No fue precisamente una sonrisa cómplice la que el hombre triste le devolvió a la joven que le tomaba los datos en el interior de una oficina que hacia las veces de consulta. La joven ejercía su labor de secretaria con una preocupante despreocupación, aunque por lo poco que pudo comprobar el hombre triste, parecía bastante profesional.
Puede sentarse en esa silla de ahí; en breves momentos le llamaré para que pase al despacho que esta detrás de usted. Nuevamente una encantadora sonrisa adornó el final de la frase que la secretaria dijo casi de forma mecánica. Y de nuevo, el hombre triste se negó a devolvérsela. Seguía bastante nervioso, aunque comenzaba a ejercer un control absoluto sobre su estado de ánimo. Había tardado más tiempo del deseado en llegar hasta allí, y quería marcharse lo antes posible, pero intuía que esta visita iba a ir bastante más alla que un simple trámite.
Puede usted pasar ya. La secretearía le indicó con un gesto amable la puerta de un despacho que se adivinaba diminuto, aunque era difícil de asegurar desde la salita de la entrada. El hombre triste se levantó y se dirigio hacia el despacho con aire decidido, aunque sin ninguna expectativa clara de lo que iba a encontrarse..
Cuando entro por la puerta, el hombre triste pudo comprobar que las dimensiones del despacho eran minúsculas, apenas una mesa rectangular, dos sillas acolchadas con respaldo movible, una foto de una niña de blusa blanca y sonrisa azul, un baño minusculo imposible de albergar condiciones higienicas y un tipo con gesto muy serio que le esperaba al otro lado de la mesa.
Con sus silencios, sus prisas y sus pausas, y durante algo más de veinte minutos, el hombre triste y el hombre serio mantuvieron el siguiente dialogo:
- Buenas tardes
- Hola, buenas tardes.
- Siéntese aquí, por favor.
- Gracias.
- Muy bien, usted dirá.
- Pues... bueno, verá...yo... creo que tengo un problema, y me habían comentado que aquí quizá podrían ayudarme.
- ¿Quién se lo comentó?
- Bueno, creo que eso es lo de menos ahora mismo.
- Como quiera. Dígame, ¿de que problema se trata?
- Pues... verá, de un tiempo a esta parte hay algo que no funciona en mi cabeza. Es algo... no se, que me cuesta mucho describir.
- Pero, ¿Sabe lo que le ocurre o no?
- Si, claro que si, es solo que ponerlo con palabras... no es tan sencillo.
- Pues entonces será difícil que pueda ayudarle.
- Verá, para ir al grano, básicamente lo que ocurre es que llevo demasiado tiempo triste.
- ¿Triste?
- Si, triste. Sufro...sufro mucho y eso me pone triste. O quizá sea al reves, pero es lo mismo. Cada vez me cuesta más soportarlo.
- ¿Qué es lo que le hace sufrir?
- Los vencejos.
- ¿Los vencejos?(Ceño fruncido) Eso, si no me equivoco, son una clase de pájaros, ¿no?
- Si, son aves.
- ¿Y que es lo que tienen esos pájaros para ponerle triste?
- Rencor.
- Si me está hablando metafóricamente, le agradecería que se explayase un poquito mas.
- No, no hay metáfora alguna. Verá, todos los años, a mediados de mayo, junio a mas tardar, un grupo de vencejos se reunían frente a mi ventana durante tres meses hasta que el verano se terminaba. Se la pasaban cantando, comiendo insectos, jugando a ser aves. Yo ocupaba mis tardes, cuando regresaba del trabajo, observando su vuelo. Me hacían sentir bien, y creo que a ellos no les desagradaba mi presencia. Era una curiosidad mutua y aceptada. Año tras año. Pero desde hace tres veranos, solo uno de ellos se acerca a mi ventana, cada 27 de mayo. Da dos vueltas en circulo, la primera de manera uniforme, pero con una velocidad endiablada; la segunda, en cambio, mas anárquica, sube y baja mientras completa el circulo. Tras las dos vueltas, el vencejo se marcha. Y no vuelve a aparecer. Cada tarde, me asomo a la búsqueda de ese ave o de cualquiera de sus compañeras, pero ya no escucho cantos ni veo vuelos desenfrenados.
- (Pausa prolongada) Bueno, es una historia conmovedora, si me lo permite. ¿Que tiene que ver la tristeza con todo esto?
- El rencor, se trata del rencor. Los vencejos ya no vienen por rencor hacia mí.
- (Suspiro)Ya. ¿Y usted sospecha de donde sale ese famoso rencor?
- Si, si, no paro de pensarlo. Es rencor, un rencor puramente humano. No entiendo como esas malditas aves han conseguido instalar ese sentimiento entre sus alas.
- (Suspiro nervioso) No me ha contestado a la pregunta.
- ¿Cómo? ¡Ah¡, el origen , claro. Verá, el rencor nace con mi putrefacción. Llevo años podrido, doctor. No le perjuro si me refiero a usted en esos términos, ¿no?
- (Negación con la cabeza. Ojos cerrados)
- Gracias. Como le decía, estoy podrido, muy podrido. Tengo 41 años, y soy un enjambre podrido. Podrido de mi trabajo, podrido de mi mujer, podrido de mis hijos, podrido de los autobuses, podrido de esta ciudad, podrido de mi cuarto de baño, podrido de los diarios, de las vacaciones, de las vueltas a casa, de las idas a por el pan, de los jueves, de los domingos... . Estoy podrido de mi vida y de mi tristeza. Me repele tanto desencanto. Y no se como remediarlo.
- ¿Y por que utilizar a unos vencejos entonces?
- Por que son la clave. Antagónicos a mi estado de animo, hasta que se rompio el reloj, ¿entiende?. Los vencejos están hartos de los hombres podridos, de los vacíos insoportables. No son justicieros, no, por ahí no va la cosa. Pero se aburren de los aburridos, se cansan de mis cansancios. Un exceso de vulgaridad, en términos de rutina. Y se largaron. Pero no de cualquier forma. Cada 27 de mayo, uno de ellos, el más perspicaz, imagino, me recrimina, vaya si me recrimina. Con la primera vuelta me señala, con la segunda me acusa.
- (Gesto indiferente).¿Es usted poeta?
- No(sonrisa mecánica), no que va. Soy relojero. Ahora reparo los relojes del barrio antiguo. Hace una semana arregle el reloj de la torre en la plaza Austral. Si ha ido por allí últimamente, se ha tenido que dar cuenta de que estaba parado a las dos y treinta y seis.
- Bueno, verá...¿Cuál es su nombre?
- Me llamo Santiago, aunque en el barrio todos me conocen como el hombre triste.
- (Gesto serio) Bien, Santiago...¿A que ha venido realmente aquí?
- Bueno... yo....se lo he dicho antes, estoy mal, estoy sufriendo...¿Acaso no ha atendido a mi explicación?
- A grandes rasgos, Santiago.
- Entonces creo que debería saber los motivos de mi visita a su consulta.
- (Gesto tenuemente impaciente. Nariz hinchada) ¿Y que espera que le diga?
- ¿No es usted psicólogo?
- Si, soy psicólogo. Licenciado en psicología de la conducta.
- Entonces... algo tendrá que decirme. Quiero decir, que algo podrá recomendarme para me empiece a sentir mejor.
- Pues precisamente si, algo tengo que decirle. Pero francamente desconozco si le hará sentir mejor.
- Bueno, le estoy pagando para que me aconseje según su criterio. Corro el riesgo de que no me beneficie de sus consejos, eso lo asumí antes de llamar a la puerta.
- ¿Quiere que le diga lo que pienso?
- Creo que es su deber.
- Verá, voy a ser honesto. En este momento, tengo dudas sobre si usted es un chiflado hijo de puta que ha venido aquí a hacerme perder el tiempo, y siento de verás tener que faltarle el respeto de este modo, o si realmente es un enfermo mental que necesita ayuda, pero no terapéutica, desde luego, o al menos, de la terapia que yo conozco.
- Está usted bromeando, ¿no?
- No, Santiago, no bromeo para nada. Escúcheme, llevo muchos, muchísimos años en esta profesión, viendo cinco, siete, y hasta diez pacientes diarios, sábados incluidos. La gente que acude a mi consulta, viene también con problemas, pero con problemas de verdad, de ahora o de ayer, pero cosas tangibles que reducen la calidad de vida, que machacan, que se convierten en un tumor psicológico que debe ser erradicado para seguir llevando una vida normal. Veo a diario gente que no puede hablar con otra gente por miedo, personas que no pueden volar por que el pánico no les deja subir a mas de un metro del suelo, señoras(como una que se marcho dos minutos antes de que usted llegase) cuyos empleos corren peligro porque el tabaco les martiriza... son problemas mas o menos serios, pero que se localizan, que se definen a-b-c. Somos humanos, Santiago, y como tales, todos tenemos problemas, pero sin necesidad de recurrir a tristezas imposibles, a vacíos podridos, ni a, maldita sea, gorriones perspicaces.
- Son vencejos
- Como usted quiera, Santiago, pero yo no puedo ayudarle. ¿Podrido por todo?. Si yo le contara lo que me pudre estar aquí ocho horas diarias...y mire que me encanta mi profesión, aún, en 30 años, no me tiro de la silla todavía. ¿Vencejos?, por Dios, es usted un hombre muy ingenioso.
- (Silencio),(Gesto furioso)
- Verá. Haremos una cosa. Yo no voy a cobrarle ni uno solo de los minutos que ha pasado en la consulta. Y si quiere, puedo recomendarle un par de psiquiatras que...
- Vayase a la mierda. Usted no está podrido, sino amargado, mucho más de lo que pretende imaginarse, con o sin vencejos. ¿Se le acabaron las piruletas?, ¿se llevó esa señora la última?. Y claro, le viene un tipo con sufrimientos estúpidos, o que estúpidamente no sabe dejar de sufrir, ¿y que le podemos dar? No, amigo, para eso no hay piruleta que valga, ¿verdad?, si acaso una patada en el culo, que ya es suficiente hoy en día. Sabe perfectamente a que me refería con todo aquello de las aves. Quizá no lo sepa por el manual. No, allí supongo que no caben vencejos, pero usted también los ha visto, no me venga con frivolidades.
- Santiago, no tengo nada personal contra usted, no se confunda. Pero solo arreglo los relojes que tienen cuerda y los números desordenados. El resto es problema del fabricante.
- ¿Y esos realmente cree que se arreglan solos? Esos no necesitan cuerda, ni si quiera un minutero nuevo, simplemente requieren restablecer un tiempo, su tiempo.
- El que ambos estamos perdiendo, Santiago.
- (Silencio prolongado). Gracias por todo doctor. A la salida le extenderé un cheque a su secretaria.
- Pero oiga...
Cuando el hombre triste se marchó, el psicólogo de la conducta abrió la puerta del minúsculo baño que tenia junto despacho. La luz no funcionaba, por lo que no se molesto en cambiar el interruptor de posición. Se mojó la cara tres veces seguidas. Resoplo solo una, pero de una forma tan intensa que tuvo que cerrar los ojos . Se secó con una toalla que en algún momento de la semana había sido blanca. No se había preocupado en pedirle a su secretaria que la cambiara.
De vuelta a su despacho, abrió el segundo cajón de su escritorio. En él, había dos cuadernos, uno encima del otro. En el primer cuaderno estaba escrito informes clínicos. El cuaderno de abajo no tenia titulo. Llevaba mucho tiempo sin ser utilizado El psicólogo sacó con cuidado el segundo cuaderno y lo abrió. Cogió un bolígrafo del primer cajón y escribió el nombre y la edad del hombre triste, seguido de un gran circulo. Era la tercera vez en su vida que anotaba un circulo en ese cuaderno.
Cuando cerró la puerta de su despacho, el psicólogo de la conducta dio la orden a su secretaria de que si llamaba su mujer, le dijese que esa noche llegaría tarde a casa." ¿Quiere que le diga lo de siempre?"- le preguntó su empleada. "Dígaselo como le venga en gana". El psicólogo no estaba de humor para buscar justificaciones. Y por si no quedaba lo suficientemente claro, se marchó sin decir ni una sola palabra.
El tono de la contestación de su jefe, por encima de su contenido, hizo pensar a la joven secretaria que aquel hombre de cara triste que había aparecido por la consulta tan solo media hora antes, seguramente no había acudido para dejar de fumar. ¿Habrá vuelto a ocurrir?,se preguntó para sus adentros. Y se encogió de hombros antes de afrontar el ultimo fichero que tenía que transcribir al ordenador.
Una hora después, mientras su secretaria se disponía a abandonar el edificio de oficinas, el psicólogo de la conducta finalizaba el primero de los cuatro vasos de coñac que se bebió esa noche. Ninguno de los cuatro le supo especialmente mejor que los otros, aunque fue saboreando el tercero cuando decidió abandonar temporalmente su profesión.
El Autor de este relato fué Treveler , que lo escribió originalmente para la web https://www.relatoscortos.com/ver.php?ID=10209&cat=craneo (ahora offline)
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2025-04-17
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