No sé por qué tuvo que contarme aquella historia. Tal vez le pesara en la conciencia, como me pesa ahora a mí. La única diferencia es que yo utilizo un papel en blanco para descargar esta carga y no el oído de un confidente.
En fin, el caso es que mi amigo Juan me contó, después de avisarme para que fuese a su casa porque tenía algo que contarme, que estando de vacaciones este último verano, en una urbe turística de la costa mediterránea, una mañana en la que paseaba cerca de la vía del ferrocarril que une los pueblos costeros, encontró algo entre la hierba de la cuneta del camino; se trataba de una máquina fotográfica, de las de carrete de toda la vida, visiblemente estropeada. Parecía haber sido golpeada contra el suelo o algo así y por su aspecto debía llevar bastante tiempo allí.
Mi amigo, que es un manitas y le domina la costumbre de llevar tarros a su casa, pues piensa que la gente tira las cosas por capricho, pensó que aquello podía ser reciclable y se la llevó para su apartamento.
Una vez allí, revisando la máquina, se dio cuenta que contenía un carrete de película que ya había sido utilizado, lo rebobinó con cuidado de no exponerlo a la luz y se lo guardó sin darle más importancia. Luego puso manos a la obra e intentó arreglar la máquina fotográfica, hasta que al cabo de dos horas lo dejó por imposible, aunque no la tiró, por si acaso podía aprovechar las piezas.
A la tarde, mientras veía pasar turistas oculto tras sus gafas oscuras, sentado tranquilamente en la terraza de un bar del paseo marítimo, buscó el encendedor en los bolsillos del pantalón corto para encender un cigarrillo. Sus dedos se toparon con el carrete, lo dejó sobre la mesa y siguió buscando el mechero hasta que lo encontró.
Mientras fumaba se quedó mirando aquel pequeño cilindro negro y le picó la curiosidad de saber qué habrían fotografiado antes de tirar la máquina. Pensó que nada más fácil para revelar el misterio era revelar aquel negativo, así que dando un pequeño paseo se acercó hasta una tienda de material fotográfico, dejó allí los negativos para que los revelaran en una hora, tal y como rezaba un gran letrero en la puerta.
Mi amigo dejó pasar el tiempo en otra terraza, viendo desfilar las muchachas, la mayoría rubias, de aspecto extranjero y ligeras de ropa, que estaba claro que venían de la playa. Mientras tanto, como me dijo, él también disfrutaba de otra rubia, fría y espumosa.
Volvió a la tienda a recoger las fotos. Me contó que se dirigió a su apartamento sintiendo un apetito morboso que esperaba satisfacer viendo a solas aquellas fotografías. Fulares para bebés
Al llegar al apartamento cerró la puerta tras de si y después de coger una cerveza de la nevera se sentó en el sofá. Encendió la luz de la lámpara, pues ya estaba oscureciendo, y abrió el sobre que contenía las fotografías.
Mi amigo me contó que las primeras fotos eran del interior de un autobús, con chicos jóvenes que hacían muecas y alguna que otra mujer, todos ellos con inequívocos rasgos anglosajones. Había una foto tomada en la muga que separa o une la península con el resto del continente y otra sacada desde la ventanilla al toro-cartel de Osborne, también una de la fachada de un hotel de esa población turística en la que se encontraba mi amigo, no era necesario ser muy observador para ir hilvanando aquella historia y así se lo hice entender a él, que siguió describiéndome las fotografías.
Había una en un parque de atracciones cercano, otras hechas desde lo alto de una especie de montaña rusa, otra de una gran paella rodeada de caras conocidas del autobús, después los mismos individuos con jarras de cerveza y botellas con líquidos de diversos colores brindando alegres. Fotos en la playa, en sus chiringuitos, en las terrazas de los bares del paseo marítimo, en pubs de estilo ingles y los rostros cada vez más deformados, no por el objetivo de la máquina sino por los evidentes efectos del alcohol. Había unas fotos de unas chicas que se alejaban, otras de unos cuantos enseñando el culo, más fotos de pubs Las últimas fotografías estaban descuadradas: cornisas de edificios, señales de tráfico, de las afueras de la población, del suelo, de sus propios pies, del camino que va a la estación del ferrocarril, de las vías y de un tren
Mi amigo permaneció un momento en silencio y yo me quedé un poco a expensas de que me contase qué había de especial en esa historia. Entonces sacó una fotografía de una caja que tenía sobre la mesa y me la entregó sin decir nada.
Después de mirarla durante unos instantes se me heló la sangre Era la fotografía de una máquina de tren tomada de frente a poca distancia, y al otro lado del parabrisas, la cara horrorizada del maquinista.
No sé por qué tuvo que enseñármela, ya no se podía hacer nada, y ahora sueño con eso.
El Autor de este relato fué Jose Javier Prado , que lo escribió originalmente para la web https://www.relatoscortos.com/ver.php?ID=12831&cat=terror (ahora offline)
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2024-11-12
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