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Estoy ahogándome.

O no.

Abro los ojos y me doy cuenta de dónde estoy. Hace una hora era uno de los hombres más ricos del mundo, y ahora no soy más que un punto en un radar esperando a que lo vean. Soy un hombre muerto, junto a un hombre muerto. La diferencia está en lo literal. Yo no estoy muerto literalmente, y mi amigo sí. No puedo mirarle a la cara. Tiene los ojos abiertos, pero sus pupilas no brillan. Su expresión mezcla terror, tristeza y desesperación. Pero, sobre todo, impotencia. Junto a una nostalgia profunda.

...un pozo de nostalgia...

Me hace llorar.

Hace mucho frío, mis lágrimas podrían congelarse. Así que me reprimo. Me tapo un poco más con la ropa de mi amigo. Gracias a que él ya no puede pasar frío, yo puedo tener un poco de calor. Pero muy poco.

 

¿Esto es un bote salvavidas? A mí no me ha salvado nada. Sólo llevo media hora aquí y ya me ha matado cualquier esperanza o algo parecido que haya tenido nunca. El barco hace ya unos minutos que no se ve. Pero aún se oyen gritos. Gente que es demasiado fuerte para rendirse, para morir aquí, el mar que se alimenta de cuerpos congelados, sin vida. El mar, que tantos poemas ha inspirado. El mar, que tantos amores ha visto. El mar, que tantas canciones ha escuchado. El mar, ése mismo que tanta muerte ha provocado. Ahora se ríe de los desesperados lamentos, de las lágrimas congeladas, de los últimos besos, de las miradas de despedida, de los abrazos desesperanzados. Y yo podría salvar alguna vida, o retrasar su muerte, como estoy haciendo con la mía. No sé qué es peor. No lo sé. Pero, si vuelvo, quizá el que muera (ahogado, congelado o de tristeza) sea yo. Mil escalofríos me recorren cuando imagino manchas negras extendiendo sus brazos y agarrando el bote, hundiéndolo con la fuerza de la desesperación. Eso es lo que pasaría. Si pudiera, me convertiría en un susurro y recorrería el aire dando un mensaje de amor y esperanza. Sería el Mesías que promete algo mejor tras la muerte. Aunque fuera una mentira.

Esto no es un bote salvavidas, esto es sólo un puente más largo hacia la muerte. Más largo, más insoportable. Lo bueno que tiene es que no sientes cómo un chorro de agua helada te atraviesa las dos partes de la garganta, mientras ésta busca desesperadamente el aire, la vida. El mar es traicionero. Y esto no es un bote salvavidas.

Me duermo.

Estoy ahogándome.

No.

Mis piernas están tocando eso. Maldito sea mi maldito compañero. Él murió el primero, él ya no siente este dolor que me cala los huesos, que no es el frío, pero que no es otra cosa. Venga, sólo falto yo. Un empujoncito, como cuando nací. Entonces salí de una bolsa de agua, y empecé a llorar. Ahora entraría a una bolsa de agua, y dejaría de llorar. Es un círculo cerrado. Me encanta cerrar círculos. Es así como gané parte de mi fortuna. Cerrando círculos.

Dejo de pensar en mi vida, que ya ha terminado, y decido que tengo que hacer algo con esto. En este bote hay dos cuerpos. Uno tiene que desaparecer. Y, de momento, no quiero ser yo. Mi compañero es el candidato número dos.

Dios, no me había dado cuenta, pero sus ojos me están mirando. Bueno... es por decirlo de alguna manera... La verdad es que siento algo de pena por él. En primer lugar, porque estoy solo (ya ni siquiera se oyen llantos lejanos, apagados), y, además, porque le conocí. Y parecía un buen tipo. Tenía una mujer y dos hijas. El típico Hombre de la Casa. ¿Qué le pasó a su mujer? ¿Y a sus hijas? Por supuesto, ellas también estaban en el barco. Ya no. O quizás sí. Ojos cuya luz viene del reflejo de la luna (que en estos momentos se está ocultando tras las nubes, atención, tormenta inminente), y brazos elevados al cielo... mientras los cuerpos caen hacia el centro de la Tierra. O quizás estén abrazadas, las unas a las otras. La historia era más o menos así.

 

María estaba en su camarote, intentando dormir a las pequeñas. Su marido había salido a la superficie a ver qué estaba ocurriendo, y a que le dijeran que todo iba bien. Porque era eso lo que tenían que decirle. Ella no soportaría que su marido volviera con malas noticias. Él no lo haría, claro que no.

Y sus hijas, las pequeñas Alicia y Mireia, mellizas, de siete años, estaban temblando. No era por el frío, claro que no. Unas cuantas lágrimas rodaban por la mejilla de Mireia. Ella era la mayor (por algunos minutos), y la protectora constante de su hermana. ¿Por qué habían cambiado ahora las tornas? Alicia abrazaba a su hermana, ofreciéndole calor, cariño. Tranquilidad. Dos niñas de tan escasa experiencia de vida, ofreciendo una imagen tan enternecedora, tan instructiva.

Su madre les estaba cantando. Intentaba no temblar demasiado: si no era ella la que ofrecía el granito de seguridad, ¿quién sería? Las mellizas escuchaban el canto de su madre, que siempre había tenido muy buena voz. Una canción con algunos años, que contaba la historia de una persona que persigue su sueño, y que, al final, muere por su objetivo. La última estrofa era algo así:

...y morir fue su salvación

sólo así se escuchó su clamor

morir fue sólo un escalón

en las tinieblas de la muerte

recibió el eterno amor.

En realidad nunca le había encontrado sentido a la letra, pero la melodía era preciosa. Quizás no era la mejor selección para el momento, pero las niñas se durmieron. Así que aprovechó para encenderse un cigarrillo.

Salió del camarote, para enterarse un poco de la situación. Había algo de movimiento, pero no demasiado. No parecía nada grave. Cuando un chico que parecía del personal del barco se cruzó con ella, le dijo que volviera a su camarote, que no pasaba nada. ¡Qué buena noticia! Se le deslió un poco el lazo que tenía en el estómago.

Nunca le había gustado no poder estar cerca de la tierra firme. Ahí era sólo un granito de arena en medio de la nada. Pero su marido quería unas vacaciones marítimas. ¡Qué podía hacer ella cuando el tonto se ponía cabezón! Pues nada. Con chantaje emocional siempre lo conseguía todo. ¿Por qué, cuando él ponía determinada mirada, ella no podía negarse a nada?

Estaba volviendo con las niñas cuando oyó un estruendoso ruido. Algo chocando, algo abriéndose...

...un cráneo rompiéndose...

...el cráneo de la vida, que dejaba salir al cerebelo por una grieta cercana a la zona en la que ella se encontraba. Se empezó a notar un lento cambio de postura.

María, tras tirar el cigarrillo al suelo, empezó a correr hacia su camarote, con el corazón más rápido que sus pasos.

-¡Mireia! ¡Alicia! ¡Despertad! -empezó a gritar, zarandeando a las niñas.

Las mellizas se despertaron y comprendieron la situación inmediatamente. Empezaron a llorar silenciosamente mientras la madre cogía ropas que abrigaran. Las vistió con jerséis, guantes, bufandas, pantalones y botas, y un gran abrigo a cada una, y ella se puso la primera chaqueta de manga larga que pilló. Las cogió de las manos y echó a correr rápidamente. Tenía que encontrar a su marido.

 

Pero las niñas no podían alcanzar su paso, y se cayeron varias veces. María tomó en brazos a Mireia, que era la más lenta, y agarró fuertemente a Alicia con su mano derecha. Las tres lloraban desesperadamente. Pero, está claro, no eran las únicas que cruzaban los pasillos, con llantos y gritos.

Hombres, mujeres, ancianos, ancianas, familias enteras iban en busca de la salvación. Suponían que tenían que subir a la superficie, creían que allí encontrarían instrucciones que evitarían sus muertes. Esa fe ciega que aparece junto a la desesperación. No sabían que arriba, a la luz de la luna, el caos reinaba mofándose de los inocentes marineros que habían comprendido lo que pasaba. A esto se sumaba la presencia de decenas de personas en busca de guías. Manual de instrucciones de la salvación. No existe, claro que no. Pero, la gente, en esos momentos, no cae en esa realidad. Se aferran a la esperanza, que es lo último que se pierde... Letras en Graffiti Gratis | Descubre Todos los Estilos

Volviendo abajo, María, de repente, se dio cuenta de que estaba sola con sus niñas en un pasillo al que por poco llegaban los gritos de los pocos que quedaban ahí, en los niveles inferiores. Ella no había encontrado forma de subir, cosa extraña ya que, para ello, sólo habría hecho falta seguir la avalancha de personas. ¿Por qué no lo había hecho? Ella siempre había querido ir a contracorriente.

Alicia se cayó al suelo, pero no se separó de la mano de su madre: ésta la siguió arrastrando, torciendo esquinas. La niña gritaba de dolor, y la madre se consumía en lágrimas. Mireia sólo podía mirar con pena a su hermana. Entonces empezó a forcejear para poder bajar. Pero su madre parecía enloquecida. No paraba de correr, sin pensar en que sus hijas no podían. Y llegó una ola de esperanza: al torcer una esquina en la que el suelo estaba manchado de sangre, vio, a sólo diez metros, la escalera. Apretó (aún más) el paso, pero aquello ya era demasiado. Cayó de bruces al suelo, encima de Mireia, que se deshizo como pudo del cuerpo cansado de su madre, y fue a abrazar a su hermana. Otra vez, todo estaba como siempre. La hermana mayor calmaba las lágrimas de la pequeña, aunque fuera con las suyas propias. Alicia tenía todo el cuerpo raspado. Gemía y tosía. Miró a su madre, la cual miraba hacia las escaleras. Volvió la cabeza hacia sus hijas. Entonces vieron su verdadero rostro: el de una mujer capaz de hacer cualquier cosa por salvar a sus hijas.

- Perdón, pequeña... Siento todo esto, Alicia. Siento haberte hecho daño -dijo entre sollozos. Se fue acercando a sus hijas, y las abrazó. Las tres sentadas en el suelo, aferrándose las unas a las otras. Arriba se oían gritos, el barco se estaba inclinando, pero no importaba: el tiempo se había congelado-. ¿Sabéis?, vuestro padre siempre dijo que soy un ángel. Bueno, yo pienso que no, pero que algo debemos tener los dos para haber creado a dos personitas como vosotras -las niñas dejaron de llorar y miraron a los ojos de su madre-. Hace ya seis años, una noche me di cuenta de que sois algo más que unas niñas preciosas. Yo estaba dándole el biberón a Mireia -acarició el pelo de su hija-, y Alicia estaba durmiendo tranquilamente. Eran las tres de la noche. Cuando Mireia estaba a punto de acabar el biberón, Alicia abrió los ojos. Y miró hacia nosotras. Vio que su hermana estaba tomando el biberón, y siguió mirando sin decir ni mu. Mireia se terminó el bibe, y la acosté en su cuna. Cerró los ojos, y entonces, sólo entonces, Alicia empezó a llorar muy bajito, bajito -el barco crujía cada vez más-. Cogí su biberón y se lo di. Lo que más me sorprendió no fue descubrir vuestra solidaridad, vuestro amor, vuestra fraternidad, o maternidad, la una con la otra, incluso. No, eso no me sorprendió (no sé por qué). Lo más sorprendente fue que, al no querer Alicia más biberón, y echar sus revueltos y todo, Mireia empezó a balbucear algo, con los ojos semiabiertos. Alicia, entonces, no quiso acostarse. Al final acabé comprendiendo que quería terminarse el biberón. ¿Por qué? ¿Qué le dijiste, Mireia, en aquel momento, en tus balbuceos? Algo que convenció a Alicia, que llevaba bastantes días sin comer mucho, y enferma. Quizá fue una burla, o una reprimenda. O, no sé, una súplica. Fuera lo que fuese, era algo más allá de los límites de un bebé de un año, era algo que estaba fuera del entendimiento posible de las personas. Era esa línea que tenéis entre vosotras. Os quiero mucho -empezaron a oírse pasos apresurados por las escaleras-, y no quiero perderos. No quiero que el mundo os pierda.

 

Un grito en las escaleras. Un hombre bajaba, y gritaba un nombre: María. Llamaba a su familia. Pero un rumor más fuerte empezó a invadir el ambiente: la marea. La grieta se había abierto, y el mar había entrado en la fortaleza de la vida.

Al fin, su marido llegó abajo y las vio. Se dispuso a correr hacia ellas, pero algo lo atrapó: el agua. Se lo llevó por otro pasillo, y ellas vieron cómo el fin avanzaba tras su espuma. La fuerza de la muerte, contra la que no podían luchar.

Pero no lloraron, no gritaron, simplemente fueron empujadas hacia las entrañas del barco. Abrazadas, las tres, se miraron por última vez.

Adiós, papá; adiós, mi amor; adiós, vida.

Yo ahora tengo que deshacerme del cuerpo de ese hombre que fue arrastrado por la corriente hasta que se pudo enganchar, llorando. Sólo quería morir, ¿por qué no lo hizo? Una pregunta sin respuesta, pero quizás fue por cobardía. En todo caso, me ha encontrado en la popa, bajando en el bote, ha saltado y me ha contado la historia. Entre temblores, sudores y llantos, me ha relatado lo que sabía y lo que no podía saber de ninguna manera. Pero, oye, era su historia. Se la podía inventar a su gusto. Tras el relato, ha muerto.

No puedo con este cadáver, compartiendo el mismo puente largo. Tengo que deshacerme de él. Me levanto, tiritando. Cojo el cuerpo con asco, lo siento mucho, no puedo remediarlo, y me acerco al borde. El agua es un pozo negro de muerte. Allá va. Lo tiro, y lo veo desaparecer en la penumbra. Adiós.

Ha pasado una hora. Tengo hambre, y miedo. Ahora me siento mucho más solo. No puedo seguir así. Quizás vaya a morir ya mismo. Ojalá...

¿Me estoy muriendo? No, es sueño... otra vez. ¿Por qué tengo siempre sueño?

Me empiezo a dormir, cuando oigo un gemido.

No puede ser.

No puede ser.

Otro gemido, un poco más fuerte. Es como si... alguien intentara acercarse al bote. Y me voy a morir de miedo. He visto muchas películas en mi tiempo de ocio típico de un hombre adinerado, por eso puedo imaginarme un zombi nadando hacia el bote, en busca de comida-no-congelada. Perdiendo trozos de carne, de cuerpo... moviendo los brazos... oliendo el aire...

-¿Hola?...

Pues, para ser un zombi, vocaliza muy bien.

-¿Hola?...

De nuevo. Es una llamada de auxilio, de desesperación, de tristeza.

-¡Hola! ¡Ya te ayudo a subir! -me levanto y la veo. Es una mujer, la voz era irreconocible, pues debe tenerla gastadísima. Me inclino, cuando ella está lo suficientemente cerca, y, justamente al mismo tiempo en que le agarro la mano (congelada), se ve el resplandor del sol en el horizonte. El amanecer. ¡Qué bello es en el mar! La ayudo a subir, y la arropo con parte de mi ropa. Le doy agua, que queda una poca, y un trozo de pan. Digamos que es bastante, en este contexto.

Le digo que coma. Pero ella empieza a llorar. Lo entiendo.

...o no del todo...

-Quiero contarte mi historia -dice.

Esto me suena. Y continúa:

-Mis hijas están muertas, y mi marido... supongo que también. Me llamo María.

Y, por fin, empieza a llover.

El Autor de este relato fué Javier P%E9rez Mart%EDn , que lo escribió originalmente para la web https://www.relatoscortos.com/ver.php?ID=9941&cat=craneo (ahora offline)

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2025-01-14

 

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