salvó.
Cuando salió la dependienta rolliza y de rasgos duros le dio unos folletos que ella guardó en el bolso y al darse la vuelta nos vimos por primera vez. Estaba inquieta y bajó la vista. Después me miró durante un segundo y ensayó una sonrisa forzada que quedó disimulada por el maquillaje.
Tuve la impresión de que lo había entendido todo y de que ahora solo pensaba en huir desesperadamente. El sentimiento de culpa la perseguía. Yo le devolví la sonrisa, y mis ojos, que ya estaban condenados, se posaron en su hermoso cuello. Se despidió precipitadamente y olvidó el bolso, que yo le entregué con mi mano asesina, sin dejar de mirarla y con la vista clavada en su cuello. Aquella mujer ya no hablaba, estaba presa por el pánico y ahora solamente quería escapar de mi vista. Recogí mi billete sin darle las gracias y rápidamente salí de la tienda dando un portazo y sin despedirme. Había perdido el tren, la ilusión y la cita.
Decididamente iba a por ella, quería que me devolviera el tiempo que me había robado. Necesitaba un paliativo por todo lo que me había hecho padecer y pensé que nada mejor que asesinarla para que no volviese a hacer sufrir a nadie. A lo lejos distinguí su vaga silueta y me puse a seguirla con instinto animal. La distancia, siempre irónica se iba acortando y me pregunté si la seguía para amarla o para matarla.
Ya casi estaba a su altura y observé detenidamente sus curvas en perfecto equilibrio, y las caderas, quizás huérfanas de una mano amiga que las abrigase. Caminábamos rápido, casi en paralelo y al mismo ritmo, con una precisión exacta marcando el paso de la vida. Nuestras piernas y nuestras sombras caminaban con un mimetismo idéntico y parecíamos un mismo corredor. Mis ojos continuaban clavados en su cuello.
Cuando ya estaba a su altura observé de nuevo su hermoso perfil. La luz del día le daba a aquella mujer un aura de seguridad que me desconcertó, y parecía increíble que esa mujer anónima y que tanto daño me había hecho, fuera tan bella. No comprendía cómo había estado a punto de matar algo que ahora deseaba. No me imaginaba ese esbelto cuello que ahora me hipnotizaba crujiendo entre mis manos.
De repente aceleró el ritmo; iba tan deprisa que apenas podía seguirla. Sus pasos largos y ligeros se apoyaban en unos tacones altísimos y afilados que desafiaban todas las leyes de la gravedad y castigaban la calle, detrás de los cuales, mi lento y triste cuerpo se arrastraba jadeante. Estaba agotado y no podía seguirla, ya casi no la distinguía entre la multitud y estaba desapareciendo de la vista de mis desdichados ojos.
Por fin se detuvo y entró en una cafetería. Desde la calle me era fácil verla a través del cristal y decidí espiarla. Pidió un café y miró la hora con impaciencia; parecía que tenía una cita y no quería llegar tarde. Quería recuperar el tiempo perdido. Alguien la llamó al móvil, parecía contrariada y la expresión de su cara cambió. Pidió otro café y volvió a mirar la hora.
Al final salió y se adentró en una calle poco transitada. Ya oscurecía y ahora esperaba impaciente debajo de un portal; yo hice lo mismo, escondido a unos metros de distancia. Por fin, alguien se acercó desde el otro extremo de la calle y ella respiró con alivio. Parecía su cita.
Cuando se encontraron, se abrazaron ardorosamente y se dieron un largo y ardiente beso en la boca. Ahora, la persona que acababa de llegar la estaba besando en el cuello, ese cuello adorable y esbelto que tanto deseé y que ahora alguien me estaba robando. No pude aguantar más, me acerqué con decisión dispuesto a recuperar lo que consideraba mío y al verme se separaron bruscamente. Me miraron burlonamente y parecieron no inmutarse. A cambio, me ofrecieron una sonrisa maliciosa y descarada, la mujer de cuello esbelto y la dependienta rolliza y de rasgos duros.
El Autor de este relato fué ANTONI , que lo escribió originalmente para la web https://www.relatoscortos.com/ver.php?ID=7991&cat=craneo (ahora offline)
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2025-03-16
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