Relatos cortos ficcion Ciencia Ficción Un nuevo amanecer

 

 

 

A NEW DAWN ©

Copyright 1998, David P. Genèse -

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1

El sol del atardecer se dibujaba en la línea del horizonte del cielo con el mar, reflejándose en los cristales cromáticos de los edificios de fría estructura, adquiriendo estos una tonalidad bellamente rosada.

 

Algunas luces nacían en el extremo más alejado de la ciudad, parpadeando a consecuencia de las nubes de polución casi tóxica, que navegaban en el aire lo mismo que la peste deambulaba en antiguos poblados.

El cielo era gris ceniza, semejante al ánimo oculto en lo más profundo de los sentimientos de una sociedad inhumana, insensibilizada ante la desgracia del resto de los semejantes y de los demás seres vivos.

El caos y la destrucción del sentido y orden natural de las cosas, volaba en forma de pequeñas naves con psicodélicas luces de posición entre los edificios de la ciudad, que hacían un laberinto del que a la claustrofobia le sería muy difícil de escapar.

Futuro de nuestras vidas y nuestros sentimientos. Futuro profetizado y manejado por nuestras propias manos y actos.

Y en aquel teatro de la vida de locura abismal, de tecnología inútil y casi obscena, él estaba en aquella habitación iluminada por la luz del neón, postrado en una cama de sábanas tan blancas, que casi le dañaba la retina de sus ojos, mientras contemplaba aquel escenario casi apocalíptico a través del gran ventanal.

Se podía pensar que era insultante, una blasfemia. Yacer allí usando una cama que quizás no mereciese, mientras la sociedad se movía lo mismo que la sangre impulsada por un corazón desbocado, a un ritmo cada vez más y más rápido.

«¿A quién le importa y a quién le importo? No tengo a nadie, sólo esta maldita enfermedad que me carcome por dentro, lo mismo que una plaga de termitas sobre el árbol caído en lo más oculto y profundo del bosque», pensó.

Podía ser cáncer, SIDA, o cualquier otro delirio sin sentido y funesto del cuerpo humano en forma de enfermedad. Lo cierto es que era terminal: se acabó, kaputt, finito, el fin; c'est la vie.

El borrador del cosmos –quizás guiado por una mano divina, o quizás no– le eliminaría. No podría respirar más, no podría comer, reír, vivir; morir.

Se negaba a creerlo, porque debía de haber algo más, debería. Pero hasta entonces, tendría que seguir sufriendo, soportando la inutilidad y fracaso de su cuerpo que le arrastraba al abismo de un pozo sin fin, porque tanta técnica ya nada podía hacer por él.

Le parecía que ya nada tenía sentido, lógica. El mundo podía sucumbir, haber una hecatombe, una tercera guerra mundial. Porque a él sólo le importaban muy pocas cosas, y lo peor de todo es que esas pocas cosas ya no tenían solución.

 

Hubiese querido echar marcha atrás y vivir lo conocido más intensamente, aprovechando cada segundo como si fuese, el último de su vida.

Ahora que llegaba el final, y pese al sufrimiento día a día sobre todo psicológico, le hubiese gustado que los segundos se transformaran mágicamente en gotas de un grifo mal cerrado, gotas que se forman lentamente, y caen aún más despacio.

La enfermera apareció, casi de manera silenciosa, como queriendo pillarle desprevenido realizando alguna cosa que no debiera. Sólo se escuchó el roce de la bata contra la puerta, y el sonido de pies arrastrados, pero sólo débilmente.

Para ella debería ser un paciente más, un número y un nombre en un registro informático, un diagnóstico.

Le tocó el brazo con los impersonales guantes de látex. Hubiese querido notar el contacto de aquella piel con la suya, sólo para sentirse confortado, un simple gesto de humanidad. Pero la seguridad de ella era más importante que la tranquilidad de él.

–Dése la vuelta –dijo de manera escueta.

Ninguna sonrisa afloró en sus labios al pronunciar aquellas palabras. Tampoco quería que le besara, demonios, pero una simple sonrisa no debía de costar tanto.

Hizo lo que le pidió, muy lentamente, sintiendo cómo crujían sus articulaciones.

Ya no tenía fuerzas siquiera para ir al servicio, y los sedantes que le daban empeoraban aquel propósito.

Comenzó a limpiarle, y él naturalmente, volvió a ruborizarse. No llevaba la cuenta, pero debería de estar acostumbrado, debería. Era... vergonzoso.

Terminó.

–Dése la vuelta –repitió de manera mecánica. Y por si no le hubiese escuchado, por si también tuviese un diagnóstico añadido de sordera, le ayudó agarrándolo del hombro derecho lo mismo que el que tira de algo sin vida.

De nuevo se encontró con aquel rostro de ojos claros y nariz respingona. Era guapa, y eso hacía que se sintiese aún más avergonzado.

–¿Tiene sed? –preguntó mientras sostenía un vaso y una jarra transparente llena de agua, de agua tratada químicamente, porque ése era uno de nuestros castigos.

Tenía los labios resecos, el paladar agrietado y un ligero sabor ácido en la boca. Tenía sed, claro que la tenía, maldita sea.

Estaba tan cansado que pronunció un “sí” ininteligible y susurrante, que a sus oídos sonó como el grito de Jesús en la cruz cuando preguntó el porqué de su abandono.

La enfermera no debió de entenderle, porque se dio media vuelta dirigiéndose hacia la puerta, con la jarra y el vaso en las manos.

Los ojos de él siguieron el trayecto de la jarra y del agua que se encrespaba mientras se alejaba, y supo que volvería a quedarse sediento, una vez más. Sería irónico morir por deshidratación.

La mujer cerró la puerta tras ella, deteniéndose un momento para secarse una lágrima. Suspiró y continuó andando; todavía quedaban más pacientes a los que visitar.

2

Los días, y sobre todo las noches, se sucedían agónicamente uno tras otro, dando la sensación que las jornadas venideras serían inimaginablemente peores. El dolor era inaguantable, y el cansancio agotador por sí solo. Pero quería seguir viviendo, claro que lo deseaba. No había estado más seguro de algo en su vida.

Y aquella noche que los sedantes no le ayudaban a conciliar el sueño como otras tantas, que contemplaba el baile de los grandes insectos voladores metalizados de múltiples colores a través del gran ventanal, en una habitación en penumbras, iluminada únicamente por la luz de la Luna, la puerta se abrió lentamente, chirriando ligeramente sobre sus goznes. >Canastillas Bebe Gratis ¿Cómo se consiguen? ¿VERDAD O ENGAÑO?

 

La estancia se iluminó poco a poco por la luz que entraba a través de la apertura de la puerta, y las pupilas del enfermo se contrajeron de manera gradual.

Podía ser por efecto de los sedantes, de las noches sin dormir, pero lo que vieron sus ojos, fue lo más maravilloso que había presenciado nunca.

El ángel entró levitando, su ropa era brillantemente blanca, y se ondulaba como si una corriente de aire la moviese. Su cabello rubio se agitaba de la misma manera.

La puerta se cerró, de modo tan silencioso y despacio como se había abierto.

El ángel, que parecía una estrella refulgente en la inmensidad del cosmos, llegó hasta la cama.

Su iluminado rostro se acercó hasta el de él, y le besó, dulcemente. Y olía a rosas, o eso le pareció.

Cuando comenzaba a comprender, a reconocer los rasgos de ese rostro, el ángel quitó la almohada bajo su cabeza y le cubrió con ella la cara.

–Lo siento. Pero me lo agradecerás –susurró la enfermera mientras apretaba la almohada contra el rostro del macilento postrado, y se le escapaban algunas lágrimas.

Y lo último que pensó el desdichado fue que después de todo, la enfermera no era tan inhumana. Ahora hubiese preferido que lo fuese.

Extendió los brazos lentamente y se dejó llevar, no al reino de Morfeo, sino al de Tánato, porque era lo único que podía hacer.

Y a la luz de una Luna llena, nítida en un cielo extrañamente claro, la paz llegó a aquella habitación, y una vela se apagó en algún lugar.

3

No recordaba el funeral porque no había existido. No había personas que lo pagasen o llorasen por él.

Sólo sabía que estaban manipulando su cuerpo desnudo, introduciéndolo en un horno crematorio, o eso parecía.

Supuso que sería inútil moverse o gritar, llamarles la atención de alguna manera. Se sentía como una momia en un sarcófago; un féretro con sorpresa final.

El techo metálico estaba a un palmo escaso de sus ojos. Le recordaba cuando le metieron en aquella especie de tubo del hospital que daba vueltas y más vueltas, durante todo el proceso de su perpetua enfermedad.

Conectaron el dispositivo, un zumbido, y mientras sonaba música clásica, su carne y huesos comenzaron a fundirse en el metal.

¿Dolor? Bueno, eso es algo que sólo cuando llegue nuestro momento nos puede sacar de dudas.

Y cuando se es lo que no se era, cuando ya no eres ese cuerpo que ocupaba un espacio en la vida, surgió él mismo, de lo más profundo de su conciencia, de lo más recóndito de su ser, y se elevó, arriba y arriba, traspasando la estructura del edificio lo mismo que si fuese inmaterial, y cuando ya nada había que traspasar, se adentró en la nada, porque nada había.

4

–¿Qué es esto? –preguntó.

Las palabras resonaron en sus oídos en un eco estremecedor. Se los intentó tapar, pero por más que lo intentaba no lograba tocar sus oídos, ni el resto de su cuerpo, ni siquiera rozar los dedos de su mano entre si. Sin embargo estaba allí, al menos en mente, porque su cuerpo ni siquiera lo veía. Era mente, sólo mente.

«La Nada» –contestó una voz en su cerebro.

 

Miró a su alrededor, intentando identificar el lugar de donde provenía la voz, pero nada había.

No tenía ni frío ni calor, ni siquiera miedo. Sólo sentía paz, una paz que le envolvía en un manto invisible en la infinita oscuridad de la auténtica ausencia del todo, del vacío sin color ni forma.

Comenzó a pensar en cómo sería la vida después de la vida, en la que le habían inculcado, en la que él luego creyó.

De repente surgieron formas a su alrededor, imprecisas al principio, pero que recordaban cosas que había en la Tierra. Extrañamente la nada las engulló.

Entonces se dio cuenta que necesitaba luz, y la luz se hizo, pero como no había nada que reflejase la luz, nada veía, sólo la cegadora luz de una estrella, su Sol particular.

Y pensó en un pájaro. Y el pájaro revoloteó en la nada sin un equilibrio natural, porque no había gravedad. Luego murió, porque no había aire que respirar.

De nuevo volvió a pensar. A su alrededor se extendió un paisaje de aspecto tropical, selvático. Si hubiese tenido piernas, diría que eran traspasadas por la vegetación.

No había allí ningún animal, sólo el pájaro muerto en un suelo de tierra húmeda. Con un dedo inmaterial lo tocó, y el ave cobró vida y voló, y respiró aire y se internó trinando en la espesura de la selva.

El horizonte selvático, fundido en un sol anaranjado, cambiaba de manera espectacular. Crecían las plantas y los árboles, y los animales surgían de manera mágica; como aquel águila que extendiendo sus alas voló desde un risco; como aquella pantera que bebió de un riachuelo en una zona en penumbras, y con ojos fosforescentes le miró. Pero en realidad no fue así, porque no podía verle.

Lo que creaba moría o vivía, se adaptaba o evolucionaba según las leyes de su natural conciencia. Ocurre que las cosas en la naturaleza si son irracionales desaparecen, si no, una puede acabar con otra para que la lógica esté de lado de la ganadora.

Tenía poder, un poder adictivo que ardía en lo más profundo de su ego, y que le hacía crear más y más cosas.

Y en una zona del cosmos, de su cosmos particular, creó un agujero negro, y un segundo al lado del primero, y contempló un espectáculo extraordinario de dos titanes con hambre infinita, que se intentaban engullir el uno al otro para conseguir tan preciada lógica.

Deseaba que alguien le explicara qué hacía allí. Todo entendimiento, toda sabiduría de los misterios del cosmos, acudían a su mente si se lo preguntaba a sí mismo.

En ese momento se dio cuenta del valor de la muerte: según donde creyeses que irías, ese sería tu destino. Si no creías en una segunda vida, no la realizabas. Al menos eso era lo que a él le parecía, porque así estaba escrito en su mente, y así se había cumplido. Al final, quizás todos tuviesen razón.

Podía transformar el lugar de su segunda vida si así lo decidía, y entre todos los seres vivos que él crease y luego muriesen, formarían millones de mundos, a semejanza o no de la Tierra. Lo mismo que el creador que le había dado la vida.

Se preguntó si... No, quería descubrir por sí mismo si el universo era... infinito.

Miró al horizonte del nuevo mundo, y lo vio todo porque en todos los lugares estaba al mismo tiempo.

Había creado todo lo que se le había ocurrido, malo o bueno, pero... ¿qué haría ahora? Eterna duda de la humanidad.

El Autor de este relato fué DAVID P. GEN%C8SE , que lo escribió originalmente para la web https://www.relatoscortos.com/ver.php?ID=112&cat=craneo (ahora offline)

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2024-06-18

 

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