Nunca sabré cómo narrar esta historia, si en primera persona, en tercera o ocaso podría contar lo que me sucedió en aquella mañana del mes de Mayo en forma de libro hablado. Siempre me fascinaron las escenas en las películas en las que sus protagonistas, entre las tinieblas de un cuarto oscuro o el halo del humo de un cigarrillo, encienden una vieja grabadora y comienzan a narrar la fascinante historia de su vida. Pero yo no soy Brad Pitt en Entrevista con el Vampiro y seguro que con lo torpe que soy, después de 10 horas de soliloquios, me daría cuenta de que ese aparato de marca japonesa no tiene pilas y tenga de empezar de nuevo, para lo cual no tendría ni fuerzas ni ganas y el mundo entero se perdería esta gran historia que a continuación les voy a describir.
Como iba diciendo, todo ocurrió en una soleada y fresca mañana del mes de Mayo, mes en el que escribe cumpliría la maravillosa edad de 26 años. Me encontraba más sano, más vital y más fuerte que nunca, a pesar de esa apestosa alergia a todos los árboles, a todas las plantas y a todo bicho viviente que aparece en primavera. De niño, era un ferviente amante de la Naturaleza en general y de los árboles y plantas en particular, pero desde que a la edad de once años me detectaron una alergia a más de doscientos tipos de pólenes experimento un especial interés, sobre todo en determinada época del año, en que la Amazonía entera arda en llamas purificadoras desde Brasil a Bolivia, desde Venezuela hasta las llanuras bajas del Perú.
-Rodea si puedes el Parque de Andalucía que hay se reúnen en maléfico aquelarre los robles y las acacias, los castaños y los sauces llorones- me decía a mi mismo, marcándome mentalmente un seguro itinerario exento de pólenes y de insectos. Aquella mañana, como otro día más me dirigía solemne a ocupar mi puesto en la Compañía Telegráfica (trabajo en el departamento financiero de una multinacional de telecomunicaciones, pero me encanta ese aire majestuoso y acartonado que utilizan los grandes escritores iberoamericanos al hablar de sus personajes de ficción ) cuando un sobrecogedor y desagradable zumbido irrumpió en medio de mi tranquilidad.
-Ya están aquí todas las mosquitas de Madrid para llevarse medio litro de mi sangre- Pensé. Y las llamo mosquitas porque hace tiempo aprendí en uno de esos documentales que ponen en los canales temáticos que el sexo de los mosquitos que nos chupan la sangre es siempre femenino, ya que necesitan proteínas para los huevos que atesoran en un su vientre. Mi madre siempre me decía, cuando en las vacaciones de verano en el pueblo, me levantaba literalmente acribillado por las picaduras de las mosquitas, que me picaban porque tengo la sangre dulce. Yo no sé si existe la sangre dulce o salada, con sabor a canela o a ketchup, pero lo cierto es que mientras mis hermanos contaban con tan sólo una o dos picaduras en su cuerpo, a mi no me bastaban los dedos de las manos ni de los pies para contar esos pequeños granitos en los que podía distinguirse sin demasiado esfuerzo el minúsculo agujerito por donde se había cometido el nocturno asalto. Posteriormente y con los años, llegué a la conclusión de que no eran las mosquitas las que me fastidiaban los primeros días del verano, sino que en la cama donde dormía, era, además, el único hogar de generaciones de chinches y de pulgas, que preferían fijar su residencia en un colchón de lana de los años cuarenta, que en la dura y salvaje campiña manchega.
Pero aquel desagradable zumbido no era como el de las mosquitas, era más fuerte y más persistente. Como entonado en Do Mayor. Pensé por un instante en que tal vez pudiera tratarse de una mosquita mezzo soprano, que se acercaba hacia mí, entonando su personal canto aniquilador. Pero no pensaba- si fuera una mosquita de verdad, ésta debía de ser al menos del tamaño de una golondrina. ¿Una abeja tal vez? Pero ¿qué hacía una abeja persiguiéndome a las nueve menos veinte de la mañana?
No le di más importancia hasta que llegué a la parada del autobús que debiera dejarme a las puertas de la Compañía Telegráfica y noté como aquel zumbido se iba transformando poco a poco en una fina y casi imperceptible voz femenina. De pronto el zumbido pasaba a ser sonido principal, de pronto aquel ininteligible, dulce y misterioso susurro pasaba al primer plano cobrando el más absoluto protagonismo.
Siempre me han fascinado las historias y los cuentos en los que un pequeño ser de ficción e imposible, ya sea un hada del bosque, un elfo o un enano de jardín, hablan a su protagonista y a base de reconocer errores de su pasado hacen al sujeto convertirse en una mejor persona en el futuro. Pero yo no tenía jardín ni antes había sido un rico multimillonario neoyorquino al que nada le importa el espíritu navideño. Tan sólo era una persona joven, sana y normal, que había cogido el autobús número 182 para pasar el día entre facturas, albaranes y hojas de cálculo Excell.
Sentado en la parte de atrás del autobús miraba preocupado detrás mía no fuera que realmente hubiera allí una enorme mosquita, una abeja o una gigante libélula de vivos colores moviendo apasionadamente las alas para mi total desesperación.
Pero nada de eso había. Unicamente estaba yo en los asientos traseros del autobús, sin insectos charlatanes, ni mágicos seres de los bosques griegos, ni bellas y perturbadoras sirenas llorando por algún marinero ahogado.
Toda clase de enfermedades mentales y tumores cerebrales pasaron por mi mente en los aproximados quince minutos que normalmente duraba el trayecto. Esquizofrenia. Paranoia. Trastorno Bipolar. Pánico. Quiste en el cerebelo. Parálisis en lóbulo frontal. Léase enfermedad neuronal degenerativa. Léase muerte por infarto de ictus. Juegos borrados de la play store
A tres paradas de mi destino iba haciendo repaso acerca de si en mi familia existían antecedentes por enfermedades mentales y realmente no encontraba ningún caso excepcional, salvo el de mi tía abuela Margarita, que a la edad 35 años un día decidió que se había cansado de su vida de madre y esposa y una mañana se la encontraron en paños menores bañándose en la fuente de la plaza del pueblo gritando por la liberación de Francia del yugo británico. La cosa no hubiera sido tan extraña si mi tía abuela no hubiera vivido en un pueblo extremeño y en plena dictadura de Franco. Ni que decir tiene que pasó el resto de sus días en un sanatorio mental en alguna parte de la Sierra de Guadalupe.
O tal vez pensaba- que lo que me ocurría era un nuevo efecto secundario de la Loratadina, el antiestamínico que debía de tomar todas las mañanas en ayunas durante veinte días para disminuir los efectos de mi alergia a las gramíneas. Recordaba haber leído que podían producir sobre todo en los primeros días, vómitos, diarreas y falta de concentración pero nada respecto a un constante zumbido y una voz femenina intermitente que como una termita sigilosa comenzaba a horadar mi mente, mis pensamientos y quién sabe qué si en los próximos días continuaba tan excepcional y desconcertante acontecimiento.
Por fin el autobús se detuvo justo delante de la puerta de la Compañía Telegráfica. Como cada mañana, saludé a Nicolás, el portero, que como casi siempre, se encontraba leyendo un famoso diario deportivo. Cogí el ascensor y pulsé la tecla que me subiría a la planta séptima de un edificio de treinta y seis pisos. La Compañía Telegráfica era dueña de las plantas una a la décima y jamás había subido más allá de allí ni tan sólo para visitar un lujoso restaurante francés que decían- habían abierto en la planta trigesimosexta, aprovechando la salida al ático, donde en verano estaría decían- la terraza mas chic de la ciudad.
Por mi parte, siempre había fantaseado con lo que habría en el resto de plantas. Para la planta vigésimo tercera me imaginaba una tienda de antigüedades y cosas raras, donde se amontonaban cascos de soldados alemanes de la II Guerra Mundial con el cuerno tallado de un falso unicornio. Para la planta decimoquinta, me imaginaba la nueva delegación de la librería del 84 de Charing Cross Road, en Londres, donde todavía vivían sus protagonistas empaquetando con todo cuidado volúmenes de Mills o viejas biblias protestantes. La planta decimosexta estaba ocupada por una clínica estadounidense donde secretamente actores de Hollywood y famosos de todo el mundo iban a hacerse curas de desintoxicación de drogas, alcohol y somníferos. Allí me imaginaba a Drew Barrimoore y a Kate Moss charlando amigablemente sobre sus progresos en la terapia mientras, Courtney Love y Liza Minelli bromean con un resucitado River Phoenix.
Mientras imaginaba en qué eran empleadas el resto de las plantas de aquel moderno pero de alguna manera señorial rascacielos, no me había dado cuenta de que tanto el extraño zumbido como la misteriosa voz habían cesado total y misteriosamente. Tan sólo podría escuchar el natural sonido del ascensor al moverse levemente cuando éste pasaba de una planta a otra superior.
Durante unos cincos segundos una enorme sonrisa ya se había implantado en mi gesto, cuando, de repente y no por conocida, menos inesperada, tanto la misteriosa voz como el desconcertante zumbido se habían fundido en otro ruido totalmente diferente pero el doble de molesto, el triple de nítido y el cuádruple de desconcertante.
Como si de otro día normal se tratase, me dispuse a colgar mi chaqueta en la percha de roble del final del pasillo, a encender mi ordenador y empezar con mis tareas diarias, decidido a ignorar por completo aquellas manifestaciones quién sabe si demoníacas que desde esa mañana y quien sabe hasta cuándo había comenzado a experimentar. De repente, y tras unos minutos delante del ordenador, un nudo de terror se puso en mi garganta al imaginar que tendría que pasar toda la vida acompañado de ese zumbido tormentoso, con esa voz aguda que no decía nada descifrable. Decidí ir al cuarto de baño a lavarme la cara, ya que tal vez todo era un sueño, una desagradable pesadilla. Quizás el agua fría consiguiera hacerme despertar y volver a mi cama, plácidamente vestido con mi pijama de planetas y estrellas.
Entré aterrado en el cuarto de baño. Éste estaba justo al otro lado de la oficina, en el ala oeste. Me incliné y me dispuse con las dos manos a humedecer mi cara el tiempo que fuera necesario. Por sorpresa, el silencio. Un pitido. Otro pitido. Tres pitidos más. Al fondo, casi imperceptible la voz que decía: Son las nueve de la mañana, las ocho en las islas Canarias. Cadena SER, Servicios Informativos. Me miré en el espejo, con las gotas de un agua gélida resbalando sobre mi cara. Desde mi oreja derecha, sigilosamente un finísimo cable negro se abría paso hacia el bolsillo de mi camisa azul tinta, donde acababa decidido y brusco mi moderno reproductor de MP3.
El Autor de este relato fué UnicornioAzul , que lo escribió originalmente para la web https://www.relatoscortos.com/ver.php?ID=10770&cat=craneo (ahora offline)
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2024-05-20
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