Vacaciones sí
Introducción.
Aprovecho ahora, primera vez que dispongo de unos instantes de respiro y me encuentro más o menos relajado y a solas, para sincerarme con quien me quiera escuchar y expresar, lo mucho que me hubiera gustado haber podido disfrutar de unas dignas vacaciones aprovechando mi estatus de Rodríguez Veraniego, en cualquier lugar que proporcionara a mis ansias de aventura, mayor aliciente del que hace tiempo encontré en la masificada costa del Mediterráneo. Pero por desgracia, circunstancias ajenas a mí voluntad se antepusieron a mis intereses y me indujeron a vivir lo que estaba ya dispuesto.
Se cumplen hoy tres años desde que sucedió lo que les voy a contar. Y como tres y cinco, que eran los años que por aquel entonces tenía mi criaturita, hacen ocho, se cumplen por tanto los años resultantes desde que se gestó un, en apariencia, irrelevante parto. Y yo me presento: Don Eduardo Casado Llamazares (inocente de mí) en principio incluso hasta me sentí un hombre de suerte. Sentimiento que por fuerza hubo de ceder paso a la amarga realidad, ya que finalmente acabé siendo testigo de cómo el capricho de la genética me deparaba un castigo peor que cualquiera imaginable. Pues ocurrió que la hermosa y tierna criatura que es mi hija, ¡y que nadie ponga en duda su paternidad!, nació siendo una exacta réplica de lo que actualmente es su madre. Sí, ya que en ella ¡en mi pequeña! y como si se tratara de un espejo, se reflejan si no todos, casi todos los defectos y por qué no decir también, las insultantes perfecciones de su madre. Y no sólo en lo concerniente a su físico, sino también está impresa como si hubiera sido fotocopiada, su mentalidad.
Quiero que comprendan que esto supuso para mí un duro golpe que difícilmente podré solventar. ¡Oh! No imaginan cuánto habría dado por que todo hubiera sido de otra manera... Sin embargo, no fue así.
Por cierto tengo treinta años, soy madrileño y todavía albergo alguna esperanza de que lo que les voy a contar se pueda arreglar de algún modo.
I
- ¡Papi, papi! ponme la burbu...ja.
Sí, desde luego, la cría era hermosa. Con ese relumbrante, dorado y ensortijado cabello desplegándose sobre su arqueada frente. Sí, indefectiblemente debo reconocer que era ¡deliciosa! Sobre todo cuando clavaba en mí sus ojitos negros, brillantes como canicas de azabache, y luego depositaba en mi regazo sus delicadas manos, sonrosadas como la piel de un jugoso lechón.
- ¡Anda Papi, pónmela tú. Rosadio no quiede. -
¡Claro! y Rosario, Ahh Rosarito... ¿Saben ? Les diré algo. Ella era también obra de mamá; es decir, de mi Angie. ¡Mamá! Siempre tan atenta y preocupada por todo ¡y por todos! Manteniendo su férrea vigilancia. Pero quieren saber algo. ¿Quién me mandó cometer la imprudencia de consumar un desliz con una extravagante y egocéntrica actriz?
Angie pretendía... No Mejor diré, siempre andaba ocupada en mil cosas. Y el Trabajo, como no, era lo primero; y trabajaba duro lo admito. Desde luego ése era un punto a su favor que no negaré. Pero sobre todo estaba esa otra regla, costumbre o principio, y quizá mala costumbre, la cual sugería que había que hacer lo que a ella le viniera en gana. Circunstancia que contribuía a consolidar, dejando a un lado sus más y sus menos, una teoría que yo había fraguado hace tiempo: mamá era una gran marimandona. Y en fin Si al menos se conformara con eso. Pero no... Y ni siquiera se harán una idea de lo mucho que le gustaba controlar cualquier situación, o lo que es lo mismo, saberse dueña de sus pertenencias o mejor consideraré: de su ganadería. Y ahí es donde entraba yo y lo que me rodeaba. Y así luego ¡venga a dar órdenes!: Eduuuu compra esto, Eduuuu compra aquello, Eduuuu veranea aquí, Eduuuu veranea allá y así etc y etc y etc...
Pero la última y más innovadora de sus ideas fue la de colgarme a Rosario, y la verdad créanme. Esa mujer sí, Rosario, encarnaba los peores defectos que uno es capaz de figurarse cuando oye hablar de chachas. Y por si fuera poco: De Suramérica. ¿Y saben? No es que yo tuviera nada contra los suramericanos; quizá sólo que tuve un par de líos con unas mujeres de por allí y... para qué seguir si con lo de ahora ya tenía suficiente
Supongo que fue tratando de aliviar mí abatido rictus de desolación cuando mi mujer tuvo que hacerme el siguiente comentario, que por desafortunado, bien podría haberse guardado.
- Ya no tendrás ningún motivo de queja ¿Eh? Con esta joya no vas a dag ni clavo.
¡Insoportable Rosario!
Y todavía se atrevió a añadir:
- Con esta encantadorra y trabajativa mujer que te lo va a haceg todo tan fácil...
Sí, fácil, tan fácil... eso dijo. Si solo fuera fácil
¡Zángana Rosario!
¡Ah, por cierto! Al escuchar hablar a mi mujer se habrán dado cuenta de su extraño acento, así que supongo que se lo habrán figurado. Angie era extranjera: Danesa. Concretamente de una pequeña y aburrida localidad que hay en el centro mismo del espacio que conforma la plana y monótona geografía de la península escandinava. La ciudad se llama: Vitborg. Allí pasé o mejor dicho padecí... nuestras primeras vacaciones juntos. Y hoy todavía mantengo en mi recuerdo con acendrado horror, las interminables tardes de sopor que pasé en la casa de mis suegros, saturándome a la fuerza (por desgracia durante mi disciplinada y rigurosa educación me enseñaron a comportarme a base de calentarme a modo con una bien estudiada y fingida imbecilidad) de dulzonas pastas acompañadas por ese café, o mejor llámenle aguachirle que allí se les da hacer tan bien, y que, no sé cómo, conseguía en mi el extraño efecto de acelerar mis neuronas y recalentarlas hasta inducirme unas dolorosas cefaleas que espero no volver a soportar jamás. Porque sinceramente no quiero verme obligado a poner de nuevo los pies en ese lugar ¡ni de casualidad!
No obstante, la vida es así: ¡cruel! Unas horas de estúpido placer, de amor ingenuo y juvenil, implican el arduo sacrificio que hago e hice eso sí, siempre en favor de mi hija. No No podré dejarla. Jamás seré capaz de abandonarla a los brazos de su fría e insensible madre y si alguna vez lo hiciera, antes de irme, por lo menos desearía grabar en mi pequeña algo suyo (No, mío por supuesto no, y ni me importa). En cuanto a su madre como ya dije al principio, lo tiene todo. Sino algo que le forjara un carácter propio, con lo cual tal vez consiguiera desviar sus hasta ahora irremediables inclinaciones. Aunque quizá sea ya demasiado tarde...
A todo esto, Angie, que no era precisamente tonta, se dio cuenta de mi debilidad por la cría, y se aprovechaba de ello. Pues siempre me encasquetaba a Isabelita durante mis vacaciones, que por cierto, ya casi nunca coincidían con las suyas. Aunque esto no era precisamente lo que más me preocupaba. Ya sé que ella tenía amantes... ¡Desengáñense! Así tuve que hacer yo, era una actriz y en las revistas del corazón de vez en cuando se deslizaban algunas páginas que acompañadas de claras y reveladoras fotografías, despertarían recelos hasta en el más ingenuo de los hombres.
En cambio lo que me importaba, lo que me quemaba la sangre, es que con su habitual cinismo y desconfianza - ¿no comprendo de qué? - ella me impusiera aquel insoportable castigo.
Y sin embargo lo sé y lo admito; ¿quién era yo para desobedecer o siquiera plantar cara a las órdenes y antojos de mi Angie? Sencillamente ¡nadie! Tan sólo lo que mi modesto trabajo me había permitido ser dentro de la sociedad: un vulgar aparca coches... Empleado, eso sí, en un selecto restaurante de Madrid.
Yo obedecía, y hacía oídos sordos a las mofas de la gente porque en el fondo sabía que de momento la suerte me había tocado. Y todo esto ¡¿a santo de qué?! se preguntarán ustedes. Sí, lo confieso; es algo estúpido y me avergüenza reconocerlo, pero es el tema de siempre, ya saben: ¡El dinero...! Sí, el sucio y vil metal, sin el cuál, creo que jamás hubiera podido disfrutar de unas decorosas vacaciones en un lujoso chalé
Pero sobre todo créanme, si hacía todo eso era por ella; si, por mi niña.
Acontecimientos.
I
Eduardo Casado Llamazares se hallaba tumbado boca arriba sobre una roca lisa en la que antes de echarse había tenido la prudencia necesaria de colocar cuidadosamente su toalla de baño. Un extraño sopor le invadió mientras evocó una vez más bajo qué extrañas circunstancias se habían conocido Angie y él. Y... dónde iba a ser sino: ¡En su trabajo! Allí fue donde ambos iniciaron la relación. Sí, así había sido... En realidad tan sólo existió un primer y último contacto: el del coito, pensó Eduardo con una mezcla de disgusto e impotencia. Y sin embargo ¿cómo evitar lo que de por si resultó inevitable...?
Ella comenzó siendo nada más que eso... Una cliente habitual. Se trataba de una mujer atractiva y divertida y etc. Aunque antes cualquier mujer con menos de veinte años le habría resultado eso mismo. Ésa quizás era la expresión que mejor resumiera lo que fue por aquella época: Uno de tantos, un vulgar chico del montón.
Y allí estaba ella. Después de zamparse una costosa cena en compañía de aciertos directores, unos días, o bien productores otros, retornando a él para pedirle con un llamativo gesto de encanto las llaves de su impresionante chevrolet de importación.
Pero ¿Por qué siempre que lo hacía tenía que arrimarse a su brazo y contonearse de esa forma? ¿Acaso no se daba cuenta de que le ponía a mil revoluciones?
Sin duda era perfectamente consciente de lo que hacía.
Hay que aclarar que por aquella época Angie ya era la niña mimada y promesa del cine español, como después lo sería en del recatado y esnobista círculo internacional. Y es que ella por naturaleza era así: irresistible para cualquiera.
La noche que sucedió, a Eduardo le dio la sensación como si ella estuviera más receptiva que de costumbre, lo que también pudo ser debido a que había bebido algo más de la cuenta.
Sí Y así fueron las cosas. Como la seda.
Eduardo Casado se preguntó una vez más: ¿Qué culpa tuvo él en lo sucedido? ¿Un cincuenta por ciento, un ochenta, un ciento por ciento? No, lamentablemente ninguna o toda tal vez...
Y Allí estaba Angie, entre aquellos enviciados productores que trataban de engatusarla babeando de deseo con la ilusión de echarse un polvo.
Eduardo era capaz de recordarlo todo con diáfana claridad. Como si se estuviera mirando en un espejo en ese instante.
Aquel día Angie y sus amigos , fueron los últimos en salir del restaurante. Ya en la puerta, uno de aquellos miserables pasó a la acción y abalanzándose sobre el delicado físico de Angie, le puso las asquerosas manos encima. Trataba de llevársela, ya fuera por las buenas o por las malas, a su chalé. Ja, y menudo chalé debía ser aquél. Por lo visto le había costado al tipo, según se jactaba la friolera de cien millones; y tampoco se cortaba un pelo en decirlo con voz de borracho triunfador.
Fue sencillo. Eduardo, que por entonces ya estaba con la mosca en la oreja y era joven y fuerte, sólo tuvo que interponerse entre los dos. Sin embargo a Angie no se la impresionaba así de fácil, y menos con memeces como aquella.
Liberando una sonrisa encantadora supo domar a las fieras. Tomó las manos de Eduardo entre las suyas y sin apenas prestarle atención, le dijo al otro.
- No grasias Paco Hoy Hoy estoy mucho cansada ja,ja,ja...
Luego añadió bromeando aunque... ¡¿Realmente bromeaba?!
- -¡Con quien me voy ir a la cama es con este atractivo aparca coches!
Eduardo pensó una vez más que el éxito de Angie radicaba en que siempre supo calibrar con toda exactitud sus movimientos y también, sus necesidades o apetencias. Ya fueran carnales, económicas o de otra índole. Así dejaba claro que lo que ella deseaba en es preciso instante no era un decadente productor que trataba de beneficiársela exhibiendo el poder de sus millones. ¿Dinero? Dispondría del que quisiera en su momento, pero lo que no tenía, era un joven fuerte y vigoroso para desflorar y en ese momento, era lo que se le antojaba. Ya que a lo largo de su corta vida se había acostumbrado a conseguir absolutamente lo que se propusiera.
¿En cuanto a Eduardo? Sólo aguardaba con toda la inocencia del mundo a hacer su papel de todos los días: Entregarle las llaves y luego ¡marcharse a descansar!
Y lo que habría dado ahora pensó por haber hecho exactamente lo contrario a lo que le dictó su conciencia. Pero tenía un papel aquella noche y... ¿cuál era ese papel? Eso es fácil de decir: El de comparsa. ¿Y su conciencia...?: La de Angie.
No obstante, se hacía evidente que ella le agradaba. Es más, de entre los clientes más o menos asiduos Angie era su preferida. ¿Motivos? Diversos... Aparte de su belleza que por lo demás no era espectacular, poseía atractivo, y sobre todo recordó, le entregaba unas propinas que por aquellos tiempos eran de escándalo. Aunque lo que de verdad le gustó de ella fue el trato que le dispensaba, siempre tan cómo decir ¿familiar, cordial, tan de tú a tú? Después de todo ella era sólo un cliente y con los clientes siempre lo tuvo claro, (hasta aquel momento) no se debía jugar.
Pero por aquel entonces y aparte de hacerle gracia su particular forma de hablar con ese acento que hoy aborrecía tampoco fue capaz de imaginarse que sus intenciones fuesen a ser tan claras...
Así que una vez estuvieron a solas en la protectora e íntima confidencialidad del callejón; justo donde estaba estacionado su automóvil, Angie, mesándose los cabellos inclinó el mentón sobre su pecho y le dijo.
- ¡Sabes!...me encuentrro un poca mareada.
Luego pareció dudar y terminó añadiendo con una voz serena, difícil de negar.
- Escucha. ¿y si pudierras hacerrme el grandísimo favor de acercarrme a mi casa?
Permaneció mirándolo fijamente con aquellos ojos de azabache, que ahora también eran los de su hija, y Eduardo no fue capaz de negarse.
Y ya delante de su portal un favor más sin importancia. Sencillamente le pidió si podía acompañarla hasta el apartamento.
Una vez en su interior Angie, como por ensalmo, mejoró. Y cuando Eduardo quiso darse cuenta, ella lo tenía preso entre sus tentáculos y le agradecía a su manera:
El mejorr trato que nadie me haya dado jamáss
¡Recordó tan claramente aquella frase...!
II
Se incorporó tratando de no dañarse los pies con las traicioneras piedras de la playa.
Ese día se encontraban en una acogedora cala rodeada de paredes semicirculares de piedra caliza, a la cual se accedía después de estacionar el coche en una explanada que se extendía a unos veinte metros de altura sobre sus cabezas. Para llegar allí, antes era preciso descender por un incierto camino horadado en la arcilla reseca.
Una vez de pie Eduardo se aseguró de nuevo de cual era la situación del grueso y opulento corpachón de Rosarito. Y allí estaba, tendida como una masa de gelatina sobre los salientes de unos grandes cantos rodados, a los que supuso, su cuerpo se amoldaría con suma facilidad.
Volvió a preguntarse, ¿por qué iba a aquella playa si tanto le desagradaba? Recapacitó. Sin duda existían dos motivos. El primero y quizás al que concedía mayor importancia: Era la preferida de Isabelita. En cuanto al segundo era tan sólo mera satisfacción personal. Sí, y hasta quizá pudiera parecer un tanto cruel y así era, cruel. Pero sólo el hecho de ver a Rosario ¡arrastrarse, sudar y sufrir! la dura ascensión de regreso al automóvil, le producía unos escalofríos de regocijo tales que... ¡y a qué que seguir pensando..!
Así que ajustó cuidadosamente la correa con la burbuja de plástico a la espalda de su hija y luego ordenó arrogante.
- ¡Vamos Rosario! ¡A qué espera! ¡Déle un baño a la cría de inmediato!
Rosario, desde su desahogada posición giró con lentitud la cabeza para observar, en tanto se desprendía de los cascos. Probablemente estuviese escuchando cualquier tema musical con ñoñas y convencionales letras sobre amores frustrados. (Justo el tipo de canciones que volvían locas a las crías quinceañeras y también a las amas de casa jóvenes y en exceso despechadas como ella).
Aunque en realidad Rosario sólo tenía diecinueve años, presentaba ya algunos de los síntomas que en determinados momentos pueden hacer insufrible a cualquier mujer adulta. Si, de esa manera pensaba Eduardo. Y... ¿qué? ¿Quizá era una forma de pensar machista?, se dijo. Aunque ¿por qué tenía que ser eso cierto? Bueno, pues si lo era qué. ¡Al carajo con las feministas! Él, desde luego, no iba a cambiar. Recetas de cocina tradicionales y comodas
Haciéndose la despistada Rosario volvió a reclinar la cabeza. Con ese gesto sólo consiguió irritarlo más todavía, y profundamente chasqueado repitió con una voz fuera de tono.
- ¡ROSARIO! Haga el favor de venir aquí. ¡Ahoraaaa!
Y para su sorpresa esta vez ella se atrevió a replicar con ironía.
- ¡Allá mismito que voy, Señor Ca-sa-do!
Eduardo palideció de rabia. ¿Por qué esa mujerzuela tenía que nombrarlo por su desagradable apellido? Empezaba a ser consciente de que lo hacía adrede, a sabiendas de lo mucho que le molestaba.
Por fin logró reunir a ambas y encomendó a Rosario la vigilancia de la cría.
Necesitaba darse un baño que le refrescara de una vez por todas las ideas y sobre todo lo librara del sofocante calor que estaba pasando.
Nadaría hasta el Pie de Isolda. En realidad el Pie de Isolda no era más que un diminuto escollo que sobresalía algunos metros por encima del nivel del mar a unos trescientos metros de la playa.
Disfrutaba buceando. La sola visión de los pequeños bancos de pececillos que nadaban bajo el mar era prácticamente lo único que en realidad apreciaba de sus visitas a la cala. Por desgracia, aquel mar superpoblado, estaba lejos de parecerse al excitante y arriesgado mar Caribe, donde recordaba haber realizado algunas de las mejores inmersiones de su vida. ¿Podría regresar allí algún día? se dijo.
En realidad presentía que no. Hacía ya bastante tiempo que sus relaciones con Angie habían tocado fondo. Curiosamente, allí mismo, en aquel paraíso de ensueño, había sido donde se inició su inevitable ruptura. Por aquel entonces, eran ya un matrimonio que se ajaba como una flor marchita: pétalo a pétalo. Y allí fue donde Eduardo desarrolló su particular gusto por contemplar los fondos marinos, comportándose como fiel observador; puesto que si bien en una ocasión se dejó seducir por las emociones de la pesca submarina, al final aquella nueva iniciativa, lo único que le deparó fue un gran susto, al comprobar cómo su primer único y por ende último disparo se fue a clavar en las nalgas de uno de sus compañeros de inmersión.
Aquello sin duda le marcó para siempre, y después jamás fue capaz de repetir la experiencia. Y es que ¡menuda experiencia!
Se introdujo en el agua. Una vez superado un primer escalofrío se sintió verdaderamente a gusto. Allí sí estaba aislado de los problemas del mundo. Refugiado tras las gafas de buceo, inmerso en lo que le pareció una enorme pecera sin límites.
Prosiguió nadando. Según se distanciaba de la orilla la profundidad se hizo mayor, así como también la claridad de las aguas circundantes.
Dejó atrás los últimos bañistas y continuó progresando hacia el pequeño y afilado escollo. Ahora por bajo él, a unos nueve metros de profundidad, una inmensa pradera de posidonias unas algas de un color verde parduzco mecía sus cintas abrillantadas, y entre ellas, salteados de vez en cuando, pequeños bancos de curiosos pececillos pastaban como si fueran rebaños de ovejas.
Siguió avanzando, hasta casi tropezarse con la transparente masa de de vidrio de una medusa, que flotaba suspendida en la nada, mientras se movía a un compás indescifrable. Bajo ella, formando una mortífera red, sus tentáculos se proyectaban como venenosas lanzas de neón.
Alcanzó los escollos y comenzó a bordearlos.
En la parte oculta a la playa, acantilados de piedra formaban caprichosos pliegues y cavernas, hasta perderse en la inmensidad de un azul marino intenso.
Dosificó su esfuerzo y en progresivas inmersiones buceó. Terminó de bordear la roca hasta quedar expuesto de nuevo del lado de la playa, donde se topó con una hermosa dorada, que al verse sorprendida, escapó de las rocas en dirección a la seguridad de las aguas profundas.
Finalmente se dio por satisfecho y decidió regresar.
Consultó su reloj; comprobó que eran las tres de la tarde. Sintió hambre y también inquietud. ¡A saber qué habría hecho la atropellada Rosario con su pequeña! Aceleró la cadencia de las brazadas, entonces fue cuando se sintió por primera vez acompañado...
III
En la playa, Rosario, contrariada por el hecho de tener que vigilar constantemente a Isabelita, al fin parecía haber hallado una solución a su problema, al aproximarla junto a un grupo de críos de su edad, que al estar también vigilados por la presencia de sus respectivas madres, le permitieron descargar su atención.
Así le fue posible distraerse y hojear las páginas de una revista del corazón que obtuvo en préstamo tras una aduladora charla de otra ama de casa. Aunque para Rosario la otra mujer distaba de encontrarse a su nivel al menos así lo sentía ella. La otra no era más que una esclava sin otras aspiraciones en la vida que obedecer ciegamente las imposiciones de las personas que tuviera por encima. Estaba claro que a ella no le iba a suceder así. Con ese espíritu no era con el que se había visto obligada a abandonar su tierra, dejar a su familia y aventurarse en Europa. No, ella tenía sus razones para llevar a cabo el sacrificio que padecía y sobre todo, sus planes.
En principio pensaba en volver. ¡Deseaba volver! Y regresaría... Pero sólo lo haría con la cabeza bien alta. Sin embargo y por desgracia, todavía habría de afrontar las vejaciones a las que ahora era sometida. Desde luego recapacitó ¡qué trabajo cargante el de estar pendiente todo el día de una niña! Sobre todo sintiendo que su verdadero anhelo era culminar siendo una buena secretaría y ¿por qué no?, como su admirada señora ¡una gran actriz! Aunque en el fondo supo que aquello quizá fuera subir demasiado el listón.
No obstante, la señora representaba para ella el mejor ejemplo a seguir, en tanto que el señor... ¡No lo entendía! Era lo único que no podía comprender de la señora. ¿Cómo había cometido la inexplicable bobada de casarse con aquel incompetente? Sólo hallaba una razón: Su señor era indudablemente guapo. ¡Guapo pero nada más! Porque aunque su físico le diera la razón, por lo demás, era un completo desastre. ¡Sí!, lo odiaba. Aunque una cosa era cierta, mientras su señora fuera quien siguiera mandando ella continuaría a sus órdenes.
IV
La oscilación de la onda producida por alguien nadando a su espalda inquietó a Eduardo y le hizo volverse de forma violenta. Detrás no vio a nadie...
¡¡Lo vio!! Surgiendo a su derecha desde la nebulosa oscuridad del fondo. El pez se desplazaba con pausada lentitud y armonía, merced al impulso que le proporcionaban sus desmesuradas aletas...
Eduardo permaneció aturdido, sin hacer otra cosa que contemplar con fascinación, sin saber a ciencia cierta si las sensaciones que sentía eran producto del agarrotamiento repentino que de pronto se adueñó de sus músculos o una simple reacción por el hecho de saber que lo que estaba frente a él era un tiburón; igual a los que había visto en los documentales de la televisión, o si no en el interior de la amplia pecera del Zoo. Aunque este fuera incluso más grande, pensó... Sí; desde luego era mayor. ¡Enorme! Sin duda se trataba del mayor pez que había visto nunca. No obstante, no dejó de sorprenderle que le estuviera pasando a él. ¿Era un sueño? En todo caso el sueño de su vida hecho realidad: Él, frente a un tiburón.
La sensación que estaba experimentando lo mantenía sumido en un absoluto estado de perplejidad. ¿Cómo era posible? siguió preguntándose. ¿Estoy en el Caribe?, se tuvo que preguntar. ¡No!, continuó siendo su respuesta ¿Luego entonces ? Aquellas horrendas mandíbulas que sobresalían bajo el morro en forma de proyectil y se asemejaban tanto a una sonrisa macabra ¿eran reales?
Comprobar la certeza del hecho fue lo que de nuevo lo devolvió a la realidad. Y es que de pronto sintió miedo, o más aún: ¡pánico! Hasta tuvo la impresión de que se descomponía en su ajustado bañador. Aunque ni siquiera se molestó en comprobar si esa supuesta apreciación era o no cierta. Porque ya sólo tenía ojos para la majestuosa o fascinante pesadilla.
Pero el pez sin duda era real, como la vida misma. Continuó aproximándose y pasó a su lado rozándolo. Entonces Eduardo pudo ver cómo lo auscultaba con su ojo similar al de una víbora y también ponzoñoso e irritado; y no lo dudó más. El pez se hallaba hambriento. Y sin duda el bicho no era tonto. Antes de lanzar su ataque parecía querer calibrar los riesgos inmediatos que pudiera depararle el curioso bocado que se ofrecía a sus mandíbulas.
Los primeros movimientos que Eduardo logró realizar tuvieron el objeto de ahuyentarlo. Primero se le ocurrió que expulsando una gran cantidad de burbujas... A veces Al menos eso había leído en algún lugar. Pero el escualo no se inquietó lo más mínimo, sino al contrario. El hecho pareció excitarlo y despertar todavía más su voracidad. Ya que de nuevo le rodeó dándole otra pasada que esta vez casi consiguió hacerle vomitar del susto. Pero no. ¡No debía hacerlo!, si no, Eduardo tuvo que repetirse, sería la última vez que lo hiciera. Eso también le permitió apreciar lo apetecible, extraño y también asequible que debía resultar para un predador así de formidable. Fue precisamente el proceso de alcanzar tal conclusión, lo que terminó por disparar la adrenalina acumulada en su organismo, lo cual asimismo desencadenó que se pusiera en acción su instinto de animal acorralado. De forma que por primera vez sus atemorizados ojos se apartaron de la visión del pez para sacar la cabeza fuera del agua y vocear como un exaltado pidiendo auxilio.
V
Rosario resucitó de su somnolencia al escuchar lo que parecían los gritos de una o varias personas pidiendo auxilio. No supo de donde procedían. Pero instintivamente su mirada se centró en la superficie del mar y entonces fue cuando los vio.
A unos doscientos metros de la playa había un hombre que se debatía en el agua. Braceaba, aparecía gritaba y desaparecía para volver a resurgir. No logró distinguir quién era la persona que se encontraba en peligro, pero de lo que sí tuvo certeza fue que sus gritos se fundían con unos quejidos más agudos que le parecieron el llanto de...
Rosario se incorporó, y vio flotar a lo lejos la burbuja naranja. Estaría a unos ciento cincuenta metros de la playa, entonces vio también los cabellos rubios de la niña que lloraba... ¡Era Isabelita!
Sus ciento diez kilos de carne retumbaron chapoteando ruidosamente al entrar en contacto con el agua.
Nadie más reaccionó en la playa; una cala que por otra parte carecía de vigilantes. Además, la escasa gente que permanecía todavía a esa hora del almuerzo, pronto quedó enmudecida de asombro al ver cómo la obesa mujer, desplegaba en el agua, una agilidad y maestría difícilmente superables. Y desde luego, cabe decir, no por alguno de los hombres que en dicho momento se hallaban allí.
Y es que Rosario, en su país, había crecido junto al mar, destacándose pronto como una excelente nadadora, que desafiaba y vencía incluso a los intrépidos muchachos de su pueblo.
VI
Eduardo se encontraba al límite mismo del colapso. No hacía sino emerger gritar y sumergirse de nuevo, donde el tiburón, que parecía disfrutar con aquel juego aciago, continuaba girando en torno a él en tanto con pausada lentitud, iba estrechando el cerco.
En un momento dado el pez se giró por completo, orientó su morro hacia la víctima y comenzó a avanzar en línea recta. Entonces Eduardo tuvo la certeza de que ése iba a ser el ataque crucial.
Se aprestó a morir; y se dispuso a recibir su irremediable destino con una insólita calma. Pero de una forma espontánea, un valor desconocido se hizo dueño de su espíritu y lo ayudó a enfrentarse a la pesadilla. Su horrible y a la vez hermosa pesadilla...
Sin perder de vista la faz del escualo, con el ridículo tubo de inmersión por toda arma, comenzó a efectuar extravagantes aspavientos con su cuerpo: retorcía la boca, gritaba, escupía burbujas. Sin embargo resultó en vano. El pez se le echó encima y empujándolo bruscamente, como quien quiere quitarse una molesta carga de encima, lo apartó a un lado y pasó de largo.
Eduardo se sintió morir; pero casi a continuación se recuperó del susto, dándose cuenta de que aún seguía entero. Pudo oír entonces un intenso chapoteo y al elevar la vista sobre el perfil transparente del mar, vio un cuerpecillo que se debatía en la superficie. No Ya no había duda, ¡sin lugar a dudas continuaba soñando! Pero esta vez no. Era el cuerpo de un muchacho, certificó con horror. E interponiéndose entre ambos, el pez, que preso de una hipnosis inevitable pausadamente dirigía su corpulenta inmensidad hacia donde el crío se revolvía.
Eduardo emergió como le fue posible, pues se quedaba sin aire y no hacía más que tragar agua. De seguir así por más tiempo no hubiera tardado en ahogarse.
Volvió a centrarse y entonces su fatiga se tornó en asombro, al ver a quién vio nadar raudo hacia el chico... No podía ser El pez, moviéndose con elegancia, varió una vez más su rumbo y fue hacia donde ¡estaba la mujer! Porque quien estaba en el agua a tan sólo escasos metros del crío era una mujer; y de pronto resultó ser que el crío... ¡ya no era tal! El cuerpecillo que se debatía llorando envuelto en un flotador naranja, era el de una niña. De golpe vio con claridad y pudo reconocer impresionado. Era ¡su hija Isabelita! No obstante, su sorpresa fue en aumento, porque la mujer a quien había visto venir inmediatamente detrás no era otra que Rosario. Y encima llegaba sonriente como satisfecha de una hazaña
Sus sentidos, sus emociones contrapuestas ya no dieron crédito a lo que estaba ocurriendo y tardó... ¡tardó! demasiado en reaccionar. Es más, se quedó bloqueado por completo, sabiendo de antemano, que contra aquello era imposible luchar.
Y por desgracia tuvo razón. Imposible hacer... ¿?
Justo en el preciso instante en que Rosario daba alcance a la cría y la rodeaba con sus gruesos brazos, el escualo viniendo desde abajo la atenazó por ambas piernas. La expresión de Rosario cambió, pero en ningún momento dejó translucir miedo. Es más, Eduardo tuvo la impresión de que su rostro ni siquiera dejaba de mostrar su habitual sonrisa burlona. Y en el breve lapso de tiempo en que era aprisionada por el pez le miró, lo vio y esto fue lo que dijo:
- ¡Señor! ¡Por Dios! ¡Que no le vea yo cuidar mal de la niña!
Sus brazos se abrieron y liberaron a la cría. En ese momento una fuerza colosal la succionó.
Ambos, pez y víctima fueron descendiendo lentamente en la bruma azul marino, hasta perderse en la oscuridad.
EPÍLOGO.
Desde la playa, ninguno de los testigos del suceso pudo ver en ningún momento al escualo. De pronto perdieron de vista a la mujer e inmediatamente, todos sin excepción, supusieron con innegable claridad que la gruesa mujer se había ido a pique ahogándose sin remisión.
Al principio, cuando relaté lo sucedido a los miembros de la cruz roja que me rescataron junto a mi hija, a bordo de la Zodiak, me miraron con ojos de incredulidad. E incluso llegué a adivinar en sus rostros un atisbo de ironía. Sin duda la propuesta era demasiado atrevida: ¿Tiburones en una tranquila playa del mediterráneo? ¡Venga ya!, debieron pensar.
Ellos tenían razón. Y ahora comprendo que me tomaran por loco o traumatizado tras el incidente; y más teniendo en cuenta que inmediatamente después se enviaron equipos de buceadores para tratar de rescatar el cuerpo de la desafortunada Rosario. Naturalmente, no encontraron rastro de ella, pero lo peor fue que tampoco avistaron ningún tiburón, y a lo sumo capturaron alguna que otra platija.
Imagínense, fue como si el monstruo hubiese surgido de la nada para cobrarse una pieza, y quién lo diría, para librarme de Rosario. Pero de paso, también para arruinar mi vida para siempre, porque después del incidente la ley me ha prohibido la custodia de mi hija y ahora ella está otra vez en manos de su madre, mientras yo permanezco enclaustrado en este centro Si; así de injusta es algunas veces la vida...
Y ahora quiero preguntarles, y cuánto me gustaría estar frente a ustedes mirándoles directamente a lo más profundo de sus ojos.
¿Han creído una sola palabra de lo que les he contado? No. Claro que no. ¡Seguro que no! Pero ya lo sé y no me importa lo más mínimo. ¡Sin duda siempre seré un eterno incomprendido!
El Autor de este relato fué Jos%E9 Fern%E1ndez , que lo escribió originalmente para la web https://www.relatoscortos.com/ver.php?ID=7651&cat=craneo (ahora offline)
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2024-10-07
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