SHEREKÁN
En cuanto se enteró de que el Gran Maestro reclamaba su presencia, no dudó un solo instante en recoger lo poco que por aquél entonces tenía y disponerse para el viaje. Para llegar al Monasterio, allá en las cordilleras nepalesas, había tenido que tomar trenes, barcos, carruajes, y la última ascensión tuvo que hacerla a pie, no se podía llegar de ninguna otra manera. Pero no importaba. Porque había sido llamado.
Cuando desde la falda de aquel monte vio la inmensa majestuosidad del lugar, pensó que cuantas penalidades sufrió habían valido la pena. La vegetación crecía grandiosa pese a la altitud a la que se encontraba. Nunca había estado en parajes similares. Verdes colinas se alzaban ante él, todas indecentemente salvajes y alegres, frescas y maravillosas. Y a cada paso, a cada metro avanzado, una zona aún más bella que la anterior le estaba esperando.
Necesitó contratar a dos sherpas para que le acompañaran a lo alto de aquel verde monte. Comenzaron la ascensión en cuanto amaneció, no sin problemas, pero con paso firme y decidido, hasta la cumbre. Si desde abajo aquel fastuoso monumento parecía grandioso, la impresión desde la cima era mucho mayor. Se sintió diminuto ante aquella colosal construcción, perdida entre cielo y tierra, desconocida para los demás e incluso para él mismo. Un lugar celestial construido por caprichosos dioses que negaron a las personas el saber de su existencia.
Varios sirvientes les recibieron con reverencias y palabras en extraño idioma que jamás oyó pronunciar. Y le llamaron Sherekán: el más puro. Cargaron su equipaje, no más que unos bultos habían sobrevivido, y le condujeron a una pequeña sala donde pudo comer y refrescarse antes del encuentro. Allí, con apetito canino, devoró los frutos más dulces que jamás había probado, se dio un baño en las aguas termales y se vistió con aquellos ropajes grises que para él habían traído. Entonces pensó que podría vivir así eternamente. Sí, aquél era un lugar en el que descansar toda una vida. Por el resto de la eternidad.
Bien entrada la noche fue conducido al interior del Monasterio. La sala, por llamarla de alguna forma, pues las dimensiones eran exorbitadas como para denominarla por cualquier palabra al uso, brillaba con luz propia. Era, como él mismo me describió más tarde, circular por el extremo opuesto al que se encontraba, para ir transformándose en una especie de trapecio en el lateral opuesto. El techo era en realidad una cúpula al estilo de las catedrales europeas del renacimiento, pero en lugar de frescos había inmensas telas de vivos colores decorándolo. De éste partían infinitas columnas, tan magníficas y enormes que no se apreciaba bien dónde comenzaban las mismas y dónde terminaba la cúpula. Estaban recubiertas en pedrería y metales preciosos, y la poca luz que a aquellas horas entraba por la puerta que para él se había abierto, golpeaba el interior de tal forma que miles de destellos recorrían a sus anchas el monasterio. Tanta luz recibió en un instante que incluso tuvo que cerrar los ojos, deslumbrado por el coloso que ante sí tenía.
Cuando volvió a abrirlos, notó como poco a poco la claridad se diluía. Las hojas a su espalda se iban cerrando, lentamente, empujada cada una por tres lacayos. Y sólo cuando llegaron a juntarse, fue que pudo contemplar aquel majestuoso gigante en todo su esplendor. El suelo era un espejo que su imagen reflejaba. Levantó la vista y en la lejanía pudo ver a la comitiva que esperaba. Catorce monjes, cada uno de ellos con los ojos cerrados y las palmas unidas, se sentaban sobre sus propias piernas dobladas por las rodillas. Con sus vestimentas naranja y las cabezas rapadas formaban un semicírculo, en el centro del cual se encontraba el Supremo, que en la misma posición, mirábale impenitente. Sonó un gong y los monjes se levantaron para colocarse detrás del primero de ellos.
Caminó con sigilo y precaución hasta donde se hallaban, hasta que uno le hizo gesto de que se sentara. Entonces el Gran Maestro comenzó a hablar:
- Debo agradecerte hermano mío, que hayas acudido tan presto a nuestra llamada, mas no esperábamos cosa distinta de ti. Te estarás preguntando el por qué de esta visita. Bien, trataré de explicártelo. Es el nuestro un pueblo diseminado por la tierra, perdido entre culturas ajenas, dedicado por siempre a la meditación impenitente y a la búsqueda de la verdad. No nos preocupa la vida terrenal, sólo imagen del tentador para desviarnos del camino correcto. Ese es el cometido de nuestra vida. Ese, y el de dar a conocer a todo el mundo el verdadero mensaje que el Creador nos ordenó divulgar: que el día en que el infierno se abrirá está cerca, y que las oportunidades para mantenerlo cerrado se acaban.
- Por eso estás aquí. Hemos buscado durante años al ser que reúna las condiciones necesarias para contar al mundo la verdad que hasta ahora ha ignorado. Y después de largo tiempo de búsqueda, cuando nuestras fuerzas flaqueaban le encontramos. Eres tú. Sherekán. El hombre más puro del mundo.
- Según las antiguas escrituras, el elegido nació al otro lado del gran lago, el día en que la Luna y el Sol estuvieron alineados, en un año bisiesto, a las doce de la noche. Como tú. El profeta nos hizo saber que sería el elegido quien difundiera entre los hombres su palabra y quien lograra definitivamente que el planeta se plegara a su voluntad.
- Para poder realizar tu misión debes primero demostrar que eres en verdad quien dices ser. Por eso deberás vencer al dragón rojo que vive en la Cueva del Olvido, de la que humano alguno ha conseguido salir. Sólo cuando le mates el mundo se encontrará libre de amenaza. Para encontrar dicha cueva sólo tendrás tu instinto. Nada se te permitirá portar contigo. Ni armas, ni ropaje, ni comida alguna llevarás. Debes irte puro de este lugar porque sólo así conseguirás derrotarle. Habrás de cruzar las Montañas de la Locura en territorio de los Mongoles, nuestros crueles enemigos, bordear el río sagrado de Manuff hasta su desembocadura, y serpentear por los estrechos caminos que de él surgen y que conducen hasta la cueva. Cuando te encuentres ante su puerta, recuerda que debes recitar el conjuro de Kamir-Lhan, ese que te debe ser revelado por una piedra del sendero. Y cuando te encuentres frente al dragón, cuida mucho de mirarle, te embrujaría al instante. Deberás entrar ciego por completo, tu corazón será tu guía.
- Te espera un trayecto duro, hermano, sin duda el más duro de los que has realizado, pero tu regreso significará la salvación de la humanidad. Y te sentirás dichoso. La misión sería imposible para otro cualquiera. Pero tú eres el elegido y nuestra fuerza te acompañará. Sherekán. El hombre más puro del mundo.
El profeta calló. Su mirada se fijó en nuestro hombre. Los demás monjes giraron también sus cabezas hasta hacer coincidir en él toda la fuerza de la que fueron capaces.
El mortal, convertido ahora en ídolo, se levantó lentamente con el rostro compungido por la responsabilidad. Sin embargo, no tenía miedo, ahora sabía cuál era la motivación que marcaría sus pasos y la fuerza que le ayudaría en los momentos de debilidad. Con la mirada despierta, y sin apenas parpadear, fue recorriendo las caras de aquellos monjes, comenzando por los que estaban en los extremos para terminar en los del centro. Cuando encontró las fuerzas necesarias para hablar, miró al Maestro y esto fue lo que dijo:
- Ni lo sueñe.
Y se fue por donde había venido.
El Autor de este relato fué Lhde abel , que lo escribió originalmente para la web https://www.relatoscortos.com/ver.php?ID=1305 (ahora offline)
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2024-10-28
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