Relatos cortos terror Pesadillas EXCESO

 

 

 

EXCESO

Cuando me desperté estaba en la cama en un hospital. Intenté recapitular, sin éxito, cómo había llegado hasta allí. Lo último que recordaba era aquella mano en mi hombro, una mano amable pero firme y profesional que me invitaba que la siguiera. Aquella mano, que tenía una fuerza descomunal, casi sin tocarme me tumbó.

Inconscientemente me puse la mano en el estómago para comprobar si mi apéndice continuaba todavía allí. Lamentablemente, en lugar de aquel bulto que era el motivo de mi placer y de mi desgracia, solo encontré restos grasientos y me entristecí. Me habían dejado huérfano de aquel pedazo de carne que tanto quería y que ya formaba parte de mí. Me palpé el vientre y los genitales con la mano y noté que todavía me encontraba empapado de líquido viscoso.

 

La distancia, siempre irónica, entre yo y la salvación, era corta físicamente, aunque en mi angustiada situación la encontraba muy lejana. Cuando estaba cerca de mi anhelado objetivo, a sólo unos pasos de traspasar aquel fatídico punto, donde la adrenalina fluye como un torrente y el corazón amenaza con romperse, había notado una ligera opresión en el pecho y los latidos se aceleraron en una desbocada carrera. Palpitaba tan rápido que llegué a asustarme. Era algo que me ocurría cada vez que iba a aquel sitio, pero yo ya había aceptado el reto. Solamente hacía falta una pequeña sacudida de más, así que lamentablemente, aquel día se paró.

Se me notó desde que entré, ya que lo llevaba marcado como un estigma en la cara. Estaba condenado al fracaso desde el principio y tenía que haber abandonado aquel riesgo, pues la forma en que me miraba la gente no hacía presagiar nada bueno. Presentí que lo sabían todos y que solamente era cuestión de tiempo. A mi edad, cuando la vida me pedía tranquilidad, me encontraba tensando mi suerte al máximo de mis limitaciones físicas y emocionales.

Era un ritual que repetía cada mes, algunas veces por necesidad, aunque he de reconocer que las más lo hacía por placer y lo pasaba francamente mal. Cuando salía de casa en dirección a mi ineludible cita empezaban los nervios y siempre tenía la vaga sospecha de que sería la última vez. En el fondo lo deseaba, pues quería terminar de una vez con aquella burda comedia.

Aquella mañana cuando me levanté dudé entre acudir a mi cita mensual o atracar un banco ya que necesitaba algo más contundente para acabar de una vez con aquellos actos esperpénticos. Quería pasar del triste poema al crimen brillante, pero como era inútil forzar el destino opté por lo más fácil y doloroso.

Después, cuando terminaba mi aventura con éxito, me encontraba cansado y excitado. Había conseguido todo lo que quería, pero me planteaba muchas interrogaciones y solo obtenía algunas certezas. Lo único cierto era que aquellos extraños actos le daban a mi vida un toque surrealista, a veces patético, que consideraba necesarios para poder seguir viviendo.

Aunque en el fondo no solucionaba nada, eran acciones mezcla de extravagancia y a veces de excesos como el que me ocupaba hoy y que me creaba gran desesperación de ánimo. Gradualmente y sin darme cuenta actuaba cada vez más con más desidia y de forma descuidada. Esta audacia amortiguaba a veces la tensión, aunque no conseguía habituarme al estado de ansiedad. Me preguntaba por qué no se daban cuenta de una vez y terminaba el sufrimiento.

 

Lo más arriesgado llegaba al final cuando tenía que buscar una víctima propiciatoria e ingenua. Ella era, quizás, la parte más importante y arriesgada de mi aventura, pues requería de todos mis conocimientos de sicología, aunque a veces simplemente me dejaba llevar por el instinto. Tenía que ser sumamente cuidadoso en la elección; la miraba amablemente, incluso a veces le gastaba bromas e intentaba seducirla. Todo valía con tal de despistarla y engañarla. Hasta ese día nunca me había fallado.

A continuación, cuando la cinta se lo había tragado todo, recobraba el aliento poco a poco y me sorprendía de mi sagacidad. Después salía tranquilo y relajado, como un señor, y lo celebraba interiormente de forma que me producía una gran exaltación de ánimo. Eran intentos de suicidios frustrados con ribetes tragicómicos.

A veces, para mayor deleite y morbo, volvía a la escena del crimen y adoptaba una actitud completamente diferente. Compraba cualquier cosa, para después, dirigirme a la misma cajera que me recordaba y sonreía. A cambio yo fingía no recordarla, la miraba con una frialdad que la desconcertaba y a mí me producía una gran satisfacción y a ella desconcierto.

Aquel día debí haber decidido atracar un banco. Aunque era más difícil y arriesgado hubiera sido más honrado y sobre todo más rentable, pero como era cobarde de condición natural no me atreví.

Ahora que lo pienso desde la cama de un hospital he de confesar que me equivoqué de objetivo. Necesitaba urgentemente algo fuerte y contundente para recuperar mis orígenes y romper con aquella absurda tragicomedia, pero como siempre, opté por lo más fácil.

La culpa de todo la tuvo aquel filete. Aquella carne jugosa y rosada me cautivó desde que la vi y ya no pude quitarle el ojo de encima. Era algo compulsivo que me ocurría a menudo, que no podía dominar y me empujaba hacia el abismo. Al final, la tentación era siempre más fuerte que las consecuencias y sucumbía. Como no había tenido las suficientes agallas para decidirme por un banco elegí un indefenso solomillo. Aquel filete era toda mi venganza y me sentí patético.

Aquel día cuando elegí a mi víctima confieso que me equivoqué. Lo supe desde el instante en que le sonreí y me devolvió una fría sonrisa que quedó disimulada por el maquillaje. A pesar de su juventud noté que me miraba directamente a los ojos si pestañear, y toda la candidez e inexperiencia que yo esperaba de ella se volvió serenidad y aplomo. No empezaba a contar mi carro de la compra y parecía como si estuviera esperando a alguien.

De pronto me di cuenta de que ocurría algo extraño. Aquel filete sin código de barras, frío, grasiento y pegado a mi barriga, sobresalía de forma ostentosa y llamativa. Intenté inspirar y esconder el vientre, pero por más que hiciera era imposible disimular el tamaño desmesurado de aquellos dos kilos de carne (seguramente más) dentro de su envoltorio de plástico. Ahora me daba cuenta del exceso que había cometido.

Por un momento pensé que la gente podría creer que aquel extraño bulto era producto de una malformación de mi estómago, pero para entonces, todas las miradas ya estaban clavadas en mí. Los que esperaban detrás de mí, la cajera, todos tenían la mirada puesta en mi estómago y parecían fascinados. Al principio lo encontré extraño y hasta divertido. ¿A quién podría importarle lo que tenía escondido entre el ombligo y el bajo vientre? Pero la diversión me duró poco, pues los semblantes de la gente eran amenazadores y no hacían presagiar nada bueno. Cutscenes

 

Volví a mirarme mi apéndice y vi que era realmente grotesco. Parecía que había crecido. En mi afán por esconderlo con rapidez, había descuidado la parte más importante, que era la estética, y ahora me encontraba rodeado de extraños que me miraba descaradamente. Parecía como si aquella protuberancia les hipnotizara. Estuve tentado de dar alguna excusa, salir de aquella maldita cola y dejarlo en su sitio de origen, o cambiar de cajera, pero ya era tarde y notaba que todas las miradas estaban clavadas como un puñal en mi cuerpo.

Me sentí embarazado y empecé a sudar. Noté como el sudor se escurría por la frente y por el pecho, y empapaba aquel pedazo de carne que ya formaba parte de mí. Percibí que el envoltorio de plástico se había roto y la sangre y los jugos de aquel magnífico solomillo me iban inundando. Notaba que el líquido me había empapado el escroto y la entrepierna, y la inexorable ley de la gravedad lo empujaba camino de la rodilla en dirección al suelo. Sentí ganas de vomitar. Esto aumentó la tensión y las ansias de salir de aquella gran superficie comercial. Me volví a mirar y me di pena.

La gente, que ya me había perdido el respeto parecía disfrutar, me habían rodeado y me miraban inquisitoriamente y sin disimulo. Decididamente eran mis verdugos y habían elegido a la víctima. Parecía que se alimentaban de mi sufrimiento y no me daban elección. No podía entender como estaban todos en contra mía, eran personas a las que no había visto en mi vida y me estaban procesando antes de encontrarme culpable.

Aquella multitud me daba vértigo y me sentí a su merced. Una señora mayor y de aspecto respetable se atrevió a preguntarme:

-¿Oiga, qué es eso tan extraño que sobresale de su estómago?

Lo preguntó en un tono sutilmente acusatorio, disfrazado de benevolencia y con un toque de hipocresía. Señalaba con el dedo y se moría de ganas por tocarlo. Vi que su cara no estaba exenta de crueldad.

Me quedé tan desconcertado que no supe que responder y al final dije:

-Nada.

Mientras tanto, la cajera, que no me quitaba el ojo de encima continuaba inmóvil y parecía estar esperando a alguien. Mi intuición se estaba adelantando a los acontecimientos y me temí lo peor. Al sentirme atrapado e indefenso en aquella interminable cola sentí toda la fuerza de la soledad del reo ante el verdugo y noté un pinchazo en el pecho. Sentí que me iba a desmayar.

Me di cuenta de que estaba atrapado en una ratonera, pero no estaba dispuesto a darles algo que por entonces ya consideraba mío. No sabía si estaba durmiendo o soñando pero me aferré a mi trofeo y me prometí luchar hasta el final. No estaba dispuesto a someterme, una vez más, al caprichoso destino e iba a pelear por él. Me lo comería allí, delante de todos, si hacía falta, crudo.

Y fue justo en ese momento, cuando trataba de envalentonarme, cuando sentía el miedo y el frío en la nuca, que noté una mano fuerte y segura sobre mi hombro y me giré y le vi la cara.

Aquella mano fue como un golpe hidráulico de fuerza descomunal.

Fue sólo un segundo, pero sentí toda la fuerza de su mano y fue suficiente para tumbarme. En realidad ya hacía rato que estaba k.o. Solo hacía falta una palabra, o un suave empujón, para tumbarme como a un saco de patatas. Y me caí allí. Me cagé delante de todos, supongo que para deleite de aquella gente que asistían a un gran espectáculo y querían vivir en directo un final inesperado. Un final hecho a su medida.

Estoy seguro que aquella multitud me socorrió y trataron de reanimarme para aliviar su conciencia, como también estoy seguro que aquella señora, que tenía urgente necesidad de ponerme la mano en mi bulto se quedó satisfecha.

Tenía razón cuando pensaba que todo era cuestión de tiempo y que al final terminarían atrapándome, aunque aquellos intensos momentos me habían proporcionado grandes días de euforia. Creo que había merecido la pena.

Ahora, desde la cama de un hospital lo recordaba todo nítidamente. Me estaba riendo para mis adentros de la cantidad de veces que había salido indemne de aquella magnífica superficie comercial y de cómo había cambiado sardinas por salmonetes, mortadela por jabugo, carne picada por entrecots; todo lo que me había dado la gana, simplemente cambiando las etiquetas. Había sido tan fácil que incluso llegué a pensar que eran tontos o que me estaban grabado y me dejaban que actuara para su morboso deleite, hasta que un día decidieron que se había acabado la fiesta.

Me estaba descojonando, cuando la enfermera me devolvió a la realidad. Me comunicaba que tenía una visita. Ante mi sorpresa, se presentó el director del hipermercado y cortésmente se disculpó en nombre del guardia de seguridad que guiado por su exceso de celo me había confundido con otra persona sospechosa. Me dijo que el seguro correría con todos los gastos y se harían cargo de la indemnización, aunque en estos casos lo mejor era arreglarlo de forma privada y amistosa. Creí que lo más prudente era callar, sonreí y solamente le dije:

- De acuerdo.

Cuando se fue, entró el doctor y me dijo que todo había quedado en un susto y que mi corazón estaba fuerte como un roble. Simplemente había tenido una bajada de tensión debido al estrés, que de ahora en adelante debería de controlar. Podía irme. Le contesté que tenía razón con lo del estrés. Volví a sonreír.

-Tiene razón.

Al salir, cuando pasaba por delante del control de enfermería una voz me llamó. Me acerque y vi a la enfermera que estaba tomando café y entre risitas me dijo que tenía una cosa para mí: abrió la puerta de la nevera y entre natillas, yogurts y leche desnatada distinguí mi hermoso solomillo.

Lo recogí. Di las gracias y sonrojado salí apresuradamente.

El Autor de este relato fué Antoni , que lo escribió originalmente para la web https://www.relatoscortos.com/ver.php?ID=7298&cat=craneo (ahora offline)

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Cuando me desperté estaba en la cama en un hospital. Intenté recapitular, sin éxito, cómo había llegado hasta allí. Lo último que recordaba era aquella

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2021-05-22

 

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