Relatos cortos humor Sexuales La llamada del amor

Mi primera experiencia sexual me acaeció a los cuarenta y dos años. Sí, ya sé que parece que sea ésta una edad considerable, pero es que siempre fui de los que opinan que hay que esperar a la mujer ideal y a esa, vaya suerte la mía, no le vino en gracia pasar por delante de mi cara hasta esa edad. Era puta de profesión y además me cobró por acostarnos, pero estos nimios detalles no pueden empañar el tremendo amor que nos profesamos ni el deleite que sentimos al estar juntos, aunque sólo fueran cuatro horas, ¡qué cuatro horas!, sería mejor decir. Tampoco lo hace el hecho de que

 

 

 

LA LLAMADA DEL AMOR

Esto del amor es lo que tiene. Como lo del sexo. Toda una vida preparándote para ese momento mágico en el que al fin puedas darlo todo por una mujer, y mira tú por donde que una y no más, santo Tomás, que voy y la palmo a las primeras de cambio.

Mi primera experiencia sexual me acaeció a los cuarenta y dos años. Sí, ya sé que parece que sea ésta una edad considerable, pero es que siempre fui de los que opinan que hay que esperar a la mujer ideal y a esa, vaya suerte la mía, no le vino en gracia pasar por delante de mi cara hasta esa edad. Era puta de profesión y además me cobró por acostarnos, pero estos nimios detalles no pueden empañar el tremendo amor que nos profesamos ni el deleite que sentimos al estar juntos, aunque sólo fueran cuatro horas, ¡qué cuatro horas!, sería mejor decir. Tampoco lo hace el hecho de que ella hablara con su chulo y fumara un tremendo Farias mientras saltaba sobre mi cuerpo, porque en esta aparente desidia con la que me amaba, se subyugaba su temor a mostrar ante el mundo que por primera vez quería de corazón a un hombre.

Fue que la conocí por casualidad, paseaba por el barrio chino a altas horas de la noche, tratando quizás, sin querer aparentarlo pero siendo cierto al fin y al cabo, de desquitarme de una vida amarga hasta el extremo que no me daba todo lo que de ella esperaba. Así estaba, meditabundo y triste, cuando un ángel se apareció ante mí, una vaporosa doncella que flotaba en lugar de caminar, una dulce ilusión que brillaba con luz propia en aquella noche oscura hasta entonces, y que dijo esas primeras palabras que nunca seré capaz de olvidar:

- ¿Me das fuego, chato?

Quedé embelesado de su mirar. Su excelsa figura hizo que el tiempo se parase y que sólo nosotros, ella y yo, fuéramos los dueños de la eternidad. Lástima que la eternidad fuera tan efímera. De cualquier manera, en seguida comprendí que también ella había sentido la excitante atracción hacia mi persona, cuando, tras acercar el mechero a unos labios tan deliciosos, pregunté si me haría el honor de cenar a mi lado.

- Lo que tú quieras, chato. Cuarenta euros la hora, doscientos la noche – me contestó.

¡Qué bella fue la vida en aquellos mis postreros minutos! ¡Qué recuerdo imborrable me llevo al morir!

Cogimos un taxi, no estaba dispuesta a caminar hasta el restaurante. Yo, que había pensado que un paseo bajo la luz de la luna sería romántico y cimentaría aún más el gran amor que ya sentía en aquellas horas, tuve que acceder a su petición por miedo a que el comienzo de nuestra vida en común fuera soportado por cimientos de barro. Tiempo habría para cambiar ese temperamento irascible. Así que puse mi mejor sonrisa, mientras le decía que no un taxi, sino un carruaje tirado por cien corceles blancos pondría a sus pies si me lo pidiese. Y me lo pidió.

Tuvimos que conformarnos con un viejo seiscientos que por allí pasaba con el cartel de libre. Y así, apretados, el uno contra el otro, mi hombro contra su hombro, recorrimos la distancia que del comedor nos separaba como si de dos tortolitos se tratase, arrullándonos, sintiéndonos, gozando de cada uno de los segundos que pasamos. La única nota discordante la daba aquel estúpido taxista, impertinentemente obsesionado por mirar el retrovisor, esperando, pensando tal vez que en aquel lugar íbamos a hacer algo indecente. Recuerdo todavía su condenada cara y no puedo por más que lo quiera, evitar que un escalofrío me recorra por dentro: la barba mal afeitada, el palillo pasando de derecha a izquierda y de izquierda a derecha, la sonrisa socarrona, y el juego de cuello continuo como buscando la posición perfecta desde la que ver el espectáculo.

En un volantazo, que el desgraciado seguramente a propósito dio, aproveché para acercar mi mano hasta su rodilla. Fue un impulso, algo espontáneo, tan lleno de pasión estaba yo por ella. Nunca habría pensado que pudiera llegar tan lejos en la primera cita. Pero pareció no molestarle, por lo menos no en exceso, y si lo hizo, mi ángel rubio tuvo a bien no demostrármelo. Mas al contrario, cuando dejé reposar mi mano en su voluble extremidad, ella hizo un brusco movimiento, cruzando la pierna en la que yo descansaba sobre la otra, haciendo resbalar irremediablemente por aquellas medias tan finas mi condenada palma hasta llegar a rozar con las yemas aquella diminuta falda que portaba. Inmediatamente retiré la mano, disculpándome por mi osadía, no quería dar yo una imagen descarada de mi persona. Por nada del mundo deseaba que pudiera pensar que el hecho de invitarla suponía que esperaba alguna clase de favor por su parte. Tan atorado me vio, creo que incluso llegó a subirse el color a mis mejillas, que para mi consuelo me dijo:

- No importa, chato. Mucho más adentro me han llegado – frase que, tengo que decirlo, no llego a comprender todavía.

Arribamos al restaurante “Le cuisine” sobre las doce de la noche. Como era yo cliente habitual, no había duda que nos servirían. Cuando el portero nos vio a parecer, me saludó como siempre hacía con un “buenas noches don Pedro”, pero noté que su mirada para nada se dirigía hacia mí, sino más bien a mi acompañante, y que el gesto de su rostro cobraba ese tono cínico que antes había visto en el taxista, quien por cierto se despidió de nosotros con un nada agradable “que le vaya bien la juerga, patrón”, que tanto me había molestado. Como quiera que conocía al chico desde hacía tiempo, y deseaba que en aquella mágica noche todo fuera perfecto, dejé pasar por alto este incidente, que en otras circunstancias distintas a las que me encontraba hubiera terminado sin duda con su despido. Pero ya saben ustedes que cuando uno está enamorado hace y deshace cosas que no tienen explicación. De cualquier forma, es hecho cierto, como bien decía mamá, que por mucho que uno quiera llevarse bien con la plebe, siguen, por desgracia, habiendo grandes distancias entre las clases.

Avanzamos por aquel pasillo de espejos que tantas veces me había visto desfilar en los últimos años, siempre solo, o como mucho acompañado de mamá o de Federico, mi ayuda de cámara. Pero claro, esto no cuenta. Por primera vez recorría aquellos metros con una mujer de verdad, de carne y hueso, como tantas veces soñé y como por fin había logrado. Custodiados por Pierre, el gourmet, hasta la mesa que mi familia poseía en propiedad, nuestra llegada fue aclamada por los comensales que todavía quedaban en la sala, que, prendidos sin duda por la belleza de mi dulce señora, quedaban patidifusos, aunque no sea ésta palabra que me guste utilizar, cuando pasábamos ante ellos. Yo estaba radiante, con la cabeza bien arriba, sabedor de que al día siguiente sería principal tema de conversación en los ambientes más refinados de la ciudad. Un monótono y en principio leve murmullo se generó en el comedor con nuestra llegada, y su intensidad fue creciendo y creciendo, hasta llegar a tal extremo, que Pierre tuvo que ordenar a la banda que tocara algo, con tal de acallar el alboroto en que se había convertido el gran salón.

Estuve largo tiempo dilucidando si sería un Chateaubrian o un Corbusieur el vino adecuado para tal velada. Como ya he dicho, no quería que la dama tuviera una idea equivocada de mí y de mis intenciones, y por ello quizás servir un caldo tan fuerte como lo eran aquellos podrían alocar más de la cuenta el espíritu indomable de mi compañera, y conducirla a extremos a los que en condiciones normales no se atreviera a llegar. Aunque esta era en verdad la idea que mi subconsciente me imponía, una voz interior, sin duda aquella que mamá había sabiamente introducido en mí, me decía que aprovechar mi infinita sapiencia en el noble arte enólico para ganarme sus favores no estaba a la altura de la caballerosidad de la que era abanderado. Así que, mostrándole la carta que con tanto esmero había estudiado, le pregunté cuál creía ella que deberíamos tomar:

- El tinto, chato – me dijo – y del caro – apostilló.

La primera botella cayó sin darme tiempo a paladear. Dejé, pese a que me correspondía a mí como anfitrión, que fuera ella quien hiciera los honores. Pero, para mi desconcierto, y el de Pierre, cuando éste le sirvió los tres centímetros de rigor, ella le espetó con un tono nada amigable:

- Hasta arriba, chato. Y vete a por otra botellita, que estoy seca.

El resto de la velada pasó en un abrir y cerrar de ojos. En mi vida había disfrutado tanto viendo comer a otra persona, si exceptuamos, claro está, la noche en que murió papá, cuando apostó con el tío Lucas a que podía repetir seis veces todos y cada uno de los platos del menú. No lo logró, pero fue debido a la falta de tiempo, que su comer cuando por fin la muerte vino a buscarle seguía siendo ágil y vigoroso, a pesar de haber comenzado la quinta ronda. Si hubiera vivido tan sólo una hora más, creo que hubiera acabado con todos, pero es que claro, no se sabe cuándo la doncella del río va a venir en tu busca. En fin, a lo que iba, que excepto en aquella ocasión, en la que disfruté durante tres largas horas viendo como papá engullía todo lo que Pierre le traía, nunca había gozado tanto del comer de otro como en aquella bendita noche.

Mi dama, pues mía era ya entonces, devoró, uno tras otro, los delicados manjares que le servían, hasta que, llegado el momento en que su estómago no pudo aceptar más, dejó de engullir alimento. Para mi deleite, para hacerme comprender hasta que punto agradecía lo que a ella entregaba, que así y no como grosería ha de entenderse, soltó un tremendo eructo, que hizo palidecer tanto a Pierre como a la clientela que quedaba. Entonces me dedicó una sonrisa, la sonrisa más bella de la que jamás he sido cómplice. Cierto que su falta de dentadura se hacía demasiado evidente, pues palillo en mano trabajaba intensamente en retirar restos de alimento que en sus postizos marfiles se habían depositado, pero era aquella su risa tan grácil y embelesadora que no podía ni siquiera apartar mi mirada de sus labios.

Para finalizar tan copioso banquete, el suyo por supuesto, porque apenas bocado probé yo extasiado como estaba por su belleza, me atreví a susurrar al oído de Pierre una magnífica idea, digna sin duda de una mente tan lúcida como la mía. Una idea que, aunque está mal que aquí lo escriba, dejara bien a las claras mi devoción por la mujer con quien me encontraba. Por su parte, no debió entender bien mi leal compañero lo que me proponía, pues al decirle que preparara uno de aquellos sus sensuales postres, no me refería en ningún caso a los dos polos de fresa en forma de cilindro alargado con los que nos sorprendió. De cualquier forma, a mi reina no pareció molestarle tan absurda confusión, pues comenzó con deleite infinito a meter y sacar de su boca el condenado helado, como si en ello le fuera en verdad la vida.

Una botella resbaló entre las manos de Pierre para ir a chocar contra el suelo, un par de camareros tropezaron entre sí, estampando uno en otro sendos platos, un caballero sentado en la mesa contigua tuvo rápidamente que encaminarse al servicio con una indecente mancha en sus pantalones y las más de las mujeres que todavía se atrevían a mirar hacían gestos de desaprobación tanto a mí como a mi querida. Todo esto fue lo que la belleza de mi dama provocaba mientras relamía el polo. Como soy una persona paciente, pero reservada, no distinguida en ningún caso por dar muestras de mi superioridad en público, y a tenor de que cuantos hombres que por allí pasaban no hacían sino dirigir miradas lascivas a mi acompañante, tuve que pedir a mi reina que los perdonara, que muestra tan impúdica y salvaje de deseo no había visto yo en mi vida. Ella me dijo que no me preocupara, chato, estaba acostumbrada a miradas como aquellas. No podía creerlo, pero así era, una diosa, un ángel que había venido a salvarme, una emperatriz que por no dar a su rey motivo de disgusto, era capaz de tragar su orgullo de mujer y dejar que los otros la miraran con desprecio.

Me pidió que la excusara unos minutos, debía ir a empolvarse la nariz. Le di mi aprobación, por supuesto, ese sería el momento que aprovechara yo para tener ciertas palabras con un par caballeros que de esto nada tenían. Al levantarse, se acercó a mí, dándome un beso en la mejilla. Noté sus labios helados en mi cara todavía virgen de caricias. Y creí morir en el acto, tal fue la sensación que tuve. Mientras la veía alejarse hacia la toilette, me imaginé cómo sería vestirla de blanco, con velo y todo, y cómo decir aquellas palabras mágicas que la unirían a mí por el resto de la vida.

Me apercibí, más porque los buscaba que por conciencia propia, que nada más entrar ella en el servicio, estos dos hombres, y uno de los camareros que por allí rondaba, entraron rápidamente tras ella. La decencia propia de mi familia me hizo no entrar también, dedicarles palabras desagradables que sin duda merecían, golpearles incluso si no se mostraban razonables en la disculpa. Pero el tiempo que pasó hizo calmar la furia interna que a veces me puede. Reflexioné, recapacité sobre la conveniencia o no de dar un espectáculo en aquel mi restaurante, y comprendí, que sólo eran pobres mortales que acongojados por la esquiva dicha, no habían conseguido estar con dama tal como la que a mi sombra caminaba, por lo que no tenían más remedio que humillarse dedicando ofensivas miradas que los denigraba hasta el extremo. Diez minutos habían pasado desde la entrada triunfal de mi acompañante, y sin quererlo, comencé a pensar en lo peor. Por un instante temí que hubiera escapado, volado de mis brazos, por un segundo pensé que jamás volvería a verla, que nunca le diría lo que en realidad sentía por ella. Y cuando mis temores comenzaban a apoderarse de un cuerpo que nunca ha sido un dechado de virtudes, fue que la vi aparecer.

Dejando atrás a aquellos dos que tan mal se habían portado anteriormente, y que ahora sin explicación evidente, hasta reverencias a nuestro paso hacían, abandonamos “Le cuisine”. Ella, la diva del amor, delante, estirándose un poco las faldas, sin duda temerosa de que su atuendo resultase demasiado provocativo en nuestro primer encuentro, yo, su fiel cordero, detrás, custodiando su paso ante cualquier amenaza.

Estaba dispuesto a que nuestra noche acabara así, en aquel mismo momento, sumido como estaba en un mar de felicidad, en una especie de densa nube que me subía y desplazaba por universos desconocidos hasta entonces. Pero ella insistió en tomar una última copa. Me convenció con aquellas sus palabras que eran tan dulces como la miel y con aquellos sus gestos, divinos regalos que el Olimpo me ofrecía. Fuimos a un pequeño lugar, un “paf” dijo que era, en el que trabajaba una amiga suya. No soy muy dado a salir de noche, pero es que nada le podía negar. Y así me vi, rodeado de gente extraña, la mayor parte de ellos indeseables de poca monta, seguramente delincuentes y drogadictos, envuelto por una marea de humo, por un ruido ensordecedor, y por un simiesco conjunto de olores, a cuál más desagradable, que se empeñaban en no apartarse de mi delicada pituitaria.

Me presentó a su amiga, una rubia bajita, simpática aunque demasiado lanzada quizás. No recuerdo su nombre, ni siquiera que me lo dijera, ni que yo se lo preguntara. Nada me importaba, salvo ella. Pedí para ambos un buen champán con el que remojar unas gargantas ya sofocadas por el exceso de calor. Pero seguramente aquellas bestias no supieran de la existencia de tan preciado elemento, pues su única contestación fue la de girar el cuello de izquierda a derecha, como si el hablar, entre personas, hubiera dejado de tener sentido en aquel infecto tugurio. Mi amor pidió un güisqui, sólo, sin hielo, en vaso largo. Pensé que no era aquella bebida apta para una mujer, pero no quise enfadarla por una nimiedad. De cualquier forma, y tras el quinto, tuve que sugerirle, de la forma más delicada que pude, que creía que ya había ingerido suficiente cantidad de alcohol. Yo, por mi parte, había pedido lo de siempre, Pipermint con lima y unos granitos de sal. Su amiga, la camarera, se rió mucho cuando oyó lo que pedía. En principio debió pensar que le estaba tomando el pelo, pero cuando le dije que no se trataba de broma alguna, cambió el gesto, me miró como a un bicho raro y me sirvió la bebida sin decir esta boca es mía. Creo que la condenada debió de poner demasiado pipermint, porque, acostumbrado como estoy a una mezcla exacta de cuatro partes de lima por cada una de menta, noté aquél mi refresco demasiado cargado. Tanto, que sólo habiendo dado un par de sorbos de mi copa, ya me encontraba mareado. Tal fue el efecto que en mi cuerpo provocó el maldito brebaje, que mi chica, dispuesta como estaba a dar buena cuenta de su sexto “golpetazo”, tuvo que dejarlo y acompañarme fuera.

Ya en la calle, dejé que el aire fresco de la noche despejara un poco mi desorientada cabeza, mientras esperábamos un taxi. Instantes después marchábamos camino de su casa, camino de mi destino, camino de mi final.

Antes de continuar con mi relato, debo dejar claras un par de cosas, porque no quiero en modo alguno que pueda mal interpretarse mi conducta de una noche, confundiéndola maliciosamente con la recta e intachable trayectoria que he llevado durante mis cuarenta y dos años de existencia. No me tengo por un gígolo ni nada que se asemeje y creo que el hecho de haber mantenido mi abstinencia, en lo que a cuestiones sexuales se refiere, durante todo este tiempo, muestra bien a las claras que me enorgullezco de ser persona recta y de muy arraigados valores, como lo fueron antes de mí mis padres y antes que ellos el resto de mi linaje, alta alcurnia de la cual me siento plenamente orgulloso. No quiero que lo que a continuación relato pueda dar una idea equivocada de mi persona, que antes en vida, y ahora en muerte, lleva un más que respetable trayectoria personal. No una noche de desenfreno, como la que viví, puede desvirtuar en modo alguno el buen nombre de los míos y el propio, aunque muchos se empeñen en mancharlo. Quiero por último dejar constancia de que acostarme con tan magnífica mujer, fue algo no premeditado, ni siquiera en todo aquel trayecto en taxi que hasta su casa nos condujo podía intuir yo lo que ocurriría unos minutos después. Puedo jurar por mi honor, que hasta el mismo instante en que ella insistió en que subiera a su cuarto, alegando la rebuscada excusa de que le debía dinero, no creí ni por asomo que hasta extremos tan lejanos pudiéramos llegar en aquella santa noche.

De cualquier forma, y sea como fuere, allí me vi, en su habitación, un cuarto pintado de amarillo chillón, con una gran cama en el medio y pocas cosas más que pudieran desviarnos de lo que hasta allí nos había conducido. Me senté en su borde, con las piernas juntas, un poco sudoroso y asustado.

- ¿Qué es lo que quieres? - me preguntó.

- ¿Cómo? – respondí sin entender.

- ¡Vamos! ¿Qué te gusta? ¿Francés, griego, cubano, rollo duro, herramientas...?

No comprendía nada de lo que decía. Canción francesa quizás. Música cubana tal vez. Para mí, los únicos cantos que existen son los gregorianos. Desde mi más tierna infancia he sentido una especial devoción por esos coros celestiales que una vez al mes escuchamos en la congregación parroquial. Pero dado que éste es un arte sólo asimilable por oídos expertos, y de dudoso afecto para mentes no preparadas, decidí que no era quizás la respuesta que quisiera escuchar. Permitir que ella decidiera, eso sería lo más efectivo, además mientras se decidía, tendría un tiempo precioso para buscar una excusa con la que salir de allí. De cualquier manera, no veía ningún aparato de música, quizás lo tuviera en alguna otra habitación, quizás lo tuviera que pedir, quién sabe.

- Lo que tú prefieras – por fin respondí.

- Pues te haré un completo, chato. Te costará un poco más, pero ya verás como vale la pena.

Y fue así, sin comerlo ni beberlo, que con un sólo movimiento de sus manos, quedó ante mí ¡¡in púribus!!, o para los no iniciados en el noble arte de las lenguas muertas, como dios la trajo al mundo. Comprenderán, uno es humano al fin y al cabo, que el súbito impacto que su visión me produjo, no pudo, por más que intenté impedirlo, sino hacer crecer mis instintos más primarios. Nunca hasta la fecha había visto mujer así, totalmente desnuda, a excepción hecha, claro está, de las retratadas por los maestros renacentistas. Pregunté, con el hilillo de voz que me quedaba, si no sería conveniente que apagásemos la luz ante el momento de amor que íbamos a mantener. Pero sin darme tiempo a acabar mi pregunta, se abalanzó sobre mi cuerpo, tumbándolo de un fuerte empujón sobre la cama. Entonces comencé a sentir cómo la cremallera de mis pantalones bajaba lentamente, y una mano, sin duda la suya, se introducía en mi interior, palpando, buscando lo que por tanto tiempo permaneció allí escondido.

“La carne es débil”, repetía mamá constantemente. “Llegará el día en que el diablo te tiente con sensuales promesas, y habrás de ser fuerte, muy fuerte para poder resistirte”. Como siempre, mamá tenía razón. El diablo me tentó, y de qué forma. Me tentó por arriba, me tentó por abajo, me tentó por la cara y me tentó por la espalda. Y yo, que me creía lo suficientemente preparado para afrontar la tentación, no hice ni tentativa de escapar de su tentadora tentaruja.

Me quedé allí, quieto, gozoso, disfrutando del momento irrepetible que estaba viviendo. Y en efecto, fue irrepetible. Ese y cualquier otro momento. Lo siguiente que recuerdo es estar postrado en el depósito, mientras el forense me hacía la autopsia. Al parecer, mis cuarenta y dos años de total abstinencia, no habían sino obstruido mis conductos seminales de tal forma, que cuando por fin me decidí a utilizarlos, habían olvidado su función. La acumulación del líquido seminífero llegó a tales extremos que mi miembro erecto comenzó a crecer y crecer hasta que al final no pudo más y reventó. Eso fue lo que pasó.

Ahora todos dicen que mi muerte fue debida al sexo. Bueno, todos excepto mamá, que cuenta a quien bien le quiera oír, que Dios me castigó por juntarme con gente de mal vivir y por aprovecharme de una pobre chica de la calle. Pero yo sigo creyendo que fue el gran amor que sentí aquella gloriosa noche el que me hizo perecer, y que fue en verdad mi corazón el que explotó porque no había posibilidad de que cupiera más felicidad en su interior. Y es que, aún en mi muerte, sigo enamorado.

FIN

El Autor de este relato fué Lhde abel , que lo escribió originalmente para la web https://www.relatoscortos.com/ver.php?ID=368 (ahora offline)

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Esto del amor es lo que tiene. Como lo del sexo. Toda una vida preparándote para ese momento mágico en el que al fin puedas darlo todo por una mujer, y mira

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2021-07-21

 

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