La jauría prodigiosa
Estaba en una tienda de muebles, probando uno de esos cojines gigantes a los que llaman puf (será por el ruido que hacen cuando uno se deja caer encima), y que tanto me gustan por recordarme a ciertas personas, de esas que se amoldan perfectamente al peso y la forma de las posaderas que en ese momento tienen encima de su jeto. El vendedor se esforzaba en vano explicándome no sé qué del tejido, a lo que yo asentía de vez en cuando, sin prestarle atención, porque, la verdad, no había entrado allí para comprar nada, sino más bien para relajarme un poco y de modo gratuito. Hacía horas que divagaba sobre un tema del que escribir, pero la inspiración se negaba a auxiliarme (no todos los días tiene uno el ánimo como para llenar con una idea un folio en blanco, o menos); además, hacía poco había sido objetivo de amenazas, por parte de ciertas personas que se vieron retratadas en unos poemillas que escribí para una revista literaria, de ésas a las que tan pocos lectores favorecen arrastrando los ojos por sus páginas de cementerio; por eso y para que nadie tuviera motivos de acusarme, al menos por esta vez, de mal intencionado o de que busco la provocación de egocéntricos lamparones y luminarias que abdican a favor de la estupidez universal, por eso trataba de pensar en cosas inofensivas.
Así estaba, con el vendedor plantado al lado sin dejar de hablarme de las posibilidades de financiación, cuando a través de los cristales del escaparate contemplé asombrado una de las escenas más extravagantes de las que he sido testigo en mi vida: por la calle pasó un tropel inaudito de animales. Aguijoneado por la curiosidad me levante del puf de un salto, dejando al sufrido vendedor con sus palabras-clichés en la boca porque yo estaba saliendo en pos de aquella zarabanda mugiente, chillona y aullante que avanzaba descontrolada por la calle.
La caravana, variopinta donde las haya, daba cabida a animales de tan dispares especies, y a pesar de ello, siendo esto lo más insólito, parecían compenetrarse de manera fuera de lo natural. Allí se removían juntos un perro faldero, una víbora, un buey, un loro, un avestruz y una hiena. Ahora el lector comprenderá mi perplejidad, y tengo por seguro que sabrá imaginarse la ocasión absurda en la que alcancé un tema sobre el que escribir. Reconozco, eso sí, que puede parecer increíble, mas todo cuanto llevo dicho, y lo que falta por venir, es cierto.
¿Adónde iban aquellas bestias? ¿Quizás eran llamadas por algún contemporáneo Noé? No lo sé, pero el caso es que las seguí, sin que al parecer se percatasen de mi presencia, caminando a contra viento. Euromillones con ChatGPT IA
Durante un rato anduve así, observando su comportamiento, de lo que saqué en claro que exceptuando la inusual comunión en que se movían, cada uno hacía lo propio de su especie.
El perro faldero, triste ejemplar de tan noble animal, iba husmeando los anos de los demás, sin parar ni un momento y relamiéndose el hocico; la víbora, como bicha que es, arrastraba su anoréxica barriga por los asquerosos adoquines, sacando la bífida lengua de tanto en tanto, haciendo como que bostezaba sólo para enseñar los colmillos, los dos frasquitos que guardan el veneno, y todo por puro entretenimiento, nada más. El buey, ¿qué podría decir del buey? Pues que era igualito a tantos como él: mego, grande y de mirada inexpresiva, en fin, que era bovino. Encima de la enorme testa de éste, y por su cornamenta no menos descomunal, se enfilaba el loro, pedante como muchos que se consideran genios por el hecho de ser capaces de pronunciar con la lengua lo que piensan con la oreja.
De la hiena y el avestruz no me he olvidado. La primera, carroñera pero simpática, caminaba sonriendo a diestro y siniestro; y no obstante, algo había tras su solícita sonrisa que delataba las mezquinas y truculentas intenciones ocultas entre sus caninos chistosos (seguramente medía la capacidad de supervivencia de cada uno, recreándose en la suculenta promesa de unas entrañas por venir. Tiempo al tiempo). El avestruz, desconcertante pájaro que no puede volar, ingenuo avestruz, al que de poco le sirven sus largas y potentes patas unidas a tan parco cerebro, si cada vez que presiente el peligro mete la cabeza en un agujero, dejando el resto de su caricaturesca anatomía a merced de la amenaza. Tonta.
Como suele sucederme con casi todo, no tardé en aburrirme de aquello y me aparté de la romería.
Lector, no busques moraleja, no la hay. Ni soy persona indicada ni pretendo enseñar nada a nadie. Y a los que aún se nieguen a creerme, desconfiando de la veracidad de esta historia, no tengo más que decirles que miren a su alrededor, a sus vecinos, a si mismos, o, mejor aún, a sus enemigos, en los que siempre suele ser más fácil encontrar semejanzas zoomorfas. Tal vez se sorprendan tanto o más que yo.
El Autor de este relato fué Sergio J. Vera , que lo escribió originalmente para la web https://www.relatoscortos.com/ver.php?ID=9752&cat=craneo (ahora offline)
Relatos cortos ficcion Narrativa Libre La Jauría Prodigiosa
Estaba en una tienda de muebles, probando uno de esos cojines gigantes a los que llaman puf (será por el ruido que hacen cuando uno se deja caer encima), y qu
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2024-09-24
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