Relatos cortos ficcion Narrativa Libre Tan sólo la claridad de la Luna...

 

 

 

Tan sólo la claridad de la luna.

Dicen que en tiempos de los Reyes Católicos, entre las calles del Desengaño y San Bernardo hubo una lucha entre los partidarios de Don Álvaro de Córdoba, que tenía su casa fortificada donde hoy se levanta la Iglesia de San Martín, y los de Francisco Crispi Daura, cuya hacienda estaba aproximadamente a la altura de la plaza del Callao. Y dicen que la lucha se interrumpió durante la noche, pero al ver que salía la luna, los caudillos se batieron personalmente a cuchillo: Murieron ambos al pie de una de las torres.

Cuando empecé a escribir este documento, yo no sabía nada de lo anteriormente citado; tan solo tenía claro que debía regresar una vez más al lugar y en concreto a la calle de “La Luna,” donde años antes se gestaron algunas de mis aventuras. Pues había un local cercano a la calle – El Monosabio se llamaba – donde flirteé con un amor anhelado, relación que no llegó a prosperar; quedándose por tanto disminuida en burda pretensión.

 

A finales de Noviembre telefoneé a un viejo amigo y para hacer más entretenido el paseo le propuse hacerlo juntos, entre tanto pensé, podríamos fortalecer nuestros lazos de amistad debilitados por el paso del tiempo y demás circunstancias de la vida.

Comenzamos a recorrer la calle de arriba abajo, pues presenta un ligero desnivel. Lo hicimos desde la Iglesia de San Martín, bonito ejemplo del barroco tardío, en dirección a San Bernardo. Íbamos despacio, con la tranquilidad de quien dispone de tiempo; aunque también, y para las fechas otoñales en que estábamos, hiciera una noche incluso templada. De hecho en un chiringo de una calle adyacente nos sorprendió encontrar unas parejas cenando a la intemperie.

Progresivamente fuimos dejando atrás las calles que mueren o la cortan perpendicularmente. Empezando por la Corredera Baja de San Pablo a continuación la calle de San Roque, la calle de La Madera, la calle Pizarro, Andrés Borrego y Cruz Verde. En esta última me asombró descubrir todavía el viejo fotomatón donde, en una noche breve pero memorable, me fotografié junto a ella…

Nuestros pasos se detuvieron saliendo a San Bernardo. Habían transcurrido apenas diez minutos y ya habíamos dado cuenta de la calle. Nos miramos en silencio, como preguntándonos: ¿Bien y eso fue todo? ¿Así de solemne y aburrido resulta pasear por una antigua calle de Madrid?

No sé quién lo decidió, tal vez ni lo hablamos, pero antes de ser conscientes estábamos recorriéndola en sentido inverso.

El tumulto nos atrapó a la altura de la calle de La Madera, justo enfrente hay una comisaría del cuerpo de la Policía Nacional. Era evidente que ocurría algo pues un corro de hombres y mujeres se apiñaban alrededor de algo o alguien. Nos costó abrirnos paso hasta colocarnos en primera fila. En el centro dos hombres parecían discutir de una forma muy acalorada, en tanto cada uno de ellos sujetaba y tiraba de un extremo de lo que parecía ser un canto o fragmento de granito con algo esculpido sobre él. No pude ver bien el contorno de la talla, pero los sujetos no me dieron la impresión de ser españoles, sino quizá centroeuropeos, ya que los dos se entendían en un dialecto incomprensible que de forma curiosa intercalaban con frases en español chapucero. En un momento dado ambos se pusieron a tirar con tal ímpetu del fragmento que se les escapó de las manos, cayó al suelo y se resquebrajó.

 

A continuación hubo un intervalo de incomodo silencio y expectación, durante el cual los hombres, resollando como astados en celo, permanecieron sin dejar de estudiarse con arrogancia y fiereza.

En un pestañeo uno extrajo de su chaquetón una afinada navaja, arremetió contra el otro y se la clavó sin reparos, lo cual a su oponente no pareció pillarle de sorpresa, sino como si a su vez le leyera el pensamiento, ejecutó otro tanto. Naturalmente apenas fueron segundos de gestos casi imperceptibles, durante los cuales ambos antagonistas, forcejeando, permanecieron hincando su arma en el cuerpo del otro. Cuando por fin se separaron empezó a correr la sangre y un murmullo de alarma y temor se extendió entre la apretada piña de hombres que los rodeábamos. Korean Beauty

Renqueante y malherido cada cual abrió un espacio entre la gente y se difuminó en las sombras de la noche; pues ya era de noche. No menos alterada la gente, al parecer saciada de tanta inmoralidad y degradación, se disolvió en sorprendente silencio. Y así pues, antes del canto de un gallo, mi amigo y yo volvimos a estar de nuevo solos en la calle que ahora ya conocíamos… tan bien.

Pero ¿y qué de la policía? ¿Acaso no escucharon el inaguantable cuchicheo de la gente a solo unos metros de su puerta? Seguro que sí. Pero… ¿y si había solo un precario turno de guardia y optó por la estrategia de hacer el longuis? En ese caso ¡menuda infamia! Aunque, no podía ser. Me fijé con detenimiento en la verja de la comisaría, permanecía entreabierta y en oscuridad; tan solo la claridad de la luna (porque era 26, luna llena caí de pronto. ¡Lo mismo que el día del combate fatal!) al proyectarse y teñir de un matiz azulado las fachadas casi centenarias del barrio. Además no había un alma que entrara o saliera y… ya se sabe… las comisarías, aparte de abiertas, siempre están a rebosar. Luego ¿qué clase de sueño o pesadilla era aquél…? No, nada tan… real.

Volví a mirar de reojo al suelo y me encontré junto a mis pies el dichoso canto o fragmento resquebrajado.

Me acuclillé y lo observé con reverencia y precaución. Mi amigo estaba allí; miraba por encima de mi hombro sin soltar una frase. Y era cierto, los dos estábamos mudos de estupor. Lo tomé entre mis manos y a nuestra espalda nadie ordenó que no lo cogiéramos o que se lo entregáramos. Por contra, aquel pedazo de piedra con el escudo produjo en mí un efecto misterioso. Entonces vi – ambos pudimos ver – la forma que representaba la talla claramente: ¡Era una luna!

Si finalizas San Bernardo en la Gran Vía, justo al otro lado de ésta verás que hay un anticuario (de veras aristocrático) de un judío Sefardí. Allí llevé el “canto” al día siguiente de nuestra aventura y el viejo, un hombre afable aunque desconfiado, pareció impresionarse al examinarlo. Y de inmediato me reconoció la inquietante legitimidad del escudo. Realmente aseguró con voz temblorosa, podía tratarse de la luna labrada en la fachada del palacete que se edificó en el solar donde estuvo la torre, y donde ¡Don Álvaro de Córdoba y Francisco Crispi Daura murieron! Fascinante…

Ese mismo día, no en ese mismo instante decidí entregarla personalmente al Museo de Historia de Madrid. Pero no hice sino salir a la Gran Vía y tropecé con un par de individuos (también de aspecto centroeuropeo) que se me echaron encima como galgos hambrientos y me arrebataron el paquete…

¡Lástima! Verdadera lástima no poder dar parte a la policía sobre algo de lo que ni tan siquiera se tiene una prueba razonable que exista. Resulta absurdo pero así ocurrió. Lo tuve una noche y olvidé tomar la precaución de sacarle unas fotos de…. ¿unas fotos de nada…?

José Fernández del Vallado. 2004.

El Autor de este relato fué Jos%E9 Fern%E1ndez , que lo escribió originalmente para la web https://www.relatoscortos.com/ver.php?ID=7652&cat=craneo (ahora offline)

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2024-11-23

 

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