EL BIBLIOTECARIO
Como cada 15 días desde los útimos 6 meses, ella entra con paso decidido. Va dejando tras de sí un perfume goloso y deseable. Camina con energía pero a la vez grácil, sinuosa y ondulante como una pantera. Él la mira de reojo desde detrás del mostrador. Tan sólo verla ya le provoca una humillante e incontenible erección que le vuelve loco. Pero no deja de seguirla con la mirada disimuladamente. Ella sabe que él la mira y se vuelve para mirarle un momento también. Él enrojece al máximo y nota que el sofoco le quita la respiración y aumenta la presión en sus pantalones. Pero ella no sonríe. Está inexpresiva, con un rostro impasible que cuadra muy bien con sus facciones aniñadas y aparentemente ingenuas. Sus ojos son brillantes y están llenos de fuego, sin embargo.
Se mete entre las estanterías y mira entre las interminables filas de libros. Se agacha, se acuclilla para llegar a los de más abajo, se alza, se pone de puntillas para volver a mirar arriba... Él espera el momento en que por accidente su falda se abra o se repliegue a destiempo para ver más allá. Pero ella no lo permite. Es una falda larga y amplia y constantmente la recoge y la alisa con una mano a cada movimiento. En realidad ella no le cae precisamente bien; por eso no puede entender su incómoda erección cada vez que la ve llegar. Ella...
Ella siempre está mucho rato examinando los libros y repasa una y otra vez los estantes; avanza un poco, retrocede, saca un libro, lee la contraportada y lo vuelve a dejar... A él eso le pone fuera de sí. ¿Acabará de una vez con esa tortura? Seguro que ella sabe lo que él sufre y por eso prolonga esos momentos hasta lo indecible. A medida que pasa el rato la tensión aumenta y aumenta. Él nota la sangre agolpándose en su rostro, ruborizado intensamente. Apenas puede cumplir bien con sus tareas y despacha deprisa a una usuaria que le ha venido a preguntar algo. Llega el momento inevitable en que reclaman su presencia en otro punto de la sala, y tiene que levantarse ocultando su humillante erección tras el carrito de los libros. Eso le fastidia hasta lo más hondo. Le fastidia porque odia verse en ese estado por culpa de alguien a quien odia, y le fastidia porque al tener que abandonar su puesto ya no la tiene a la vista, y odia perderla de vista. Ni él lo entiende, y eso le humilla doblemente.
Es la peor de todas las veces. Está a punto de huir a los servicios para aliviarse un poco por su cuenta, pero algo le retiene. Una especie de placer masoquista y exhibicionista le hace recorrer con parsimonia el trecho que va desde su mesa hasta el rincón donde es necesaria su presencia. No quiere reconocer ante sí mismo que en el fondo desea que ella le vea en ese estado, ese estado en que ella le ha colocado simplemente con su presencia. Le gustaría topar con ella de pronto y que ella abandonara su expresión imperturbable de esfinge para ruborizarse, indignarse, complacerse... lo que sea, pero algo. Porque esa inexpresividad de ella es lo que él adora y odia.
... Pero de pronto tiene un presentimiento y se vuelve mientras sigue caminando con el carrito de los libros. ¡Ella ha desaparecido! No, no, no. Él ha de atenderla en el mostrador cuando vaya a solicitar el préstamo de los libros. Él y sólo él ha de ver qué libros se lleva, sólo él puede saber que ella lo hace con algún sentido. Pero ella ha desaparecido. Y la erección, lejos de aflojar, se acrecienta con la excitación y la angustia. Afortunadamente la visión del director de la biblioteca es mucho más eficaz que un barril de bromuro.
La angustia inicial ha dejado paso a la irritación. Ella se ha ido, se ha ido sin que él lo advirtiera. Y para colmo la erección aún no aflojaba lo suficiente. Puntualmente, desde hacía 6 meses, cada dos semanas ella se presentaba, con el cabello arremolinado y las mejillas enrojecidas por sus rápidos andares. Se paseaba entre las estanterías, seleccionaba 2 o 3 libros y los llevaba al mostrador con una expresión enigmática que a él le sacaba de sus casillas. Le alteraba tanto, sin que pudiera hacer nada por evitarlo, que no le salían las palabras y sólo acertaba a decirlas con un hilo de voz que le parecía ridículo. Sobre todo, porque entonces ella se las hacía repetir y él creía adivinar una cruel y refinada satisfacción en ello. Se dibujaba entonces una leve sonrisa que a él le parecía perversa en ese rostro ingenuo y candoroso. No, ella no era una lolita. Ni él ni ella eran adolescentes, aunque a él le resultaba algo complicado intentar adivinar la edad de ella. Era joven, pero adulta. Madura, pero joven. ¿Veinticinco?¿Treinta? Imposible. Tampoco le importaba demasiado cuando llegaba el momento que él tanto ansiaba; el instante en que ella depositaría los libros elegidos en sus manos para que los desmagnetizase, con lo cual a veces se rozaban a veces sus dedos, y era en ese momento cuando él llegaba al paroxismo de su inquietud y excitación. Porque ella no se llevaba libros cualesquiera, y ver cada quincena cuáles habían sido los elegidos era lo que le calentaba en realidad.
Había empezado con la letra "A" y en la última ocasión ya iba por la "O", por "Las once mil vergas" de Apollinaire. Y le fastidiaba enormemente no haber visto cuál había sido el libro elegido. Porque después de saberlo, cada quince días, se iba a su casa lleno de sensaciones y en su habitación se abandonaba a ellas.
Una vez en su casa, recluido en su habitación, él se abandona a sus pasiones solitarias. Siempre que se masturba, con la otra mano sostiene ante su nariz un ejemplar pequeñito y forrado en piel del El Decamerón. Aspira profundamente su aroma mientras recuerda el día en que ella había cogido ese libro. Fue para él un día muy especial; fue la primera y la última vez (hasta la fecha) que ella le había sonreído abiertamente. O al menos eso le había parecido a él. Y había asociado esa cara sonrisa al gesto de ella de ponerle bajo las narices el libro al dárselo para que se lo anotase en el préstamo. En ese preciso instante él estaba aspirando y el olor a encuadernación de lujo le llenó los pulmones quitándole la respiración. No ha vuelto a oler a piel sin recordar ese instante, y ese olor le basta para empalmarse.
Sin embargo, ahora que ya ha descargado y está echado boca arriba sobre la cama mirando a la lámpara, recuerda más olores. Una vez, cuando estaba en el Instituto, estando de excursión con la clase, le prestó sus shorts a una amiga. Nunca se había atrevido a hablarle, ni a mirarle siquiera, pero él prefería considerarla amiga, a pesar de ello, porque le hacía sentirse especial. La excursión acabó en la playa, y algunos veteranos se habían llevado el bañador. Otros se bañaron en ropa interior sin demasiada vergüenza. Y Cristi, su deseada amiga, no había llevado bañador pero se moría por meterse en el agua con sus amigas. Así que inició un peregrinaje y una encuesta para ver quién podía dejarle alguna prenda con la que cubrirse en lugar del chándal que llevaba. Él llevaba unos shorts bajo el pantalón del chándal y sin darse cuenta de pronto se vio a si mismo desnudándose en los lavabos de un bar para dejarle los shorts, calentitos, a la chica que se los había pedido. Se la imaginó entonces y se la imagina aún perfectamente, desnudándose en el lavabo contiguo para ponérselos, calientes, suaves, cómodos...
Lo mejor fue cuando terminó la excursión y al regresar a casa ella le fue a decir que si no le importaba, se los devolvería otro día, limpios, secos, como era debido, porque "créeme que necesitan lavarse". Cristi desapareció durante un par de días; ni siquiera fue a clase y él desesperaba ya de volver a verla y de recuperar sus shorts, que desde el día de la excursión, tanto representaban para él. Cristi era un quinceañera con algunos problemas y a él le daba algo de pena.Era tan bonita y dulce...
Al tercer día reapareció, le tendió sus shorts con una sonrisa y regresó a su asiento. Él ha guardado desde entonces esos shorts en el armario, doblados y planchados y lavados sin habérselos vuelto a poner jamás. Aquella misma noche se metió en la cama con los pantaloncitos sobre la cara, aspirándolos intensamente. Le parecía distinguir, a pesar del lavado y de los años transcurridos, el olor de ella, de la entrepierna de ella, y cuanto más los olía, más fuerte le parecía el olor a ella, y ese olor le hacía saltar las lágrimas y le ponía dura la polla y le hacía tan infeliz que sólo se sentía mejor masturbándose frenéticamente. A los pocos días la buena de Cristi despareció definitivamente del Instituto, y él no volvió a saber nunca nada más de ella. Pero le quedó su olor íntimo recogido en unos shorts que él guardaba en una funda para que no se volatilizara su esencia. Aún hoy, cuando está deprimido o demasiado angustiado, revuelve en el armario buscando los shorts para ponérselos en la cara y abandonarse y abandonar su vida por unos instantes sumergido en ese olor reconfortante y placentero.
* * * * *
No sé por qué vengo aquí cada quince días. Quiero creer que es por aportar algo de emoción a mi vida, para salir de la rutina, o qué sé yo. La primera vez vine por puro agobio, y detectar la turbación que causé en el tímido bibliotecario me produjo un perverso gozo que he repetido desde entonces. Y vengo casi a escondidas, porque no quiero que A. se entere de mis incursiones. Las prohibiría. Y a él le permito castigarme de muchas maneras, pero no en esto. Esto es un asunto mío, sólo mío. Los asuntos de A. pertenecen a las cuatro paredes del apartamento donde vivo, donde vivo sola la mayor parte del tiempo y acompañada algunas veces, cuando a él se le antoja aparecer. Es curioso, llevamos... ¿tres? ¿cuatro años juntos? Bueno, más o menos un tiempo así. Y en todo este tiempo... Jamás he llegado a ver el rostro de la persona que me folla. Siempre me lo ha ocultado, y eso forma parte de nuestro contrato tácito. Confieso que al principio tenía mucha curiosidad, y no me conformaba con recorrer su cara y cuerpo con mis manos, ni con olerle, ni con notarle encima o debajo o detrás o delante. Le pedí algunas veces que me permitiera encender una luz, pero él castigaba siempre esa petición como una insurrección intolerable. Pronto me esforcé en olvidarme de ello y actualmente creo que me da absolutamente lo mismo.
No creo que sea un hombre feo, por lo que mis manos han podido percibir, pero ya me importa muy poco, o acaso nada. En realidad, he llegado a un punto en que sigo viviendo y sometiéndome a sus designios y todo me importa muy poco, empezando por mí misma. ¿Cómo puedo resistir vivir así? Pues olvidándome de todo, de mí lo primero. Porque mi vida no tiene ningún sentido y no tengo motivos para ser infeliz, pero tampoco feliz. No me siento orgullosa, pero al menos algunas noches hay alguien a mi lado para abrazarme e inundarme el vientre. Y eso es suficiente cuando no tienes nada más a lo que aferrarte en la vida.
Por eso a él se lo tolero todo; le permito hacer conmigo lo que detesto en otros cuando lo contemplo como espectadora. Me parece absurdo pero hace tiempo que dejé de hacerme preguntas y buscar respuestas.
La primera vez que salimos juntos acabé chupándole la polla en un cine. No me apetecía hacerlo, y menos en el cine, un cine normal y corriente, viendo una película normal y corriente. Pero él simplemente dio por hecho que yo iba a hacer lo que él me exigiera y no tuvo que repetirlo; su firmeza, aunque no me gustó, me gustó y no puedo explicar por qué. Y con esa obediencia le coloqué por encima de mí y le otorgué absoluta licencia sobre mi persona. Quizá entonces lo hice por obtener amor o por confianza, no tengo ni idea. Actualmente, lo hago por pura indiferencia. Después de esa salida al cine hubo otras situaciones.
Aquella primera cita fue extraña de principio a fin. A veces me da risa recordar cómo ocurrió todo. Fue la clásica cita a ciegas, pero literalmente, casi. Quedé con un perfecto desconocido en el interior de un cine a una hora determinada por él. Me dijo que comprara mi entrada y fuera a sentarme, sola, exactamente en el asiento número 5 empezando por el pasillo de las butacas del centro de la última fila. ¡Tuve que apuntármelo para poder seguir bien sus instrucciones! Añadió que aparecería cuando la película ya hubiese comenzado y se sentaría a mi lado, dándose a conocer. No lo dijo, ni entonces ni nunca después, pero para mí fue y es evidente que él ya estaba dentro cuando yo llegué, observando mi entrada y mi persona, calibrando si le interesaba lo suficiente o no, y que cuando se apagaron las luces sólo tuvo que cambiar de asiento para ir donde yo estaba.
Su voz me hechizó entonces y creo que en parte es lo que aún me tiene ligada a él. Era acariciadora, suave pero firme, con cuerpo pero armoniosa... Una voz que me hizo sentir burbujear la sangre, me puso la carne de gallina, me recorrió la columna de arriba abajo y me llenó de una especie de borrachera que me esforcé en disimular. Sin embargo, él sabía y sabe qué efectos causa en mí su voz y los aprovecha. Es un maestro en el arte de modularla para manipular a las personas.
Después de aquel encuentro, siguió otro en un parque, por la noche. A mí no me hacía mucha gracia, sabiendo el panorama que se suele presenciar en los parques por las noches, pero él insistió con esa voz tan embriagadora y sugerente a la vez que autoritaria, y haciendo acopio de valor fui puntual y le esperé paciente y aterida en la entrada, bajo una farola que tenía la bombilla rota. El silencio era mortal y la humedad me llegaba hasta los huesos, pero ni por un momento soñé en que él fuese a darme plantón. Sabía en mi interior que le había gustado en el cine, y que él no dejaría de venir.
Al cabo de diez minutos de esperarle, A. apareció. Le reconocí por la figura, aunque podría haber sido cualquier transeúnte y podría haber estado en un error al hacerle señas para que se acercara. Sin embargo, no era un transeúnte cualquiera, era A. y no se disculpó por el retraso. Con el tiempo aprendí que él no se disculpa jamás por nada, porque considera que se le ha de tomar tal cual, como es y como se manifiesta. Más de una vez me ha dicho que si no me gusta cómo es soy libre de marcharme, pero nunca me decido a irme. En esa ocasión...
* * * * *
Acabada la semana, el bibliotecario acude a la peluquería con mil preguntas bullendo en su cabeza, mezcladas con dolorosos sentimientos. Sentado en el lavacabezas, con la cabeza hacia atrás, cierra los ojos mientras le lavan el pelo. ¿A qué se dedicará ella? Podría ser una peluquera, una maravillosa peluquerita como la que ahora está frotándole el cuero cabelludo con tal arte que a él se le eriza todo el vello del cuerpo. Es una chica muy mona, muy sugerente, muy hábil con los dedos... Eso le parece importante en una mujer y le presta más atención. Es delgada, pero no anoréxica, y esbelta. Rubia, lleva el pelo recogido el pelo en dos moñitos graciosos en lo alto de cada lado de la cabeza. Es joven, pero no sabría decir cuántos años tiene. ¿Veinticuatro?¿Diecinueve? Imposible de adivinar. Él, con los ojos cerrados se concentra imaginando que esos dedos que acarician su cráneo y su pelo tan excitantemente son los de Ella. Una inspiración profunda le es necesaria porque de pronto se siente sin aliento. Ella sigue frotando, y aunque a él le encanta, le parece excesivo el rato que está dedicando a ello. Y no le parecería mal si no fuera porque está intentando inútilmente controlar una furiosa y despiadada erección que al menos queda camuflada bajo los pliegues de las batas y toallas con que le han envuelto para que no se moje ni se manche la ropa.
Qué preocupación más espantosa siente al ver que la chica, sin ninguna prisa, sigue parsimoniosamente paseando sus mágicos dedos por su cabeza, volviéndole loco de placer y disgusto, todo a la vez.¿Lo haría expresamente? Él empieza pensar que su priapismo no es normal, esas erecciones absurdas y repentinas que no bajan piense en lo que piense, por Dios, que no tiene quince años, que no es normal y será inevitable pasar una vergüenza espantosa cuando la chica dé por terminado el lavado y le haga levantarse, cambiar de asiento, acomodarse la bata... Ojalá no acabase nunca de lavarle la cabeza, y ojalá terminase de una vez esa tortura.
* * * * *
Sí, por qué. Lleva preguntándose eso desde hace 3 años. Tres años viviendo en ese apartamento. Tres años sometida voluntariamente a la voluntad y designios de un hombre cuyo rostro no ha visto. Tres años de resistencia dolorosa y gozosa. Ella sabe que esa vida, que le desagrada profundamente, es precisamente lo que la mantiene con vida, la que le da ánimo para seguir viviendo, no teniendo ningún motivo. No teniendo motivos de vivir, esa relación insana es un indiscutible motivo de supervivencia. Para ella es la única manera de experimentar algún sentimiento, de manifestar alguna emoción. Siente ira cuando él la golpea antes de penetrarla, y gratitud cuando la besa, odio cuando la desprecia y cariño cuando la acaricia... Sabe que si no fuera por esos momentos no podría ser capaz de experimentar ninguno de esos sentimientos ni de dar respuestas a ellos. Ante un desconocido obsceno y repulsivo enrojece como la colegiala que nunca ha dejado de parecer, pero ante Él grita e insulta si él la enfurece o la ofende, cuando no se sume en un profundo silencio indiferente que a él le calienta aún más. Entonces ella se deja follar con indolencia, impasible y despreciándole tanto que él, frenético de deseo e irritación mezclados, la abofetea sin que ella se conmueva lo más mínimo. Y cuando él ya ha descargado, ella, con voz fría y ausente, sólo le dice "¿ya has terminado?". Pero otras veces es dulce y complaciente y deja que él haga lo que le plazca y le suplica mimos y caricias que él, en venganza, le escatima. Eso le hace llorar y cuando llega el orgasmo sus lágrimas de tristeza y ansia se mezclan con las del placer.
Muchas noches espera en vano su llegada, porque él se reserva y administra sabiamente su presencia para que a ella le cause un síndrome de abstinencia que sólo él puede atajar. Se regodea viéndola desencajada tras días de ausencia y eso aumenta sus placeres. Y cuando se marcha, ella siempre, invariablemente, le lanza la misma amenaza: Un día entrarás y me encontrarás en la bañera con las venas abiertas. Y cuando reaparece, ella se le abraza en la oscuridad del apartamento, susurrándole avergonzada: Te he echado tanto de menos... Eres muy cruel conmigo.
En resumen, odiaba a A. pero no podía vivir sin él. Debía su vida a A., y él lo sabía. Se odiaba a sí misma por dejarse tocar y chupar y marcar y joder de esa manera, pero ésa era ahora su única vida. Y poco a poco él la va haciendo cada vez más suya... como cuando le muerde dejándole marcas azuladas en el cuello y los pechos, o cuando le cruza las nalgas con la vara, o como la última vez, en que le hizo jurar que permitiría que le anillase los labios vaginales. Y ella lo sabe, y si piensa en ello se entristece y por eso sale y frecuenta bibliotecas, pero también oscuros callejones donde da rienda suelta a sus frustraciones.
* * * * *
Lo que soy ya es una pura miseria humana. Estoy fatal, fatal, fatal, fatal. Y hace un mes que A. no se digna a aparecer. Paso muchos tiempos muertos esperándole inútilmente, y a la par maldiciéndole. Es curioso, con todo lo mal que me siento, no creo que pueda decir que le quiera, ni que le eche de menos, ni que esté deprimida. Pero, ¿acaso no es echarle de menos el estado en que he sumido el apartamento que me proporcionó? ¿Por qué, si no, iba a tenerlo todo por el suelo, ropa limpia mezclada con la sucia, todo revuelto, montañas de platos por lavar, el suelo lleno de borras de polvo, el descuido y la suciedad convertidos en reinos y señores de mi espacio, de mi vida, de mí misma?
Y sigo pensando que no es posible que le eche de menos. Quizá echo en falta el roce de sus labios en mi piel, o el susurro de su voz calentándome la oreja, o su verga, a la que me gustaba acariciar... Sí, creo que es eso: encuentro a faltar todas esas cosas, un montón de cosas, de detalles, pero a él no. Si no volviese jamás, ni me resentiría. Y sin embargo, voy por la calle como drogada, atontada, lejana y ajena al mundo, fuera de mí, caminando como una zombie. Hace mucho que no hago ciertas cosas. Y su ausencia de un mes, o quizá sea ya de un mes y medio, qué coño importa ahora, pues su ausencia me quema por dentro y me mata quedarme aquí encerrada. Me mata me mata me mata me mata... Me trae recuerdos que debería olvidar, me quita toda ilusión y toda energía.
Actualmente ni ilusiones tengo. Si mi vida terminase mañana, no me importaría en absoluto. De hecho, si caí en los brazos de A. fue seguramente por eso. Hubo un tiempo en que sentía ilusión de vivir, y fui feliz e ingenua. Hubo un tiempo en que tomaba el tren y miraba golosamente a los jóvenes viajeros. Hubo un día en que fui capaz de embrujar a uno y me sentí una maga. Hacía mucho calor al sol, en un andén donde no había una maldita sombra donde guarecerse. Me fijé en un muchacho con pinta de estudiante, que tendría mi misma edad, unos 23 años por aquel entonces. Era fino, alto, fuerte, guapo y se veía inteligente e interesante. Subí detrás de él al tren, y me senté frente a él en el único asiento libre que quedaba. Me propuse inconscientmente que me mirase, que me deseaase. No sabía si podría lograrlo, pero a la vez sabía que sí podría. En ningún momento le miré a la cara, a los ojos.
Mirábamos a través de la ventana. Yo empecé a acariciarme la muñeca, subiendo lentamente un trecho de mi brazo. Mi palma apenas rozaba mi piel, suave, lentamente, arriba.. abajo... arriba... abajo... Me humedecí los labios con la lengua, paseándola por su superficie con aparente distracción, pero discretamente. Por el rabillo del ojo vi que él se removía en el asiento levemente y que se ajustó con parsimonia el reloj para acto seguido frotarse el cuello a la altura de la nuez. Yo dejé de acariciarme el brazo y puse mi mano sobre mi muslo, dejándolo allí simplemente. Él también puso una mano sobre su muslo. Carraspeé un poco y me volví deliberadamente para mirarle un instante. Enrojeció al instante, viéndose sorprendido, pero enseguida se rehizo y entreabrió los labios fijando sus ojos en los míos un segundo para volver a desviar la mirada hacia la ventanilla.
Qué sensación. A partir de aquel instante el trayecto se convirtió en un dulce tortura, porque él me estaba desnudando con la mirada sin ningún recato y a medida que notaba sus ojos viajar de un lado a otro de mi anatomía era como si dejasen un rastro de piel quemada por allí por donde se detenían. No me atreví a volver a mirarle, porque estaba demasiado excitada e inquieta como para que pudiera hacerlo serenamente, pero a él eso parecía gustarle. Cuando se levantó de pronto yo también lo hice, aunque ésa no era mi parada. Bajé tras él como había subido, y él se dejó seguir.
Se dejó seguir, sí. Fui tras de él hasta que para mi sorpresa le vi dirigirse a una estación de metro y empezar a bajar las escaleras sin prisa. Me quedé dudando un momento, indecisa y sin saber qué pensar... Pero él se volvió y me lanzó una mirada rápida que no podía tener ningún otro significado; eso me acabó de decidir a remprender la marcha con el cuerpo incluso más ligero, al saberme invitada y no intrusa tolerada. Él bajaba tan parsimoniosamente que, sin proponérmelo, le alcancé antes de llegar abajo y él me detuvo echando la mano hacia atrás, rozándome el pubis levemente con la palma abierta. Se detuvo entonces, y yo tras él, y se puso a mirar escaleras arriba y luego al interior de la estación, oscura y sucia en contraste con el día soleado y cálido y brillante que nos había hecho encontrarnos. Yo también miré en su misma dirección, intrigada, hasta que me di cuenta de que quería asegurarse de que no había nadie cerca. De hecho, me di cuenta también entonces de que me había llevado a esa precisa estación a posta, ya que durante el rato en que caminamos desde que bajamos del tren pasamos de largo ya una estación sin que él se inmutara lo más mínimo. Él había planeado llevarme a esa estación porque era solitaria en general, sobre todo a aquella hora y entrando por esa entrada. Pensar en cómo él me había llevado a su terreno me puso toda la carne de gallina de excitación y curiosidad. Parecía un chico decidido y obstinado; ¿qué tendría en mente para llevarme hasta allí? Cuando entrábamos echó una última y rápida mirada al exterior y al interior y me habló por primera vez: -- Tendrá que ser algo rápido, ya ves. Le miré inquisitiva, sin comprender qué pretendía. ¿Follarme de pie ante las máquinas canceladoras? Al ver que yo no reaccionaba y que contenía el aliento comprendió y sin pronunciar palabra sacudió su cabeza levemente indicando un destartalado fotomatón que estaba en una esquina negra y polvorienta. También sin volver a hablar, me indicó con un gesto que le precediera y me dirigí a la máquina, sin estar muy convencida. Me volví un par de veces para asegurarme de que me seguía y de que no me había estado tomando el pelo, y le vi tan sereno e inexpresivo que creí que le había malinterpretado en sus intenciones conmigo. Sin embargo, no me engañaba a mí misma; ¿para qué otra cosa me hubiera llevado hasta allí? Korean Beauty
Descorrí la cortinilla y entré, y él conmigo, pegado a mi cuerpo. Dios, su cuerpo en contacto con el mío hizo saltar como un chispazo en mi interior. Le deseé dentro de mí, y enseguida. Él me sujetó con un abrazo contra él fuertemente mientras acababa de entrar y cerraba la cortinilla. Era un sitio muy estrecho, pero él estaba tan pegado a mí y me agarraba tan fuerte que éramos como uno solo. Me empezaba a faltar la respiración, en parte porque él me oprimía los pulmones, pero sobre todo porque estaba como loca de excitación. Sin soltarme, con la otra mano se bajó la cremallera.Lo noté en mis nalgas cuando sus dedos cogieron el tirador y su mano se deslizó hacia abajo. También noté sus nudillos contra mi carne cuando se desabrochó el botón con una sola mano. Con la otra, mientras, me agarró uno de los pechos por encima de la ropa y lo amasó un minuto para ir bajando hasta mi vientre, donde ejerció una presión mayor para apretarme más contra su cuerpo, para que se me clavara su erección en mis cuartos traseros. Uf... La mano libre se paseó por mis caderas y mis nalgas y empezó a subir la falda del vestido largo que llevaba. Cuando mis bragas quedaron al descubierto me las deslizó muslos abajo unos centímetros, de manera que empezara a verse el canalillo entre las dos nalgas. Creí que iba a metérmela en ese preciso instante, pero entonces él suspiró un segundo, me soltó y se sentó en el taburete con una espléndida erección ante mi vista, mirándome en silencio. Me tendió una mano mientras con la otra me agarraba por el culo. Me hizo abrir las piernas alrededor de las suyas y mientras estaba así de pie volvió a subirme el vestido y acabó de bajarme las bragas hasta medio muslo . Le rodeé el cuello con mis brazos tras haberme desabrochado el vestido. Me empezó a besar los pechos, que había hecho sobresalir del sujetador, y a chupar mis pezones, que estaban durísimos y muy sensibles. Mientras lo hacía, sus manos se aferraron a mis caderas y tiraron hacia abajo para que me sentara sobre su polla, que me rozaba los labios vaginales y me hacía arder por dentro. No me acababa de convencer su petición muda, porque nunca lo había hecho de esa manera, sentados. Yo siempre había sido muy tradicional, hasta ese día, y no me sentía muy inclinada a sentarme sobre él. Sin embargo, había ido con él al interior del fotomatón, ¿no?.
Con cuidado bajé sobre él, que seguía aferrado a mis caderas y chupando y besando mis pechos. Era una polla realmente durísima y tersa, grande y suave. Sin embargo, al empujar yo hacia ella con mi coño se desplazó y no entró.
Agárrala con la mano me susurró entre lamida y lamida, sin soltar mis caderas.
Lo hice. Con la mano derecha se la sujeté mientras con la izquierda me abría los labios y bajé un poco, empujando con suavidad. La punta entró, al principio con dificultad, pero él no se quejó y siguió besándome y chupando lo que se le antojaba. Seguí bajando, ayudada por él, que me sujetaba por las caderas, y bajando, y bajando, hasta que me pude sentar sobre sus piernas por completo. Me sentía absolutamente llena de él y me dolían las ingles, ya que mis piernas estaban abiertas al máximo para poder mantener el equilibrio. Él me las cerró alrededor de las suyas y se asentó en mi interior colocándome mejor, manejándome como una muñeca al afianzarse en mi coño con las manos en mi culo.
¿Nunca lo has hecho así? me preguntó, y sin esperar respuesta, leyéndola en mi cuerpo inmóvil, continuó: no es muy distinto de las demás maneras de hacerlo, mujer, muévete un poco, ya verás cómo te sale por sí solo... Anda...
Me agarró del pelo y me besó con energía mientras yo empezaba a moverme un poco, algo insegura de hacerlo bien. Él se rio de buena gana, haciéndome temblar todo el cuerpo por dentro y por fuera, porque eso le hacía moverse en mi interior, y exclamó:
¡Mujer, ponle algo de brío!Mira, muévete lento si quieres, pero sin pararte, ¿de acuerdo?
Comprendí entonces que mi inseguridad era infundada y empecé a ondular sobre su cuerpo a la vez que me alzaba sobre un trecho de su miembro para volver a engullirlo lentamente. Ver en su cara que le gustaba me animó a aumentar el ritmo y la velocidad. Hasta ese momento mi única experiencia sexual había sido siempre tumbada en una cama boca arriba e inmovilizada por el peso de un chico de casi dos metros y más de noventa quilos, que era quien se movía siempre.
Pronto le cogí el truco y su polla se deslizaba cada vez más deprisa dentro y fuera de mí al alzarme y bajar sobre ella. Me aguantaba apoyándome en sus hombros y él me acompañaba sujetándome por las nalgas. Él se movía también dando golpes de cadera, cada vez más bruscos y rápidos. Yo creía que me volvía loca loca loca... Él empezó a dar golpes aún más deprisa a la par que me obligaba con sus fuertes manos a moverme en círculos alrededor de su miembro cada vez que entraba y salía de mí, y así estuvimos, fuera de todo control, moviéndonos frenéticamente unos minutos, hasta que él se corrió espléndidamente, reprimiendo un grito que hubiera retumbado en las cavidades del la estación y que acabó siendo un gruñido la mar de excitante... Yo seguí moviéndome ansiosa por obtener también mi premio, aprovechando que él aún estaba bastante consistente dentro de mí y que esa postura facilitaba el rozamiento de mi clítoris contra su cuerpo a modo de masturbación, que fue lo que acabó por proporcionarme un orgasmo bestial y que acompañé con un gemido sostenido y grave mientras él me estaba besando el cuello. Ufff...
Gimes como las gatas en celo... Eso ha estado muy bien... Me susurró mientras le desmontaba lentamente para que viera cómo salía su polla, ya menos esplendorosa y brillando de semen y mis secreciones, que chorreaban entre mis piernas. Le ofrecí un kleenex para secarse y yo tomé otro con el que me sequé la entrepierna y con el que me taponé la vagina para que absorbiera todos los fluidos que escapaban de ella. Él ya se había limpiado y se estaba abrochando de nuevo el pantalón cuando oímos voces alborotadas y agudas. Asomó la nariz al exterior y me comunicó que parecía haber una salida escolar, porque iban entrando niños que se iban agrupando en el vestíbulo mientras unos monitores o maestros entraban y salían para ir recogiendo a los rezagados.
Me sabe muy mal, gatita, me dijo, mirándome fijamente pero creo que me marcho ya. Me hubiera gustado haber hablado un poco contigo ahora, tranquilamente, pero... Con esos niños ahí creo que mejor me voy o nos van a descubrir aquí juntos y no me apetece dar explicaciones a ningún maestrillo...
Yo estaba aún absorbiendo lo que mi vagina contenía cuando él se inclinó a besarme el pelo y salió con cuidado de que la cortina no revolotease. Me subí las bragas y me senté en el taburete ajustable, pensativa. Qué lástima no haber tenido tiempo de intercambiar teléfonos al menos, porque había estado muy bien. Lástima, lástima. Pensé que quizá volviese a verle al ir a tomar el tren, pero la realidad es que no he vuelto a verle desde entonces, y ya hace... ¿cinco?¿seis? años... La verdad es que no he vuelto a sentirme así con nadie nunca, ni antes ni después. Sólo ahora, precisamente ahora, se me ocurre echarle de menos y pensar que era un muchacho maravilloso y muy habilidoso. ¿No estoy mal de la cabeza, añorándole ahora y no entonces? Porque entonces, a lo sumo que llegué fue a pensar: Qué lástima. Y ya está.
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Al fin y al cabo, la mala vida que le dio su amor por Jean no fue muy distinta de esta vida actual, en que tampoco puede estar siempre que lo desea o necesita con A., al que tampoco puede localizar en ningún teléfono y del que sólo posee su e-mail. Tanto al uno como al otro les esperaba en vano a menudo, y tanto al uno como al otro les escribía largos y desesperados e-mails que nunca obtenían una respuesta piadosa, al menos. Y tanto del uno como del otro se cansó lo suficiente como para un buen día hartarse y decidir no volver a escribirles más para limitarse a alegrarse si les veía, o si recibía algún signo de vida de ellos. Pero ni su enfado ni su alegría eran demasiado extremos, ni aparentes, y se acomodó en la indiferencia como estilo de vida, sin darse cuenta de cuánto se perjudicaba a sí misma y de cuántas cosas tendría a su alcance si se determinaba a cortar relaciones tan enfermizas, pero para ella tan necesarias.
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Ella asume que a él le produce placer torturarla de esa forma, y muy en el fondo, por detrás de esa indiferencia que se ha esforzado en cultivar, se siente dolida, sola, desesperada. De modo que para distraerse va a la biblioteca con relativa frecuencia, siempre que le es posible. Un día, más desesperada que de costumbre, se presenta en ella arrebolada, a causa de su precipitación al encaminarse hacia allí y con lo primero con que topan sus ojos al entrar en la sala es la mirada del bibliotecario. Por primera vez le resulta insostenible, y enrojece violentamente.
Un pensamiento cruza raudo por su mente. Nunca ha visto el rostro de A. con luz, y los pocos rasgos que podía distinguirle a oscurlas podrían ser los de cualquier hombre medianamente atractivo, o cuando menos no repulsivo. La estructura de su cuerpo también podría ser la de cualquiera. Por ejemplo, la del bibliotecario mismo. ¿Y si...? ¿Acaso no notaba ella cómo la observaba él detenidamente desde que entraba hasta que salía? ¿Acaso no parecía siempre a punto de hablarle para luego permanecer mudo? ¿Acaso no eran sus manos como las manos del hombre que la acariciaba por las noches? Se fijó en un anillo que el Bibliotecario llevaba en la mano derecha. Ella hubiera jurado que alguna vez le había visto un anillo parecido a A. Se hizo el propósito de fijarse bien la próxima vez que él fuera a visitarla.
Pasó un mes más antes de que él volviera a aparecer y le pareció muy curioso, porque ese espacio de tiempo coincidía con unos días en que no había visto al Bibliotecario al ir a la biblioteca. Después de ese período, él volvía a estar tras su mostrador, como siempre hasta entonces.
Un día, al salir ella de la biblioteca, él, abandonando sus labores, la siguió inopinadamente, fuera de sí, como presa de un impulso que tirara de él. La vio tomar una calle, caminar un rato, tomar otra calle, detenerse en un portal, sacar unas llaves y abrir la puerta. Ella entró y él corrió a sujetar discretamente la puerta para que no se le cerrara, ocultándose tras un gran macetón. Mientras esperaba que ella subiera al ascensor, que tardaba en llegar a la planta baja, pasó por su mente un penoso episodio de su vida que había querido borrar siempre, sin éxito, de su memoria.
Cuando acababa de entrar en la Facultad, joven, tímido y abrumado ante tantas chicas (la proporción era de 30 chicas por cada chico), se sintió enseguida atraído por una compañera que a él le parecía excepcional, perfecta. Era bonita, brillante, inteligente, amigable, y absolutamente DESEABLE. Destacaba entre las otras chicas, todas ellas bastante anodinas y "normales". Mireia parecía de todo menos "normal", y que quisiera hablarle le parecía el colmo, algo aobsolutamente increíble, tratándose de él. Pero así era. Ella buscaba su compañía, hacían deberes juntos, se pasaban apuntes y bibliografía, se sentaban siempre juntos en clase...
Él siempre se encendía cuando ella se sentaba junto a él en la cafetería de la Facultad, hablando de esto y aquello. él hubiera jurado que no era por casualidad que la pierna de ella rozaba la de él en ocasiones... ni tampoco que sus manos rozaran las suyas con cualquier excusa, ya se tratase de pasarle el azúcar o entregarle un libro prestado. Él se notaba morir a menudo, víctima de una angustia asfixiante a la que no sabía cómo poner fin. Externamente, había logrado cultivar una apariencia fría y serena tras la que parapetar su gran inquietud.
Un día se decidió a dar EL GRAN PASO HACIA LA FELICIDAD (tal como él suponía que era o debía de ser la felicidad). Acababan de sentarse a tomar un café mientras comparaban apuntes, tal como tenían por costumbre. La miró fijamente unos segundos mientras ella estaba inclinada rebuscando en su carpeta y, carraspeando un poco, le dijo con voz clara: "Me gustaría decirte algo". Ella levantó la rubia cabeza, sonriendo como siempre hacía, encantadora. Esperó a que él hablara, pero no le salieron las palabras. A él le pareció aún más bella que nunca, y su gesto natural de subirse un tirante del sujetador le pareció una insinuación velada. Eso le dio ánimos para seguir, Frío, sereno, con voz también fría y serena, le dijo de corrido: "Pues sabes, Mireia, eres una chica genial. Me caes fantásticamente, nunca había conocido una chica como tú... Quiero decir que eres supersimpática, una persona muy agradable, y eso me gusta mucho..."
Pensó que con eso ya estaba todo dicho y esperó que ella comprendiera, reaccionara, se le echara al cuello quizá (vana esperanza esta última). Ella se echó a reír, con una risa encantadora, todo hay que decirlo, pero a él le sentó como una pedrada en la boca del estómago. Exclamó, con los ojos brillantes y el pelo cayéndole a mechones por la cara: "¡Pero si eso ya lo sé, hombre, si no te cayera bien no haríamos todo lo que hacemos juntos, ¿no? No necesitabas decírmelo, pero ya que lo has hecho, yo también te diré lo mismo. eres un chico la mar de majo y de simpático, claro... ¿por qué iba a pensar lo contrario?..."
¡Ella no había comprendido nada, ni tampoco qué intenciones le habían lllevado a decirle lo que le había dicho! Ahora, restrospectivamente, él se siente estúpido, muy estúpido. Debió haberle dicho claramente: "Mireia, me atraes y quiero que salgas conmigo" y dejarse de sutilezas. ¿O quizá hubiera sido demasiado agresivo? En todo caso, decir esa clase de cosas a una chica requiere otra disposición personal, y no la que tenía él entonces. Valiente gilipollas, ¿cómo iba la chica a captar sus intenciones si se lo decía tan frío y sereno como si estuviera leyéndole la lista de la compra? Bonita primera y única ocasión desaprovechada... porque ya no pudo volver a Mireia de la misma manera e incluso se le hizo fastidiosa, y se alegró bastante cuando ella empezó a salir con otro chico y empezó a pasar
menos tiempo en su compañía. Ni siquiera le alegraba la vista ni el cuerpo como antes verla caminar paseando su maravilloso escote, blanco, profundo, suave, tierno, por los pasillos.
* * * * *
Fue precisamente la marcha de mi querido Jean la que detonó e hizo saltar por los aires mi vida. Fue eso y no otra cosa lo que me hizo cambiar y ser otra persona. La persona que era yo antes, cuando era feliz esperando ingenuamente e-mails de Jean, no habría aceptado una cieta a ciegas, y menos en dentro de un cine, y menos para acabar chupando la polla de un desconocido. A la persona que era yo antes le importaba todo demasiado y a la persona que soy yo ahora no le importa nada. Ni siquiera me importa mucho ahora que él me abandonara. Pero en aquel momento... Quise morirme, y hacerlo de una manera horrible para que tuviera de qué arrepentirse, él que nunca se arrepentía de nada. Eso fue lo que me quitó la idea del sucidio de la mente: ¿para qué suicidarse si él ni iba a enterarse, estando sabe Dios dónde? Pero a pesar de todo, aunque diga que no me importa nada, no es cierto. Cuando le recuerdo ya no le amo sino que le odio profundamente.
Pasé una adolescencia espantosa, llena de sentimientos de culpabilidad mientras él lo tomaba todo con la mayor tranquilidad. Igual que, mucho después, tranquilamente se fue a Estados Unidos, a Los Ángeles, dejándome sola y frágil. Igual de tranquilamente no se dignó a llamarme, ni escribirme, en varios meses que pasé llena de ansiedad. Cuando regresó lo hizo para comunicar que se trasladaba otros seis meses allí para estudiar y trabajar y prometió mandarme sus novedades por e-mail, visto que era tan vago para escribir una carta convencional. Yo le escribía varios e-mails al mes y él uno en 3 meses. Cuando volvía a pasar unos días aquí yo me enteraba después, cuando ya se había ido otra vez. Y si alguna vez se dignó a venir a verme como sorpresa, tonta de mí le recibía feliz y con los brazos abiertos, para acabar teniendo sexo del mejor y más desinhibido. Cuando después de una de esas ocasiones descubrí que estaba embarazada, no pude hablarle de ello hasta pasados 4 meses. Me había decidido a llevar adelante el embarazo pese a los riesgos, pero él ni compartía ni dejaba de compartir la ilusión ni la responsabilidad. Simplemente estaba "missing", que es lo que siempre me acababa diciendo Matthew, su compañero de piso, cuando le llamaba por teléfono (después de meses de trabajo e insistencia logré que me diera un teléfono de contacto). Fui al médico sola, me hice las pruebas sola, lo decidí sola porque estaba sola pero le quería. Y me daba lo mismo todo lo que no fuéramos nosotros. Mientras transcurría el embarazo planeé que vendría a vivir conmigo como si fuera mi marido, ya que en donde yo vivía no nos conocían y no tenían por qué saber que éramos hermanos. Sin embargo... nunca ha regresado. Y cuando le escribí, medio indignada medio hundida porque un accidente me causó un aborto bastante traumático, me respondió enseguida, cosa rara en él, como si nada, comentando que había decidido iniciar una relación con Matthew. Hubiera querido escupirle, pero me limité a no volver a escribirle. Y todo dejó de tener sentido para mí y sólo quería que los días fueran pasando y punto.
*
Sólo ahora me doy cuenta de lo poco que me quiso y de lo poco que materialicé mi amor por él. Y también es ahora cuando comprendo por qué él nunca pudo quererme. Me quiso como una hermana y no como a una mujer. Me hizo el amor como a una hermana, y no como a una mujer a la que amase. Él no podía amarme porque no podía amar a ninguna mujer, pero él mismo no lo supo hasta mucho tiempo después, cuando se hartó de que Matthew le recriminase cariñosamente su poco cariño hacia mí, su hermana. Matthew no sabía lo nuestro, por supuesto. Mi hermano siempre le ocultó casi todo acerca de su vida, con gran sorpresa de mi parte. Descubrí un Jean que no conocía, un Jean que era imaginativo y cariñoso en el sexo y muy discreto, reservadísimo con su vida privada, e incluso con la no tan privada. Ahora veo el por qué de sus silencios, de sus negativas a llamarme, a escribirme. Pensó que era una intromisión insoportable en su vida. De pronto, cambió y necesitó ser absolutamente libre, y si cualquier cosa, cualquier detalle, le hacía sospechar que alguien pretendía controlar su vida, entonces se cerraba en banda y se convertía en frío mármol. Por eso, cuanto más le echaba en falta yo, menos me correspondía él. No quería saber nada de mí si eso implicaba la supuesta pérdida de su libertad. La verdad es que, entonces y ahora, me daba la triste impresión de que se comportaba como un niño que huye de sus responsabilidades con malos disimulos. Jean es dos años mayor que yo, pero cuanto mayor se hacía, más niño me parecía. El Jean del que me enamoré, un Jean de 17 años, era un Jean sensato, responsable, maduro, reflexivo y sobre todo sereno. Sabía en todo momento lo que tenía que hacer, no perdía la calma, transmitía esa sensación de seguridad que dan algunas personas mayores a los niños de "tenerlo todo bajo control". Sin embargo, eso mismo le hacía ser muy poco imaginativo y un tanto rígido de pensamiento, al contrario que yo. Y se traslucía en el sexo. Hacer el amor con él era agradable, y él era muy cariñoso, pero nunca me proporcionaba la explosión de placer ni toda la voluptuosidad que siempre esperé en vano. Por mucho que lo intenté, no conseguí que cambiara de costumbres, de posición, de técnica. No veía ninguna necesidad de ello, y si me quejaba me preguntaba. "¿Pero tú me quieres?". Jean tenía ese defecto, ese egoísmo frustrante, que siguió teniendo después, incluso cuando cambió tanto que ya no le reconocía. Pero yo le quería demasiado como para quejarme, y me conformaba porque de hecho lo único que me interesaba era poder estar junto a él, dormir abrazada a su cuerpo joven y fuerte y olerle durante toda la noche.
La primera vez que hicimos el amor fue al día siguiente de cumplir yo los 15 años. Era domingo y habíamos ido a la playa con nuestra familia. Él nunca venía a la playa porque se sentía demasiado mayor como para ir en familia a ningún lado, pero ese día hizo una excepción porque se lo supliqué como regalo de cumpleaños. Accedió, y durante el trayecto estaba tan emocionada y agradecida que no pronuncié ni una sola palabra. Él dormitaba a mi lado, en el asiento trasero del coche que conducía mi padre.
En la playa, le reté a una carrera nadando, sabiendo que a él le interesaría, porque el ejercicio y el deporte le gustaban. Me lancé al mar y él me vino detrás, dando largas y fuertes brazadas. Yo, cansada, me detuve a esperar que me alcanzara, lo que sucedió de inmediato. Pero cuando me giré, me vi sola en el agua. Unas manos me agarraron de los tobillos y me hundí agitando los brazos, sorprendida. Me enfadé, y cuando pude volver a la superficie de nuevo me puse a nadar con energía de vuelta a la playa. Él me alcanzó, divertido, riéndose de mi expresión enfurruñada, y me retuvo cogiéndome el brazo. Me debatí inútilmente para que me soltara, y cuanto más me agitaba, más se reía él. Al final, cansado del juego, me soltó después de arrancarme la parte superior del bikini. Mis pechos, descubiertos, se veían de un blanco lechoso y flotaban en el agua. Eso le hizo gracia y empezó a sopesarlos, dentro y fuera del agua, para ver si pesaban mucho o poco. Sin darse cuenta de lo que hacía, me los besó y chupó, comentando el buen sabor que les daba el agua salada. Yo, empujada contra él por el oleaje, que empezaba a ser más fuerte, pude notar su erección. Me asusté y recordé que en la playa nuestros padres podían estar viendo algo raro en nuestro comportamiento, y le dije que debíamos regresar. Accedió, pero cuando salimos del agua su erección persistía, aunque atenuada. Yo misma me empecé a sentir tremendamente excitada, y lo único que se me ocurrió fue abrazarme a él y no soltarle en todo el trayecto de regreso a casa.
Esa noche, a medianoche, me levanté sin hacer ruido y me metí en su habitación. Dormía, o eso me parecía, y me metí en su cama para volver a notar su calor. Él, sin pronunciar palabra, se incorporó de pronto y, agarrándome con fuerza, me colocó bajo él, me besó, me acarició, me chupó, y yo se lo permití porque seguramente era lo que esperaba de él. Y con brutalidad me abrió las piernas, me subió el camisón, me arrancó las bragas. Ahora, recordando, creo que fue prácticamente una violación, pero entonces yo no lo vi de esa forma.
Yo me dejé hacer porque le quería y él se introdujo en mi cuerpo en silencio, haciéndome daño, sin demasiada consideración ni preliminares. Después me pregunté, con esa ingenuidad de la edad, si seguiría siendo o no virgen, porque no parecía haber sangrado, a pesar del dolor que sentí, que tampoco fue tanto como hubiera esperado. Volví a mi cama, y por la mañana vi una gota de sangre seca, sólo eso, en el camisón.
El Autor de este relato fué Facile , que lo escribió originalmente para la web https://www.relatoscortos.com/ver.php?ID=6844 (ahora offline)
Relatos cortos eroticos Hetero El bibliotecario
Como cada 15 días desde los útimos 6 meses, ella entra con paso decidido. Va dejando tras de sí un perfume goloso y deseable. Camina con energía pero a la
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2025-01-29

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