Relatos cortos terror Hechos reales cronica de un secuestro

 

 

 

Ana, nombre ficticio empleado para proteger su identidad, fue secuestrada durante cinco días, 120 horas en las que conoció de cerca una estación en la que la vida parece perder todo sentido. Hoy, meses después de que ha visto, frustrada y perpleja, cómo la negligencia, la corrupción y el desdén de las autoridades han permitido que sus plagiarios sigan libres, acepta contar en Larevista la historia de esos momentos de espanto. Este es su relato, verídico, directo, de primera mano.

1.— Tengo enfrente de mí el retrato de Mario Alberto Bayardo Hernández, el hombre que me secuestró durante cinco días.

En este instante del 2 de febrero de 2004 vuelvo a mirar el rostro de quien también me violó. Del hombre que forma parte de la infame lista de los diez más buscados en México. Del hombre cuya fotografía ha sido colocada en algunos espectaculares de este Distrito Federal, el hábitat natural de Bayardo, aunque la otra mitad de su vida la divida en Tlaxcala.

 

Es el mismo secuestrador que ha sido llevado tres veces a las prisiones capitalinas, pero extrañamente siempre queda libre y regresa a lideraer la banda que lleva su apellido. Es el sujeto que tiene negocios de lavado de autos y es dueño de microbuses en el área metropolitana, según la PGR. Es el hijo de Alberto Bayardo Rosales, y el padre de Geraldyn Alberto, detenidos por ser los plagiarios de Laura Zapata y Ernestina Sodi.

Es El loco. Así lo apodé durante mi cautiverio.

Juro que es el que hace 60 días, a principios de diciembre, me apuntó con un revólver y me dijo que lo abrazara como si fuera su novia. Era de noche. Yo estaba a media cuadra de la casa de Marcelo Ebrard, el jefe de la policía capitalina que se jacta de que en su colonia, la Del Valle, no hay secuestros. ¡Ah!

Es él. ¿Cómo diablos olvidas al cabrón insano que, al final, prometió buscarme para ver si, de casualidad, me enamoraba de él?

Y la foto que miro es reciente. Se la tomaron el 13 de noviembre de 2003, cuando la PGR anunció que había detenido al azote del sur de la ciudad. Sonará insólito, pero veinte días después ya estaba libre... secuestrándome.

Es él: su barba de candado que me restregó en el pecho; su clara piel que tanto deseaba que yo observara cuando me violó; sus ojos verdes que te asustan; y su ancho cuello que me obligó a acariciar.

Seguramente la playera amarilla que viste en el retrato tamaño infantil huele a suavizante de telas, su irremplazable aroma que aún tengo pegado a la nariz. Y aunque sus gordas manos no se aprecian, quizá traía ese carísimo reloj Audemars Piguet que alcancé a mirar, ya en la parte posterior del auto en el que me trasladaron a una casa de seguridad. Una casa que era el infierno.

Es él. El primer y último rostro que miré, porque entonces me colocaron parches sobre los ojos.

Aquella noche del 2 de febrero Ana telefoneó al policía judicial que le asignó la procuraduría capitalina y que ella llama Pejota. Aturdida, le contó lo de la foto de Bayardo. Le dijo que era el mismo que ella había descrito en el retrato hablado.

El Pejota le comentó con su desenfado de siempre: “¿A poco todavía no te das por vencida?”

Semanas después, cuando un conocido le llamaría para decirle que en ese momento su secuestrador estaba en una plaza de toros, Ana recurriría a las autoridades federales, a la Agencia Federal de Investigación, en particular, que por esos días alardeaba de estar desmembrando bandas de secuestradores. Pero al final, terminaría hundida en la frustración.

 

2.— Desde antes de salir de aquella venta nocturna del Palacio de Hierro en Santa Fe, le dije a mi prima (que entonces iba a la mitad de un embarazo) que me sentía angustiada. Ella lo atribuiría a que tardamos casi diez minutos en encontrar en el estacionamiento el Clío negro, propiedad de la compañía en la que yo trabajaba.

Pero aquella ansiedad no me abandonó. Osciló. Bajó cuando dejé a mi prima en su casa, allá en Polanco, y un vigilante me deseó suerte. Creció cuando estacioné el Clío, justo en la esquina de la calle donde vive Marcelo Ebrad.

Bajé con mis bolsas del Palacio de Hierro. Abrí la reja de mi casa. Y miré la hora por última vez: las 10:45.

Entonces, atrás de mí se escuchó un ruido tremendo, como si hubiera entrado un ventarrón.

3.—Eran dos tipos. Vestían trajes impecables, con mocasines. Sólo uno se agachaba y se cubría con una gorra que no cuadraba con su ropa.

Entonces el del traje gris, el de la barba de candado, el que apodé El Loco, el que ahora sé es Bayardo, sacó un revólver y, educadamente me dijo con su vozarrón que me volteara, que a partir de ese momento debía cerrar los ojos.

Dejé de verlo hasta que me arrancó las bolsas, me pidió el celular que me acababa de enviar un amigo de Europa y me colocó sobre los ojos la gorra de su acompañante. Durante los cinco días que duraría mi cautiverio no volvería a ver el rostro de nadie.

Me tumbaron en la parte posterior del auto. Reconocí que era el Clío por mis olores. El Loco recargó su codo y brazo sobre mis ojos y se acomodó en el asiento con los pies apoyados en mí. Me dejó en una posición tan incómoda que no podía respirar. Y yo sintiendo que el corazón se me salía.

El Loco trató de calmarme: “No te preocupes, tú eres una dama y nosotros unos caballeros, no te va a pasar nada”.

Le dije que se llevara todo, pero que me dejara ir, que toda mi riqueza estaba en mi bolso: tarjetas de crédito boletinadas por tantas deudas. “Nosotros no somos pinches raterillos y ya cállate”.

Y entonces sentí que algo se cerraba en mi espalda. Muchos pensamientos se desbocaron en mi cabeza: ¿me están confundiendo?, ¿así son los secuestros exprés?, ¿harían conmigo una snuff movie o sólo es una violación?

Salí de mis cavilaciones cuando El Loco empezó a acribillarme con preguntas: que si la mujer que había dejado en Polanco era mi hermana, que si no me había fijado que me perseguían desde Santa Fe, que dónde trabajaba, que si el carro era mío, y que qué inconciencia la mía de andar tan tarde en la calle...

Para cuando me pasaron a otro auto, un Jetta rojo, supe lo que es que los músculos ya no te obedezcan, que ni siquiera tengas fuerza para lanzar un grito; que tu cuerpo, desde ese momento, ya no te pertenece. Que has perdido la capacidad de oler y escuchar. ¿Ver? Jamás, los parches elaborados con gasa te clausuran los párpados.

Eso sí, el aire frío fue la única realidad palpable.

Calculo que el traslado a la casa de seguridad habrá durado un par de horas. Casi todo fue en línea recta. Cuando nos estacionamos, El Loco me envolvió y alguien me cargó, pero me resbalé de sus brazos y mi cintura dio directo al filo de la baqueta. Escuché el vozarrón de El Loco reprobándolo y gritándole que tuviera mucho cuidado conmigo, pues me había convertido desde ya en la mujer de sus sueños.

 

Me llevaron a un cuarto, me aventaron en un colchón, me cambiaron los parches de los ojos por unos más grotescos y entonces llegó un hombre que dijo ser médico. Me obligó a desvestirme y, mientras hacía un registro minucioso de cada cicatriz en mi cuerpo, me dijo que sólo buscaba si no traía “un arroz”, un chip localizador. Luego me habrán pasado un escáner, que sonó en mi tobillo y se enojaron. “¡Sí trae arroz, sí trae!” y alguien cortó cartucho. Pero el doctor lo detuvo: se dio cuenta que era un viejo clavo que une mis huesos desde la adolescencia.

Cuando terminó la revisión, El Loco me dijo dos cosas:

Una: “Estas son la reglas: Si te pones loca, te madreamos. Si tratas de huir, te matamos. Si te quitas los parches, te matamos. Si te portas bien, verás que esto nunca ocurrió”.

Y dos: “Ya hablamos con tu papá, mi amor. Que regreses a casa depende de él. Porque, bueno, no te he dicho, pero estás secuestrada”.

Entonces me enrosqué en el colchón y tomé la cobija como si fuera un estúpido escudo. Ese fue mi pequeño mundo en cinco días.

El primero de la familia que se enteró del secuestro fue el padre de Ana, un profesor. Eran las tres y cuarto de la mañana cuando sonó el teléfono. El Loco fue breve: le exigió un millón de pesos de rescate y se disculpó de que le estuviera pidiendo dinero y no la mano de su hija.

También le dio instrucciones de dónde recoger el Clío negro y le advirtió que se lo devolvía a cambio de que la empresa donde trabaja Ana no levantara denuncia alguna.

El profesor se comunicó con algunos jefes de la policía que fueron sus vecinos. Y ellos mismos le recomendaron que no denunciara, que era mejor juntar la mayor plata posible —que no llegaría a más de 50 mil pesos—. Sería hasta el sábado cuando el secuestrador volvería a telefonear.

4.—Chavo, al que fue asignado mi cuidado, me contó por qué la casualidad me condenó al secuestro: iban por otros jóvenes, pero no pudieron alcanzarlos. Y estaban tan frustrados que de pronto apareció el Clío negro con una mujer a bordo. Chavo terminó compartiendo la soledad de mi encierro.

5.— La primera noche fue de insomnio.

Te sientes cómo te invade un vacío inconmensurable. Estás en el desamparo total.

6.—Chavo no pasaba de los 18 años. Y se identificó conmigo por una simple razón: él era adicto a la cocaína y yo había trabajado en una clínica de adicciones. Eso me funcionaría durante el cautiverio: gracias a la confianza que le inspiré, se abstuvo de aturdirme con tranquilizantes.

Y poco a poco fueron regresando mis sentidos. Agucé el oído lo más que pude para escuchar mi entorno: oía los rugidos de los autos o los rumores de tráilers, y me imaginaba que estaba a orilla de una carretera. Oía los programas de la televisión, y me ayudaba a calcular las horas. fcバルセロナ - バルセロナニュース

Pero también escuché otras cosas.

Como una radio de banda que soltaba claves como “R10”, “R30”, o “un 24 en la 12”. Luego me enteraría que son contraseñas de la policía.

O como aquellos gritos de adolescentes que duraron toda esa noche y que Chavo me explicó el por qué: “Son dos morritas que traían un Jaguar. Ahorita están gritando porque las están violando. Pero no te angusties, le gustas al jefe y nadie te va a hacer daño. Salvo él, si se pone loco”.

 

Cada vez que fui al baño escuché llantos y los televisores o radios encendidos. Me imaginé los infiernos de cada uno. Chavo me dijo aquella noche que tenían “casa llena” de “visitas”, como nombran a los secuestrados.

7.—A la mañana siguiente, se escucharon helicópteros. Chavo me pegó una pistola en la cabeza y me dijo que, si era la policía, tendría que matarme, pues era mejor que lo condenaran a diez años por homicidio que a 40 por secuestro.

Los helicópteros se fueron. Chavo me pidió una disculpa y luego me dejó tocar la cacha de su pistola: ahí tenía grabada la imagen de San Judas Tadeo.

8.—Hablamos Chavo y yo de muchas cosas el día dos de cautiverio:

Que él ya tenía tiempo en este negocio. Que ganaba bien. Que compraban las revistas Caras, Quién y los suplementos donde los ricos son fotografiados en toda su altivez, para aprenderse bien los rostros de a quién van a secuestrar, pues ellos sólo raptan a gente adinerada. Que, claro, también son matones. Que las banditas que han surgido son unos improvisados y ponen en riesgo el negocio, y que de ahí que ellos delaten a esos espontáneos con la policía. Que buena parte de los jefes policiacos en el centro del país son sus protectores. Que cuando los detienen deben tener lista una millonada para ofrecérsela al juez. Que ellos sólo plagian a mujeres y a jóvenes, sobre todo en antros como El Alebrije o el Palmas 500...

“A los viejos con dinero, los dejan morir sus hijos. Y las esposas, rencorosas, terminan por darnos las gracias”, me explicó.

Todavía lo escucho contándome una insalubre historia:

“Nos comunicamos con la esposa de un secuestrado y nos dijo que ojalá lo matáramos. La verdad nos dolió decirle al señor y hasta nos pusimos a sus órdenes por si quería que la echáramos bala a la pinche vieja desgraciada. Un compadre de él fue quien pagó el rescate. A la semana siguiente, leímos en el periódico lo de un asesinato de una mujer. Era la esposa. Ese güey la mató. ¿Imagínate al pinche loco que teníamos aquí? Por eso nos vamos con las morritas y los chavos, porque se ponen pedos, nos facilitan las cosas y por ellos sí pagan”.

9.— Otra noche de insomnio y de espanto: otros de la banda, inestables y brutales, empezaron a golpear a un joven; escuché su llanto. En eso entró Chavo muy agitado y me dijo que me pusiera a rezar con él, porque sus compañeros estaban drogados y ya habían matado a un secuestrado.

Dejé de rezar después de varias horas cuando escuché a El Loco: “¿Buenos días, mi amor, qué quieres de desayunar?”.

El desayuno fue una violación.

10.—El sábado llegó El Loco azotando la puerta y con un rostro enloquecido me dijo: “Tu papá no aguantó la negociación, le dio un infarto. ¿Ya ves? Dios quiere que te quedes conmigo”.

Aquello era mentira. El padre de Ana estaba a esas horas esperando la prueba de vida para entregar el dinero allá por las Pirámides de Teotihuacan.

Ana terminó rota. Desconsolada, le pidió a El Loco que por favor la matara. El secuestrador se enfureció y le soltó: “¿Estás enferma, estúpida? Te puedo matar, pero te quiero mucho”.

Hasta en la noche, Chavo le dijo a Ana que su padre estaba sano, que lo único que buscaba El Loco era verla humillada.

 

Y aunque el padre de Ana entregó el rescate, después de tantas indicaciones, su hija no llegó a casa.

11.— El domingo me quedé sola. Y al menos cuatro veces entró alguien distinto a mi cuarto, me pidieron que contara hasta diez y luego jalaban el gatillo. Terminaban riéndose.

Chavo no llegó hasta que empezó la final de Big Brother y lo maldije. Se disculpó diciéndome que había ido a visitar a su mamá. Le conté que habían jugado a asesinarme.

“¿Si te ayudo a escapar me sacas del país?”, me diría luego Chavo, muy nervioso. Al escucharlo, lo único que sentí en ese momento fue que ya estaba decidido: me iban a matar.

12.— Cuando Omar Chaparro fue declarado el ganador de Big Brother, apareció El Loco y soltó: “¡Te vas, mi amor!”. Y ordenó a Chavo que me peinara y me limpiara con alcohol. Ahí, Chavo se me acercó al oído y me pidió esto: “Dime que Dios me bendiga, por favor. Dímelo”. Se lo dije.

Lo último que escuché de Chavo fue que no me confiara, que todo podía ocurrir.

Habré caminado unos 15 pasos, sujetada a las mano de Chavo, cuando sentí el frío y la voz de El Loco: “Vas a abrazarme como si fuera tu novio, ¿eh? No vayas a hacer ninguna pendejada, mi amor”.

Me subieron a una camioneta y en todo el trayecto, yo acostada, El Loco me manoseó y me dijo que yo le había traído paz a su vida y que estaba dispuesto a dejar “este trabajo” para casarse conmigo. “Te voy a buscar, mi amor”.

13.—El Loco me ordenó bajar y contar hasta 120 antes de quitarme los parches en los ojos. Que entonces caminara hacia mi lado izquierdo hasta encontrar un módulo de policía, donde pediría un taxi con el billete que me enroscó en la mano. Y me dio un beso el cabrón.

No lo creí. Yo tenía en la cabeza la imagen de El Loco dándome el tiro de gracia. Estaba tiritando. Me sentía en un precipicio. Tenía la boca reseca.

No escuché cuando la camioneta arrancó. Y ni siquiera podía contar. Pero lo que me trajo a la realidad fue el grito lejano de una señora: “¡Ya apaga la tele, pinche güevón!”.

Me arranqué los parches y apenas pude enfocar que estaba en una unidad habitacional. Corrí a buscar el módulo. Y, al llegar, el policía me miró con una expresión de sospecha muy compresible: eran las tres de la mañana, y yo estaba sucia, maloliente y preguntándole dónde carajos estaba. “En Villa Coapa”, me dijo y me ayudó a tomar un taxi en la Calzada de las Bombas.

Sólo hasta que entré al taxi me vi al espejo y no era yo: tenía cinta adhesiva por todo el rostro, los ojos estaban morados, no tenía color.

El taxista pensaba que me había golpeado mi pareja hasta que se dio cuenta que una camioneta nos seguía. Le tuve que decir que había sido secuestrada y que esos de la camioneta eran los que me habían liberado.

Después de unos kilómetros de paranoia, el taxista dejó a Ana en casa. L a camioneta se estacionaría casi enfrente de ella. Seguramente la vieron cómo Ana saltó al cuello a toda su familia y cómo la abrazó intensa y mudamente.

14.—Empecé a parchar mi vida.

Acudí a denunciar ante un ministerio público sin alma. Me hice carísimos análisis del VIH. Me topé con que en mi empresa mi jefa les contó a todos mi tragedia y me trataron con lástima; terminaron por despedirme. Mis amigos se alejaron. A mi padre le cayeron 20 años encima. A mis hermanas los condené a la demencia. Me quedé más pobre de lo acostumbrado.

Por fortuna me encontré con el Centro de Apoyo Sociojurídico a Víctimas del Delito Violento, de la procuraduría capitalina. Ahí me ofrecieron terapia sin ningún costo.

15.— Diez días después de que observé el retrato de Bayardo en la televisión y que no obtuve respuesta de mi Pejota, los diarios destacaron una noticia: un empresario había sido secuestrado en la colonia Del Valle, pero logró saltar de la Windstar donde lo trasladaban. La policía intervino y detuvo a los raptores; dos de ellos resultaron heridos.

Una de las fotografías que publicaron me cimbró: entre lo decomisado a la banda estaba una pistola cuya cacha tenía a San Judas Tadeo y un celular igual al mío, un modelo que no hay en México.

Los tenían en la delegación Gustavo A. Madero y fui para allá. Un comandante escuchó mi historia sin oírme. Le pedí verlos para intentar reconocerlos. Pero me trató con desprecio y me echó.

Por la tarde logré contactar al empresario que había librado el secuestro y me dijo que acababa de ir a denunciar.

Pero que ya habían sido puestos en libertad “por falta de parte acusadora”.

16.—En internet logré conseguir algunos datos de Bayardo:

Una entrevista de López Dóriga con José Espina, presidente del Consejo Ciudadano, donde éste decía que Bayardo era protegido en Tlaxcala por funcionarios de allá.

Unas columnas de diarios tlaxcaltecas donde lo ligaban familiarmente con el subprocurador de justicia Edgar Bayardo.

Denuncias en contra de magistrados del Primer Tribunal Colegiado del Primer Circuito en Materia Penal, pues ellos liberaron a Bayardo en sus dos primeros arrestos de 1990 y 1999. Se dice que recibieron varios millones de pesos.

Le proporcioné esta información a mi Pejota y es hora que no se ha comunicado conmigo.

17.— Un domingo me llamó una amiga y me dijo: “El tal Bayardo está ahorita en la plaza de toros de Tlaxcala”.

Telefonee al número de la AFI donde reciben denuncias ciudadanas y me contestó una vieja pendeja:

—¿Bayardo? Y ése quién es, señorita.

Después de explicarle y darle señas, me dijo: “¿En una plaza de toros. No, señorita, ¿se imagina el gentío? Sígalo y llámenos luego”.

18.— Ahora, frustrada, estoy aquí contándoles la bitácora de mi cautiverio.

El Autor de este relato fué Seb , que lo escribió originalmente para la web https://www.relatoscortos.com/ver.php?ID=8498 (ahora offline)

Relatos cortos terror Hechos reales cronica de un secuestro

Relatos cortos terror Hechos reales cronica de un secuestro

Ana, nombre ficticio empleado para proteger su identidad, fue secuestrada durante cinco días, 120 horas en las que conoció de cerca una estación en la que l

relatoscortos

es

https://cuentocorto.es/static/images/relatoscortos-relatos-cortos-terror-hechos-reales-cronica-de-un-secuestro-2924-0.jpg

2021-06-24

 

Relatos cortos terror Hechos reales cronica de un secuestro
Relatos cortos terror Hechos reales cronica de un secuestro

Si crees que alguno de los contenidos (texto, imagenes o multimedia) en esta página infringe tus derechos relativos a propiedad intelectual, marcas registradas o cualquier otro de tus derechos, por favor ponte en contacto con nosotros en el mail [email protected] y retiraremos este contenido inmediatamente

 

 

Top 20