Relatos cortos terror Hechos reales Una pesadilla matinal

 

 

 

Juan Hernández se dirigía a su puesto como de costumbre. Desayunó y se encaminó al kiosco para comprar el periódico, era algo habitual, una rutina. Siempre se había considerado un hombre de letras, como él mismo decía: “hablar no es más que escribir en el aire”; Por lo cual leía el periódico con especial asiduidad. Él sabía que no era el medio más inmediato, pero no dudaba en que era el más completo y claro, en el que no se podía refutar nada más que la marca de la tinta en que estaba impreso.

En el periódico se podían leer unas aparatosas letras oscuras: “tropas rusas resuelven el secuestro del teatro en decenas de muertos”; ésto era, claro está, el tipo de cosa que a uno le quedaba lejos, y el tipo de cosa que Juan confiaba no vivir jamás... No pudo más que pensar: ”estos rusos... ”

 

Juan trabajaba en la radio, en una emisora llamada “Onda Real”. Cuando llegó al estudio, saludo a todos sus compañeros y se dispuso a entrar en el locutorio. Llegaba por los pelos, sin duda era ya tarde.

-¿Cómo llegas tan tarde? –dijo Ana, la encargada de la mesa de control-. Hemos tenido que multiplicar la cuña publicitaria; los oyentes deben estar hasta los cojones.

-Lo siento... Me retrasé.

Juan asió el micrófono y los auriculares; y le hizo una seña a Ana, a través del cristal. Ana aplicó la sintonía.

-Buenos días queridos oyentes-empezó Juan-, comenzamos el programa. Teníamos preparada una charla con el escritor John Mellow. ¡Buenos días, señor Mellow!

-Buenos días -dijo John con su llamativo acento inglés-, encantado de estar con todos ustedes por medio de las ondas.

-Bien. Esto es lo que habíamos preparado, pero sin duda la charla tendrá que complicarse más, ¿no? Su libro, “La fuente del dolor”, sin duda esta de tremenda actualidad; pero más ahora, después de lo sucedido en Rusia.

-Si... Nunca me propuse algo así, pero cuando escribí el libro, era consciente de que cosas así tienen que suceder... En fin, en mi libro abordo esta realidad rusa con mucha profundidad... Creo haber conseguido que... –la charla se prolongó-.

Tras un ajetreado debate, Juan creyó haber consumido su parte de banda horaria; se dispuso a dejar libre albedrío a las ondas que vendrían a sustituirle. Tenía prisa, por lo que fue directo a la puerta de salida. Al cruzar la puerta se encontró en el rellano de la escalera con unos hombres subían por ella, con intención de entrar en el centro emisor; les saludo con indiferencia y siguió bajando, dándoles la espalda. Pero, sin previo aviso, el suelo se abalanzó sobre él con ferocidad, y sus ojos no se volvieron a abrir.

Cuando Juan volvió en sí, reparó en que no fue el suelo el que se abalanzó sobre él, sino al revés. Le dolía la nuca, y se preguntó cuánto tiempo había esta-

do inconsciente y... por qué; mas de todas formas éso no importaba. Un hombre le miraba impasible, lo que le recordó los soldados ingleses que hacen guardia en la puerta del palacio, inmóvil. No tardo en darse cuenta de que aquel hombre no estaba solo, y momentos después reparó en que vestían igual que los hombres de las escaleras; mas ahora lucían oscuros pasamontañas.

-¡Déjese de cuentos! -gritó sulfurado uno de los hombres-. He dicho: ¡¿Dónde está?!

-¡No lo sé! -contestó una voz femenina-. Le digo que Carlos se fue hace dos semanas y apenas si sabemos algo de él, ¿cómo quiere que sepa entonces algo así?

 

Carlos era compañero suyo, era un hombre experimentado pero intrépido; por ello estaba de unidad móvil en Dakar, cubriendo el rally; al menos eso tenía entendido. El hombre abofeteó a la mujer sin miramientos, pero ésta apenas mostró un leve llanto, se mantuvo con una extraña firmeza.

-Sabemos de sobra que lo envió aquí-dijo el hombre.

-Le digo que yo no sé nada.

-Es una pena que no nos vaya a ser útil -dijo el hombre sardónicamente-, le gusta jugar a la ruleta rusa.

-No, por favor, le digo la verdad...

-No pregunto, afirmo -apuntó al encargado de la mesa de mezcla y disparó.

La mujer quedó horrorizada, pero al parecer de Juan, en absoluto sorprendida. Dos de los hombres se dedicaban a rebuscar en los archivos y en los ordenadores, definitivamente buscaban algo.

-Hemos encontrado algo-dijo con tono marcial uno de los que buscaban en el ordenador.

-Definitivamente ha sido una estupidez -dijo el hombre que parecía ser el jefe-, ¿si estaba en el ordenador, de veras creía...? –el hombre rió y la mujer tembló.

-parece ser que es un programa que ha sido descargado ayer desde un servidor extranjero... sí. Es lo que buscábamos Guia y trucos de Tiktok

-bien, elimínenlo... ¡así no, descuarticen el ordenador! ¡y el otro también! ¿Dónde está la copia? –se dirigió el jefe a la mujer-. No me mire así, siempre hay una copia.

-Ni siquiera he visto ese archivo-respondió la mujer.

-El archivo ha sido descomprimido, y no se descomprimen solos. ¿Le ha dado la copia a alguien? En su casa no está, hemos mirado –rió-; por lo que, o se lo ha dado a alguien, o está aquí. No siga cometiendo estupideces, al final me cansaré; Carlos nos contó que tú recibiste el archivo y... hasta le aseguraste que tenías una copia... por si las moscas, supongo.

La mujer parecía abatida, le habían dado caza como a un ratón. Sacó un disquete y se lo entregó al hombre, con un extraño pudor.

-bien, ¿las demás copias?- insistió inquisitivamente.

-¡Que copias! Es imposible, yo nunca he dicho nada de más copias, ¿para qué iba a hacerlas?

El hombre miró ceñudo a la mujer y dijo:

-ya... es posible, tampoco nos dijo Carlos nada de que tenías una copia, gracias por colaborar –su risa se volvió ladina.

La mujer, dándose cuenta en lo que acababa de hacer, se abalanzó sobre el hombre portando un objeto plateado. Apenas consiguió herirle y ya había sido reducida, mientras el hombre, ahora con rencor, decía: “eso ha sido su última estupidez, la última”. Pero Juan, ajeno a todo este alboroto, se incorporó, ahora ninguna mirada le frenó y pudo correr a esconderse debajo de la mesa del locutorio.

-¿Está usted bien, señor? –dijo uno de los hombres a su jefe.

-Sí, sí. Volved a vuestros puestos, no habréis... ¿dónde está la “bella durmiente”? ¡Mierda! ¡Era justo el que nos podía identificar! ¡No puede haberse ido de picnic, buscadle! Tú, quizá llame a la policía, tenemos que irnos, y toda esta gente también...

-señor... ¿cómo nos deshacemos de ellos?

-joder, no sé, si no le encuentran pronto habrá que terminar como sea. Joder, que chapuza. Desde luego el “accidente” que teníamos preparado no podrá ser; esta gente siempre está comunicada, seguro que tiene móvil.

Juan tenía suerte, sabía esconderse; al fin y al cabo era su lugar de trabajo. Se escondió en una zona de la mesa de control en la que sabía que nunca le encontrarían. Se dio cuenta de que no tenía móvil, nunca había considerado la idea de tener uno; ni regalado. Pasado un tiempo, tubo que armarse de valor y conectar el micrófono -sin duda no habría mucha gente escuchando después de media hora de cuña publicitaria-, pidió ayuda de la forma más explicita posible, tratando de no parecer demasiado creíble como para no ser creído; porque esas cosas pasan cuando propones situaciones atípicas a la gente-. Era increíble, en un edificio que vivía aplastado por una antena, aquellos hombres no habían considerado la idea de que la usase para comunicarse. Pero de pronto, pensó que quizá tuvieran un receptor de radio para vigilar tales posibilidades, y se estremeció; pero de todas formas, ninguno vino alertado. En ese momento comprendió cual era su misión, sobrevivir; porque él se dio cuenta de que tenía lo que los hombres andaban buscado, al menos podría tenerlo. El recientemente fallecido, el encargado de la mesa de mezcla –Dani-, en vida se había encargado de pasarle las descargas que le enviaba un contacto suyo por el ordenador; por lo cual, seguro que en el disco que le había entregado hoy, estaría metido el famoso archivo. Aferró su CD con fuerza.

-Bien, esto ya es demasiado –dijo el jefe-. ¿Dónde creéis que ha podido meterse?

Los demás no contestaron.

-Pues acabemos, rápido y mal. Total, no nos pagan más por violar mejor los derechos humanos; aunque quizá nos paguen menos...

Decidieron al fin disparar a quemarropa a todos los presentes y salir pitando. Era un grupo relativamente pequeño, pero el suceso fue llevado con tal indiferencia y crueldad, que grupos mucho más grandes encontraron un final más digno.

Cuando llegó la policía, Juan pudo salir de su escondrijo. Les contó lo que había sucedido y, después pudo observar con horror el destino de todos sus compañeros de trabajo. Era una película que no había por donde cogerla, ni como creerla. Desde luego su vida no podría volver a ser la misma y, desde luego que en ese momento ardió en el una incipiente curiosidad por saber qué era aquel archivo del diablo, que había llevado al fin a tanta gente.

El Autor de este relato fué Sauron , que lo escribió originalmente para la web https://www.relatoscortos.com/ver.php?ID=322&cat=craneo (ahora offline)

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Juan Hernández se dirigía a su puesto como de costumbre. Desayunó y se encaminó al kiosco para comprar el periódico, era algo habitual, una rutina. Siempr

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2024-11-06

 

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