LA COLA
Me acerqué un poco más pero incomprensiblemente no se movió. Por la tensión en su cuerpo y el perfil de su cara vistos desde atrás, adiviné que estaba molesta y se daba por aludida, pero contra todo pronóstico no dijo nada y permaneció estoicamente quieta. Ya desde el primer achuchón se había desatado algún murmullo y comentarios de desaprobación ante mi actitud claramente provocadora y obscena.
Ahora ya casi estábamos pegados el uno al otro, pero ella aguantaba y seguía sin moverse. Desde mi incorporación a la cola no habíamos intercambiado ni una sola palabra ni le había visto la cara y esto lo hacía aún más excitante, aunque imaginé que rondaría los cuarenta y de complexión fuerte y bien vestida. Su figura me recordaba vagamente a alguien pero no lograba precisar a quien, y a pesar de sus rasgos femeninos, debajo de ellos algo me remitía a un hombre.
Hubo un momento en el que estuve a punto de romper el hielo y preguntarle algo, alguna frase corriente como -Ya falta menos- ó
-Qué calor hace aquí-, pero en el último instante comprendí que podría ablandarme y posponerlo para otra ocasión. Además, aquella situación tan extraña era nueva para mí y me encontraba nervioso. A aquella acción lo único que le sobraba eran palabras y podría estropearlo todo, así que decidí callar y acercarme un poco más.
Estaba literalmente encima de ella cuando de repente me asaltó una ridícula duda: ¿Y si no fuera una mujer y fuera un travestido? Momentáneamente me desanimé y estuve a punto de desistir, pues la educación y el tabú sexual nos marcan para siempre, incluso en las situaciones más extremas y no tienen sentido de ridículo, pero me repuse rápidamente y pensé: ¡Qué más da!. Sea lo que sea ya reaccionará, yo voy a lo mío. Sabía perfectamente que me estaba pasando de la raya y que mi actitud me acarrearía graves problemas, pero mi necesidad podía más que las posibles consecuencias. Después de todo, aquello era un asalto a la luz del día y con testigos, sexual, premeditado y alevoso, y es posible que hasta fuera grabado.
No habría dudas sobre la autoría. Necesitaba urgentemente romper barreras allí, delante de todos con los máximos agravantes penales. Ahora o nunca. La recompensa, aparentemente ninguna. Todo lo contrario: gritos, reacciones histéricas, alguna bofetada, puntapiés y probablemente una denuncia, pero por paradojas del destino, aquella mujer o transexual parecía estar buscando su momento de gloria y lo había encontrado al azar y sin buscarlo.
Lo había estado maquinando todo concienzudamente y necesitaba un desencadenante, algo fuerte y contundente para poder empezar de nuevo, algo que me ayudara a salir de aquel atasco monumental en el que se había convertido mi vida. Hacía tiempo que no me ocurría nada excitante y necesitaba un paliativo a la soledad y al tedio. Necesitaba hacer saltar todas las alarmas o aquella monotonía acabaría conmigo.
Hacía tiempo que estaba manteniendo un pulso constante, al límite entre la ficción y la realidad, y tenía la seguridad de que aquel ataque, aparentemente de chiflado, sería el detonante que me propiciaría una reflexión global y profunda sobre mi existencia y me ayudaría a volver a empezar. Aquella mujer anónima y escogida al azar era vital para mí, y aunque era consciente de que sería un tortuoso ensayo de insospechadas consecuencias, estaba seguro de que a la larga me compensaría.
Tenía que haber alguna forma sutil (o primitiva) de desplazarla y de que gritara, pero no, lamentablemente aquel cuerpo macizo delante de mí no se movía. Tenía la certeza de que estaba fingiendo, aguantando al límite de sus posibilidades, pero increíblemente se negaba a colaborar, a hacer lo normal, a montar un número de histeria o algo por el estilo, y más bien le gustaba y parecía excitada. Sabía que todos la estaban mirando y no quería renunciar a unos minutos de fama. Aunque pareciera inverosímil, por un momento llegué a pensar que aquella mujer tenía la misma necesidad y las mismas intenciones que yo y le estaba haciendo un favor. Todo en la vida es cuestión de suerte, sencillamente se me habría adelantado.
Todos mis planes y proyectos habían quedado frustrados. Tanto tiempo de preparación y dudas buscando el lugar y la hora ideales para la ejecución, para que ahora, aquella mujer o lo que fuera, decidiera echar una canita al aire.
Tanto tiempo ponderando si valía la pena montar todo aquel esperpento surrealista y truculento con fines terapéuticos. En el fondo todo aquel montaje era un ataque contra mi propia pasividad. Aquel acto poético experimental sólo lo entendería yo, pues este tipo de acciones suele malinterpretarse en nuestra cultura y la gente te toma sencillamente por un chalado. Todo mi futuro se me venía abajo. Ahora, a cada embestida que recibía, parecía que contraía el cuerpo y no sabía si experimentaba placer o dolor. Y lo que más me cabreaba era que cuando más me acercaba, más parecía disfrutar de los embates. Me pregunté el porque del rechazo a moverse de aquella mujer.
El señor de detrás, bastante mayor y con el cual había intercambiado algunas frases antes de lanzarme a mi arriesgada aventura, me miraba perplejo sin entender absolutamente nada, desde su privilegiada situación. Algunas personas de las colas paralelas empezaban a hacer comentarios en voz alta ante mi actitud claramente provocadora y llegué a sonrojarme, pero yo estaba dispuesto a terminar mi trabajo. Aunque pareciera extraño, mi comportamiento y actitud indecente parecía molestar más a la gente que a mi víctima. No obstante observé que algunos miraban de forma lasciva y se estaban deleitando, señal inequívoca de que algún voyeur se lo estaba pasando en grande. Reconozco que con tanto trajín, y sin proponérmelo, al final tuve una inoportuna y ostentosa erección en el momento más inoportuno, que no debió de pasar desapercibida a mi compañera de fatigas. Blog sobre salud
Yo estaba dispuesto a todo con tal de conseguir mi ansiado momento de exaltación, así que le puse la mano en el trasero y la acaricié, primero suavemente, y al no obtener respuesta, le palpé las carnes lujuriosamente. Después la pellizqué con fuerza, incluso le clavé las uñas sin obtener respuesta. Se estaba produciendo una situación alucinante para la que no estaba preparado ni tenía estrategia alternativa.
Era una carne prieta y maciza digna de un atleta y aquella mujer no se movía ni un centímetro, más bien parecía una mole granítica clavada en el suelo. Como ya no trataba de disimular la extrema crudeza de mis gestos, probé a golpearla con la rodilla en los muslos y me hice daño, incluso la empujé, aunque ella parecía encajar los golpes con pasmosa naturalidad.
Reconozco que estuve tentado de morderle el cuello y de insultarle, y decirle que era una guarra, y que su obligación era gritar. Estaba seguro de que tenía que haber una extraña ley física que me impedía moverla. Parecía que era de piedra y reconozco que llegué a odiarla sin conocerla. Aquella mujer tenía el don de permanecer inmóvil y me había sumido en la miseria, aunque en el fondo pensé que tenía que haber una lógica oculta que me impedía desplazarla. Mi dolor era un elemento más de aquella bufa representación teatral.
Como ya era demasiado tarde para abandonar o cambiar de víctima decidí jugármelo todo a una carta. Se me ocurrió una idea que podía funcionar: le robaría la cartera, esto siempre suele dar resultado. Me froté las manos imaginándome rodeado de gente, algún puntapié, insultos, la policía, y con un poco de suerte una noche en el calabozo.
Aquello era un suicidio frustrado con ribetes tragicómicos. Como estaba encima de ella, no me fue difícil deslizar mi mano sigilosamente hasta su bolso y abrirlo; enseguida la divisé. Sería fácil. Ella seguía rehusando moverse. Noté la piel suave de la cartera y sonreí interiormente pensando en lo que se avecinaba. Estaba retirando la cartera cautelosamente cuando una mano fría y fuerte asió mi muñeca con fuerza hasta hacerme daño. Instintivamente solté la cartera e intenté retirar mi mano de su bolso, pero ella la retuvo con un nervio sorprendente para ser una mujer y se negaba a soltar su presa. Me clavó sus uñas que eran como garfios y estuve a punto de gritar, pero ella continuaba apretando cada vez más fuerte.
Su cuerpo todavía seguía sin moverse y me costó imaginar de dónde sacaba tanta fuerza. Por fin, de un brusco tirón conseguí liberarme de aquel tentáculo que amenazaba con romperme la mano y me separé de ella. Me quedé desconcertado y automáticamente y por instinto de protección me alejé de ella. Por encima de su hombro atisbé una sonrisa cruel de mujer complacida y satisfecha. Sonrisa de mujer liberada y autosuficiente acostumbrada a ganar.
Me dolía la mano y me separé aún más, presa del pánico, y estuve tentado de huir, hasta que reculé sobre el señor mayor que no daba crédito al número que estaba observando.
La gente, que no se había perdido detalle del sorprendente espectáculo que estaba presenciando, estaba ahora en suspense, esperando el desenlace final pero sin decidirse a tomar partido por ninguno de los dos.
Ahora se invertía el papel y era ella la que se estaba moviendo hacia atrás sin darse la vuelta, prueba evidente de que estaba tomando la iniciativa y venía a vengarse. Ingenuamente pensé que después de todo, mi plan, aunque con retraso, había funcionado y pronto recogería los frutos.
Sin disimulo se pegó a mí, siempre sin darme la cara; el primer zarpazo logré esquivarlo y pasó rozando mis partes nobles. Aún no había reaccionado, cuando noté que su mano fría y profesional cogía mi cartera de un fuerte tirón y la metía en su bolso
¡Socorro, Socorro, mi cartera!, grité instintivamente, y el señor jubilado también gritó: ¡Ladrona, ladrona, esta robándole la cartera! La gente, que estaba al acecho, por fin se acercó y la rodearon, hubo insultos, gritos y hasta algún puntapié. Los más exaltados gritaban: ¡Pero a dónde vamos a llegar! ¡Qué poca vergüenza! Los voyeurs callaban.
Entre todos la redujeron y la tumbaron al suelo. Parecían tan agresivos que llegué a temer por su integridad y me alegré de no estar en su lugar. Sentí lástima por ella. El vigilante de seguridad hizo el resto. Cuando se la llevaban, por fin le vi la cara. Era una mujer de mediana edad, guapa, bien vestida y con estilo, y miraba a la gente con la cabeza alta, con dignidad, pero tenía un halo de amargura en su cara que me resultó familiar.
Me miró fijamente, con una suave sonrisa de complicidad, y me dijo: gracias, lo ha hecho usted muy bien pero hoy no era su día de suerte. La próxima vez póngale más ganas.
El Autor de este relato fué Antoni , que lo escribió originalmente para la web https://www.relatoscortos.com/ver.php?ID=7442&cat=craneo (ahora offline)
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2024-12-02
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