Sabido es por todos que nuestro último futuro conocido es la muerte. Cuando yo descubrí esta realidad contaba con tan solo 6 años. La gente se arremolinaba a mi alrededor en una pequeña sala decorada con un cuadro y amueblada con unos sillones y una o dos mesas. También había una máquina de refrescos en un rincón junto a una máquina de café. Me fijé en ella para que la mente me dejara de dar vueltas. Me encontraba aturdido, mis tíos me habían sacado del colegio a mitad de clase (de cuál no me acuerdo) y me llevaron a la dicha sala muy parecida a la sala de espera de un hospital pero no era exactamente igual. Mi vida no era muy larga pero sí lo suficiente como para que no me gustasen los hospitales; odiaba el olor, el silencio incómodo que reinaba en todo el edificio... Yo mismo estuve en una habitación de hospital pocos meses antes de que ocurriese esto. Me rompí una pierna jugando al fútbol con los mayores en el recreo del colegio. Todavía me acuerdo de la enfermera que me atendió: una mujer de unos cuarenta años, morena, pelo largo; me miraba con ojos tristes aunque ya estaba acostumbrada a ver chavales con algún tipo de fractura. La sala en que me encontraba no olía a hospital pero en ella había un clima muy parecido; algunos lloraban, otros se abrazaban, otros simplemente apoyaban la cabeza entre las manos sentados en algún sillón con la vista clavada en el suelo. Lo que más me desconcertó fue cuando me vieron mis padres y con los ojos llorosos me abrazaron. No entendía nada, esta situación nunca la había vivido. Después de eso fue como si me volviera invisible, ya que todo el mundo pasaba delante de mí sin prestarme ninguna atención, absortos en sus propios pensamientos. Deseché esa idea al ver que un hombre que no conocía se dirigió a mí y me preguntó como me encontraba. Lo respondí como me habían enseñado: muy bien, gracias. A continuación me ofreció un poco de dinero para que me comprase un refresco en la máquina. Luego me enteraría de que era un tío lejano. Le di las gracias, no solo por el dinero sino porque eso me ayudó a tranquilizarme un poco. Compré una Coca-Cola y me volví a sentar. En el tiempo que me encontraba allí me llamó mucho la atención una puerta que estaba entreabierta en un lado de la sala. La gente entraba y salía en pequeños grupos. En ese momento miré a la ventana que daba a la calle y vi a mi padre hablando con su hermana y un hombre vestido con un smoking. De repente mi madre salió por la famosa puerta y vino hacia mí. Tenía los ojos rojos y sentí pena por ella sin saber por qué. Cuando llegó a mi lado apoyó su mano en mi hombro y con la otra me acarició el cuello. Entonces me reveló la solución del misterio:
- ¿Quieres venir a ver a la abuela? Ahora está dormida pero antes me ha dicho que quería verte.
La pregunta me dejó desconcertado, lo último que podía pensar es que mi abuela estaba detrás de la maldita puerta.
- Vale- respondí sin saber qué más decir.
Sin previo aviso una idea empezó a surgir de muy del fondo de mi cuerpo,
dándome golpes en la mente para poder entrar cada vez más fuertes y más conscientes. Era muy joven para asimilar todo lo que implicaba esa idea pero estoy seguro que la idea era la de la muerte. Quizás no se me había presentado antes porque no lo quería creer. Crucé la puerta (que más tarde mi subconsciente lo relacionaría con el umbral entre la vida y la muerte) y me encontré con otro salón más pequeño de donde había estado esperando. También tenía sillones de cuero. Entré despacio, como tanteando la situación. Mi madre señaló hacia la derecha donde había una cortina echada. Nos encaminamos hacia ella y la agarré pero sin descorrerla. Tenía ganas de ver a la persona allí tumbada pero una parte de mí no quería abrir la cortina. Ese hecho significaría verificar y convertir en realidad la idea que me torturaba desde hacía un rato. Al fin, con un pequeño tirón y una gran decisión quité la venda de mis ojos que era la cortina. Me quedé observando durante un rato. Había sido mi abuela, aún lo era pero yo sentí que de otra manera. Al ver el crucifijo colgado encima de la cabecera de la cama recordé lo que me decía ella respecto a la muerte: hijo, morir no es nada malo. Cuando la gente se muere es porque lo llama Dios y se va a vivir junto a Él en el cielo. Pero no me sirvió de consuelo. En ese momento una lágrima empezó a abrirse paso hacia el exterior. La intenté contener porque me daba vergüenza llorar delante de mi madre hasta que por fin mi ojo se cristalizó y la dejó correr hasta la comisura de la boca. Sentí la mirada de mi madre y la correspondí. No hizo falta decir nada pero en esa mirada quedó claro lo que pensaba el otro. Nos limitamos a fundirnos en un abrazo. Mejor así. Cuando salí de esa habitación conocí por primera vez la sensación de la muerte. Nunca me he sentido más humano ni más cerca de los demás. Nunca podré describir la emoción de ese momento, lo único que sé es que no volveré a experimentar esa sensación... quizás en el instante antes de mi muerte.
El Autor de este relato fué Rodro , que lo escribió originalmente para la web https://www.relatoscortos.com/ver.php?ID=6599&cat=craneo (ahora offline)
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2024-11-11
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