Relatos cortos terror Hechos reales Las Gafas de Sol (cuento en el momento)

Allí estaba, en mitad de la planta, dudando. Miró a su alrededor. Al limpiar las gafas de sol con un pañuelo se le salió uno de los cristales. Conteniendo la respiración, lo encajó con firmeza y alzó la vista. El ascensor se había detenido ya. Salió. Al limpiar las gafas de sol con un pañuelo se le salió uno de los cristales. Conteniendo la respiración, lo encajó con firmeza y alzó la vista. El ascensor se había detenido ya. Salió. LAS GAFAS DE SOL LAS GAFAS DE SOL Lo que se cuenta le sucedió al autor Lo que se cuenta le sucedió al autor

 

 

 

Lo que se cuenta le sucedió al autor

LAS GAFAS DE SOL

Al limpiar las gafas de sol con un pañuelo se le salió uno de los cristales. Conteniendo la respiración, lo encajó con firmeza y alzó la vista. El ascensor se había detenido ya. Salió.

Allí estaba, en mitad de la planta, dudando. Miró a su alrededor.

Vaya, se dijo, no recuerdo adónde iba. Giró más lentamente, observando.

Seguía sin recordar, no sabía dónde estaba. La planta de un bloque de pisos que no conocía. Le llegó el olor del edificio - pintura vieja, plástico cocido por el sol de verano, pollo guisado- y fue un olor extraño para él.

Vaya, se dijo, es un lapsus temporal de memoria, enseguida recordaré qué hago aquí. Llamaron el ascensor y se quedó mirándolo mientras se iba hacia abajo. La puerta era verde. Jamás había visto una puerta de ascensor verde, aunque sabía que era un color muy común para las puertas de los ascensores. Qué situación más tonta, se dijo, cuando vuelva a casa no lo contaré.

Haré, se dijo, como los entrenadores con los boxeadores noqueados, que empiezan preguntándole el nombre. No se acordaba de su nombre, pero inmediatamente iba a recordarlo. Cerró los ojos y buscó en su mente.

La cartera, se dijo, seguramente tengo una cartera. Palpó el bolsillo trasero de su pantalón y extrajo una cartera de piel. La abrió y examinó la documentación. Documento de identidad, de conducir, del Club de Golf, de algo llamado “Círculo de amigos de la carne al fuego”, una media docena de tarjetas de crédito. Observó la fotografía: un tipo completamente desconocido para un nombre desconocido y una dirección desconocida en una ciudad que no recordaba haber visitado.

Pensó. Debo estar sufriendo un ataque, se dijo. Una pérdida de memoria provisional. Miró un feo número en la pared, junto a una grieta que bajaba temblorosa como la letra de un niño. Veamos, se dijo, la segunda planta. No es mi planta, según la dirección que consta en mis documentos. Intentemos aplicar la lógica.

No es mi casa, he llegado aquí por alguna razón específica. O quizás me dirigía a otra y alguien llamó desde aquí. O quizás sí es mi edificio pero no mi planta. Si recordase si estaba subiendo o bajando podría saberlo.

Hasta ese momento no fue consciente de que seguía llevando las gafas de sol en la mano. Las estaba limpiando de polvo, se dijo. Por lo tanto lo más lógico es que estuviese saliendo de su casa. Por lo tanto, esta era su casa, aunque no su planta. Había dos puertas, la A y la B.

El ascensor llegó. Una mujer de unos cuarenta años salió.

- Buenas tardes –dijo la mujer

- Buenas tardes.

La mujer sacó una llave y entró en la puerta B, no dando la sensación de conocerle. Se había esforzado en no parecer expectante, en disimular la esperanza o temor de que lo reconocieran. Entonces, se volvió con violencia.

La grieta en la pared, junto al número de la planta. La miró y repitió en voz alta: “…bajaba temblorosa como la letra de un niño”. Esa grieta le era familiar. Ahora, se dijo, “…no la botes subiendo al escalera”.

Un ruido de niños procedente de la escalera. Un chaval vestido de deporte de unos diez años apareció mirando hacia abajo, aún sin advertir su presencia.

-¡Juan, se lo voy a decir a papá! ¡No la botes subiendo la escalera!- Chilló el niño.

El gritón se volvió para seguir subiendo y lo vio.

- Hola – dijo.

- Hola.

Continuó, sin añadir nada más. No, no era su hijo.

“No, no era su hijo”, se dijo. Ahora, vendría el balón rodando hacia él.

La cabeza colorada de un niño regordete emergió, al compás del sonido de una pelota botando. Se le escapó y fue rodando hacia él, que ya la esperaba. La tomó con las dos manos y se la devolvió.

- Gracias –dijo el chico, antes de desaparecer.

Volvió a mirar a su alrededor. Seguía sin recordar nada, salvo que él había imaginado todo aquello. Era un cuento suyo. Todo le sonaba porque él lo había inventado antes exactamente así, y aún no lo había escrito. Aunque no lo recordaba, lo sabía. Era como hablar a la perfección un idioma y desconocer su significado.

Ahora, se dijo, se escuchará la puerta de la casa de los niños cerrándose en el tercer piso. El ruido del portazo vino sin novedades. Ahora, se dijo, yo debo llamar a la puerta B y no me abrirán. Sin motivo alguno, sólo porque sabía que iba a hacerlo, llamó a la puerta B. Hubo un instante de silencio.

Ahora, llamarán al ascensor. El ascensor bajó. Ahora debo volver a tocar el timbre y entonces sí me abrirá la mujer, que se excusará diciendo que estaba en la cocina.

Se le adelantó un pensamiento. Alguien venía en ese ascensor a la planta segunda. También esa persona iba a llamar a la puerta B y lo encontraría allí. Y esa persona iba a matarlo.

Cuando había tenido la pelota en las manos, tuvo el convencimiento de que podía hacer lo que quisiera con ella, no sólo devolvérsela al chico. Por un instante deseó pegarle un puntapié y romper un cristal. Y sintió que era capaz de hacerlo a pesar de todo.

Se volvió rápidamente y llamó a la letra A. Se escucharon unos pasos lentos y la puerta se abrió. Sabiendo que el ascensor llegaba en ese momento, entró en el piso sin dar explicaciones.

Un hombre anciano lo miraba. Por espacio de unos segundos ninguno dijo nada.

- ¿Es usted? – habló por fin.

Escuchó cómo chirriaba la puerta del ascensor. Siguieron unos pasos indiferentes antes de que la puerta volviera a cerrarse de golpe. Trató de contener la respiración esperando el timbrazo pero sus pulmones estaban desbocados.

- ¿Es usted con quien hablé esta mañana? –decía el anciano.

Ahora, se dijo, llamará el hombre a la puerta B, la mujer abrirá y dejará pasar al hombre. Era un hombre corriente, podía pasar por gestor laboral o por subinspector de Hacienda. Pudo oír el timbre y la puerta abriéndose y cerrándose. Luego irían ambos al salón. Él debía estar también en aquel salón, pero no estaba. Estaba aquí, en la puerta A.

- Sí, yo soy –respondió por fin.

- Venga.

Siguió al viejo por el pasillo preguntándose inútilmente si podría tener alguna reminiscencia de aquel piso.

El anciano lo condujo hasta un dormitorio. Una enorme cama, un escritorio de madera antigua y dos sillas.

- Aquí –dijo.

- Aquí –repitió él, sólo por no quedarse callado.

- Parece usted nervioso.

- No me pasa nada.

- Pues lo parece.

- Pues no me pasa nada.

- Me agrada usted.

Él se quedó en silencio. En la letra B estaba muriendo la mujer, torturada y desangrada.

- Creo que he hecho una buena elección con usted. Aunque fue una casualidad, desde luego. Siéntese, por favor.

Él se sentó en una silla y vio cómo el anciano se dirigía al escritorio. Abrió un cajón y sacó un objeto brillante. Lo acercó para que lo viera. Era un broche de diamantes. Él no entendía de joyas, pero el broche le parecía muy grande, inmensamente grande. La cara del anciano resplandecía tanto como los brillantes.

- Finalmente lo conseguí en la subasta de Ginebra.

- Es muy hermoso.

- Sí. ¿Sabe cuánto me ha costado?

- No.

- Diga cualquier cosa.

- Un millón.

El anciano rió.

- Si existiera dinero bastante…, ah, me ha costado muchísimo más.

- Veinte millones.

- Me ha costado setenta años.

En la letra B, alguien comía pollo en la cocina, mientras el cadáver de la mujer yacía en el salón.

- ¿Puede usted valorar setenta años de una vida?

- No.

- Tengo que contarle la historia. Le dije que lo haría, ¿verdad?

- Sí.

- Mírelo. Lo hicieron expresamente para una Reina, cuando las reinas le daban a las joyas la importancia que nosotros le damos a un cenicero. Mi bisabuelo lo compró a la familia real cuando fue expulsada de su país y años después tuvo que subastarlo junto con su casa. Luego se pegó un tiro. Desde entonces lo ha tenido una familia de banqueros ingleses, en una caja fuerte. Me gusta especialmente que haya estado en una caja fuerte, ¿no le parece?

- No lo sé.

- No ha visto la luz hasta hace diez días, a eso me refiero. Y entonces ha sido como si amaneciera. Mire.

El viejo le alcanzó un pequeño retrato en blanco y negro de una dama. Una señora morena, de gran belleza, luciendo el broche.

- Mi bisabuela. Murió en un asilo. Lo único que tenía era esta foto. Mírela. No hay ni una sola foto, ni un retrato de la Reina con el broche, quizás se olvidó de él poco después de que se lo regalaran.

En la letra B, se recolocaba cuidadosamente el cuerpo de la mujer, más al gusto del asesino.

- Hay poco más que decir, salvo que es lo único que me pertenece legalmente en este instante. Hasta la silla en la que se sienta usted está vendida. Pero ha merecido la pena, ¿verdad?

- No lo sé.

- Ha merecido la pena –repitió, feliz no de que fuera así, sino de poder decirlo.

El anciano se acercó. Le tendió el broche.

- Tome. Ya es suyo. ¿Qué va a hacer con él?

Él miró la joya, incapaz de hablar.

- Asusta, ¿verdad? –dijo el anciano, radiante.

- Sí.

- Tengo un par de peticiones. ¿Me las concederá? Postres peruanos - Queso helado Arequipeño

- Por supuesto.

- La primera es que me gustaría que nadie se hiciera una foto con él. Si lo vende, ponga una cláusula, he consultado con varios abogados y se puede hacer.

- Claro.

- La segunda es más delicada. Debí decirlo por teléfono.

El anciano se volvió, abrió un cajón y extrajo un objeto. Era una pistola.

- Es un recuerdo de guerra, una luger, alemana. Es de las primeras, de la guerra del catorce. Fíjese lo que pesa.

- Sí –dijo él, tomándola, después de dejar las gafas de sol encima de la cama.

- La compré yo, pero en mi familia existía una igual. Observe que le he puesto un silenciador, lo que la convierte en una auténtica rareza.

- Sí.

- Me gustaría que fuese con esta pistola. Ya sé que esto no fue lo que hablamos, pero ¿hay algún inconveniente? Funciona a la perfección, la ha engrasado un experto y está cargada. Además, así no nos tenemos que preocupar por el arma, ¿no le parece?

El tono de la voz del anciano había cambiado. Se había vuelto notoriamente agudo, por el nerviosismo que pretendía disimular.

- ¿Hay…, algún problema? He hecho pruebas…

Era el momento de desvelar el equívoco, pero ¿cómo? Miró la luger y el broche.

- Yo…, no sé exactamente…

El anciano estaba expectante.

- Yo…, no soy…, no sé…, verá la letra B…

- Ya le dije por teléfono que no era la letra B.

- Era allí…

- Me estoy muriendo. No sabe lo que me costó decidirme. ¿Por qué ahora duda? ¿No les hice una transferencia? ¡No tengo nada más! Mencioné que la persona que viniera recibiría como regalo adicional una joya… ¡y esto es muchísimo más de lo que usted pudo soñar! Por favor, todo esto sobra…

- Yo no soy la persona con la que usted habló.

- Ya lo sé.

- ¿Lo sabe?

- Sí. Sé que usted está contratado para hacer el “trabajo”. Así lo llaman, ¿no?

- No, no, yo soy otro.

- ¿Quién es usted?

Se quedó en silencio.

- Le he contado todo –añadió el anciano-, le he dado todo lo que tengo y lo que he tenido y lo que podrá nunca tener.

- Pero…

- Hágalo. Yo no puedo, soy un cobarde. – el viejo agarró la otra silla, la situó del revés justo enfrente de él y se sentó.

Él se levantó. Era una situación estúpida. Y lo era porque el anciano tenía razón.

- No va a salir de aquí sin hacerlo. ¿No es un profesional?

- No lo soy.

- ¡Por favor!

El anciano se puso a gemir. Le sujetó por un brazo.

- ¡Por favor! ¡Toda mi vida! ¡Por favor! ¡Sólo tendrá sentido así! ¡Por favor! ¡Se lleva usted todo a cambio de mi vida!

Lloraba. Moqueaba como un niño, entre espasmos.

- Suélteme, tenga su joya, me voy.

- No saldrá de aquí, gritaré que me ha robado.

Un momento después el asesino de la letra B saldría a la planta. Se pararía a ver la grieta de la pared. Ahora no podía irse.

- ¡Socorro, ladrones, socorro, mi joya! –comenzó a gritar el anciano.

- Déjeme.

- ¡Socorro, socorro!

- Déjeme, por favor

- ¡Socorro! –el anciano le agarraba fuertemente con ambas manos, implorando con la mirada.

- Por favor.

- ¡Nooooooo! –gritaba cada vez más fuerte.

- Está bien.

- No se pare a pensarlo, hágalo, hágalo.

Apoyó la luger en su sien y, mientras ambos cerraban los ojos, disparó.

Dejó la pistola encima de la cama y cogió las gafas de sol. El asesino de la letra B se había ido ya. Así era como sucedía en su cuento.

Abrió la puerta para salir, aún conmocionado. Un hombre estaba al otro lado a punto de llamar a la puerta.

- Buenas tardes –dijo el hombre. Parecía un gestor laboral.

- Buenas tardes.

- Vengo a hacer un trabajo.

Naturalmente comprendió enseguida quién era.

- Yo me iba ya. –dijo muy nervioso.

- ¿Se iba?

- Sí, me tengo que ir.

- No, usted me esperaba, ¿no es así?

- No, no soy yo. Es el viejo.

- ¿El viejo? ¿Y quién es usted?

Otra vez se tuvo que quedar en silencio. De repente la mirada del hombre se desvió hacia su mano izquierda, que tenía la joya. Él lo advirtió, sintiendo una punzada en el estómago. El hombre sonrió.

- No piense que…

- No pienso nada.

- Escuche…

El otro sacó un revólver de su chaqueta.

- ¡Oh!, No, no, esto es un error.

- Cálmese. Durará poco.

- ¡Espere!

- Vamos adentro.

La puerta se cerró.

- Busquemos un sitio.

- ¡Un momento! ¡Esta joya…, es para usted!

- Claro que lo es –dijo, sin cinismo alguno.

- Quiero decir que yo…

- Póngase ahí. Vamos, no tengo toda la mañana.

- ¡Espere! ¡El viejo murió ya!

- Oiga, cuanto menos dure, mejor para los dos.

- ¡Le digo que ya está hecho! ¡Vaya al dormitorio!

- No pienso ir a ningún sitio. Déme eso.

Tomó el broche.

- Y ahora compórtese.

- Pero, esto es…,

El hombre lo agarró y le dio la vuelta. No tenía fuerzas para resistirse.

- Bien, cuente hasta veinte, terminaré mucho antes y no se dará cuenta.

- No, yo…

- ¡Cuente!

Comenzó a contar. Uno, dos.

- Un momento –dijo el hombre. Le dio la vuelta.

Sacó un papel, que desdobló.

- Ya se me olvidaba. Me insistieron mucho en esto. Mire. La factura del revólver a su nombre. Para dar credibilidad. ¿La guardo en algún sitio?

- Eh…. ¡En el dormitorio! ¡Vaya al dormitorio! Hay un escritorio de madera…

- De acuerdo. Siga contando. –Dobló la factura y se la guardó.

- Pero ¿no va a guardar la factura en el dormitorio?

- No se preocupe, lo haré luego. Se lo prometo, soy un profesional.

- Pero… ¡vaya ahora!

- ¡Siga contando! Uno, dos, siga.

Unos, dos, empezó de nuevo. Tres, cuatro, cinco, seis, siete, la factura a su nombre, ocho, nueve. Empleó todas sus fuerzas en girarse.

- ¡La factura!

- ¡No se mueva, imbécil!

En la mano derecha ya tenía su cartera de piel. En el forcejeo se le cayó, pero pudo extraer un documento.

- ¡Mire, mire!

- ¡Le voy a pegar un tiro en los huevos!

- ¡Mire, por favor!

- ¿Qué tengo que mirar?

- ¡Mi nombre! ¡Yo no soy! ¡Yo no soy!

El hombre tomó el carné. Le echó un vistazo y luego lo miró a él.

- ¡La factura a su nombre! ¡Compruébelo!

El hombre lo hizo. Desdobló la factura y comparó los nombres.

- ¿Dónde está este tipo?

- ¡En el dormitorio! ¡Lo he encontrado muerto!

- ¿Está ya muerto?

- ¡Sí!

El hombre se guardó la factura, el revólver y la joya. Seguía con el carné en la mano.

- ¿Quién es usted?

- Un…, vecino. Oí un ruido y…

El hombre suspiró. Aquello le parecía una broma.

- Tengo que irme –dijo el hombre.

- Yo también.

El hombre lo miró.

- Nunca diré nada, lo prometo. Tiene la joya.

El hombre seguía mirándolo. Dudaba. Finalmente se decidió.

- De acuerdo. Váyase.

Le tendió el carné para dárselo. Pero en el último instante lo retiró y volvió a verlo.

- Un momento.

- ¿Qué pasa?

- Este nombre…,¿ha contestado usted a un anuncio de prensa sobre la pérdida de unas gafas de sol?

- Yo…, eh

Y recordó su cuento. Esa era la pregunta que le hacían justo antes de que lo mataran. No contestó.

- Su nombre…, este nombre creo que es el que… -el hombre miró su mano izquierda, que portaban aún las gafas de sol. En el cuento él no soltaba jamás las gafas. Hasta que moría.

Con naturalidad, el hombre sacó de nuevo el revólver y lo elevó tranquilamente.

- ¿Qué pasa?

- Esas gafas las perdió alguien que no desea que usted recuerde dónde las encontró. Pusimos un anuncio y usted llamó.

- ¡Pero si no recuerdo dónde las encontré!

- En confianza, le dimos la dirección del piso de enfrente porque teníamos un trabajo en este otro y surgió la idea es relacionar ambos asuntos, de forma que parezca que un tipo se ha vuelto loco por su vecina y luego se ha matado.

- ¡Pero si yo no conozco a la vecina de enfrente! ¡Es un plan malísimo!

- Ni falta que hace, no sea imbécil. Averiguamos que la letra B es la dirección de una puta que se vende por Internet. Bueno, se acabó. Ya veré qué hago con usted más tarde.

- Esto no puede estar pasando.

- Eso es lo que yo opino. Pero qué le vamos a hacer. ¿Qué hacía usted aquí? ¿Se equivocó?

- No recuerdo. Es demasiada casualidad que enfrente viva una puta. El plan no es verosímil. Yo…, no lo ideé así.

- En realidad yo tampoco. Es un tema apasionante pero no tengo tiempo de discutirlo ahora. Yo me limito a hacer lo que tengo que hacer. Si no, no hay más que problemas.

El hombre reprimió un bostezo, apuntó y

Bueno, me sucedió punto por punto hasta el pasaje en que abro la cartera y veo mis documentos. A partir de ahí está algo exagerado.

El Autor de este relato fué Humberto Reskoldo , que lo escribió originalmente para la web https://www.relatoscortos.com/ver.php?ID=12257&cat=craneo (ahora offline)

Relatos cortos terror Hechos reales Las Gafas de Sol (cuento en el momento)

Al limpiar las gafas de sol con un pañuelo se le salió uno de los cristales. Conteniendo la respiración, lo encajó con firmeza y alzó la vista. El ascenso

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2021-08-15

 

Relatos cortos terror Hechos reales Las Gafas de Sol (cuento en el momento)

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