El silencio estaba desfigurándolo todo. Por el balcón se precipitaban las últimas gotas del dolor que invitaban a una rosa a seguir viviendo. El llanto doblegaba al silencio poco a poco, despidiéndolo, obligándole a partir.
La vida se anunciaba triste e incierta entre las cuatro paredes blancas, pero fuera, en algún rincón oculto del universo, las mismas lágrimas lapidaban los sueños de quién había invitado al final a bailar esa oscura melodía. La joven, lágrimas en los ojos y ojos en lo vivido, apretaba sus sienes contra la almohada, haciendo esfuerzos tan inútiles por olvidar el tiempo y empezar de cero, que veía imposible la posibilidad de ejercitar el olvido. Nadie sabe que recordaba, ni por qué después le escribiría alguna que otra canción, de esas que no dejan que el recuerdo se escape por debajo de las puertas. Sí, estaba llorando, pero no pensaba en que alguien la pudiese llegar a ver, y mucho menos, aquellos que le acompañaban en cada paso del camino y en los altos le ofrecían asiento para verle mejor. Huía de la mirada furtiva de un buen amigo porque sin quererlo podía erguir la comodidad de reposar en la autocompasión de lo vivido. No, no deseba que nadie le viese llorar, nadie excepto quien o lo que le condenaba a perder esas lágrimas y, por supuesto, estaba claro que al ser así sería nadie el único que la observase.
Hablaba con el infinito recostada sobre el sofá azul que habitaba el cuarto, un lugar inventado que había construido una vez que soñó a todo color. Se puso en pie perdiendo el equilibrio, pero en nada tomó fuerzas para que sonase una historia de amor de las que siempre había querido contar, y con las que seguro que soñaba de vez en cuando. Observó a través de la ventana el mar en calma y como, en la orilla de la playa, el gentío desvirtuaba el último golpe sobre algún tambor: era Enero, pero por ellos parecía que el verano siguiese palpando la zona.
La música no sonaba melancólica, destilaba colores amarillos, vivos y fugaces. Nueces, hablaba sobre nueces en una historia con final feliz, pero y sin embargo ella no hizo sino acrecentar su llanto. Sonreía entre susurros, sí, lo hacía, pero permanecía inmóvil frente al bullicio de ahí afuera, ahogando cada uno de sus pensamientos en la angustia de perderse el día más feliz de su ciudad.
El sofá dejó de ser su barca justo en el momento que escuchó unos pasos huecos más allá de la puerta. No se había dado cuenta, pero tras la huida del muchacho se había quedado abierta, así que supuso que pizca de su tristeza había escapado de allí. Esta vez no tuvo que coger fuerzas. Entre la imágenes en su memoria de los últimos segundos con quien se había marchado secó algunas de sus lágrimas, únicamente las que le resbalaban por el rostro y empapaban sus mejillas. Entró en su cama, se tapó e hizo como si llevase un largo rato dormida. Le gustaba esa sensación; escuchar a alguien decir algo que si supiese que estás despierto nunca lo diría. Blog sobre Formación Universitaria
Escuchó su nombre. Sonaba Alto, Majestuoso, más Alto, Inteligente y Azul. Presionó párpado contra párpado y exprimió así las últimas lágrimas que lloraría por el momento y entonces... se hizo la dormida.
Seguía escuchando los pasos huecos que acompañaban a las voces e invadió su intimidad el adiós que le había hecho llorar. Observó por el rabillo del ojo medio cerrado y se acordó de la rosa que yacía en el balcón. No supo cuantas le traía, pero tampoco descartó la posibilidad de que fuesen mil. Volvió a abrir el ojo izquierdo de un modo mucho más sutil, y observó el libro sobre aquel coronel que observaba el nacimiento de Macondo. Instintivamente lo volvió a cerrar.
Aquel hombre le habló. Le pidió perdón y le prometió mundos mejores. Eran solo dos en la inmensidad, pero el amor comenzaba a hacerse un hueco en el corazón de aquel que tanto le había hecho esperar. Cuando terminó las promesas ella abrió los ojos, sin sutilezas ni miramientos. Le indicó con la mirada el dolor que sentía mientras olvidaba todo lo que le había hecho. Le indicó que se agachase y le cubriese con un abrazo. Volvió a pensar en la rosa, pero esta vez en como había perdido la vida.
No había imaginado que su reencuentro llegase a ser así, aunque sí que había pensado en que aquel momento fuese imposible. También había creído en los trenes de ida y vuelta.
Anotó en su mente la táctica utilizada cuando después se sentó frente a él y encendió un cigarrillo. La embriagó esa sensación indescriptible y así se prometió que jamás derramaría el llanto por llorar por quien no le había querido. También pensó en aquellos que estaban siempre junto a ella, derrotando cualquier pequeño problema; todos y cada uno aparecieron ante su memoria centrifugando un remolino de tenues sentimientos.
Era 20 de Enero y el frío escapó de San Sebastián como el miedo de la seguridad.
El Autor de este relato fué Alberto Acerete , que lo escribió originalmente para la web https://www.relatoscortos.com/ver.php?ID=8718&cat=craneo (ahora offline)
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2024-10-07
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