Relatos cortos terror Terror General A VECES SALEN A LA LUZ

 

 

 

A VECES, SALEN A LA LUZ

Oso detuvo su carrera al borde de la grieta, tratando de controlar su agitada respiración. Miró atrás, al pasillo excavado en la piedra caliza. Ninguna sombra, ningún sonido. Olisqueó el aire, detectando sólo el aroma salido propio de su sudor y el penetrante olor de la piedra, un regusto metálico que picaba sus fosas nasales.

Sonrió, escrutando de nuevo la grieta. Tenía unos tres metros de ancho, pero su profundidad escapaba a todo sondeo. Para los del clan, esa era la frontera del mundo.

A este lado de la grieta, en el territorio del clan, Oso era un hombre importante. Uno de los jefes guerreros, que custodiaban las fronteras para proteger a los suyos de las ratas blancas, los grandes reptiles y los otros peligros del mundo subterraneo. También era el Guardián de los Pliegos.

 

En una de las cavernas mayores se guardaban varias grandes cajas, que el Bibliotecario llamaba “archivadores•, y que contenían la palabra escrita de los antiguos hombres. Aunque era un cargo simbólico, pues nadie del clan intentaría jamás dañar los pliegos, Oso pasaba mucho de su tiempo libre junto al Bibliotecario, esforzándose en preservar y conocer aquellas palabras añejas, llenas de conocimiento.

Aprendió mucho allí; aprendió que el clan había llegado a las cuevas siglos atrás, a través de un túnel bajo y estrecho, cuando la grieta era mucho más angosta. Las crónicas hablaban de la grieta, describiéndola con precisión, dada la dificultada que para los antiguos representó el cruzarla, portando los archivadores y otros enseres ya perdidos.

Pero Oso aprendió también que su mundo se iba transformando, que año tras año, la grieta se ensanchaba y crecía, separándoles aún más del lejano mundo exterior del que habían llegado sus ancestros, encerrándoles, aislándoles en las cuevas.

Oso retrocedió, tomando carrerilla. Saltó hacia delante, casi a ciegas, sabiendo que podía salvar los tres metros de distancia, pero sabiendo también que si no se encogía lo suficiente, si no conseguía meter la cabeza entre los hombros a tiempo, se estrellaría contra la pared del túnel, al otro lado, y caería a la grieta.

Cayó rodando, convertido en una pelota humana, notando el áspero borde de la grieta contra su piel. Un dolor lacerante le recorrió al despellejarse el hombro derecho, pero no se detuvo a pensar en ello.

Rodó por el nuevo túnel, pegándose a la pared y olisqueando el aire, atento a cualquier peligro. Pasados unos segundos de completa inmovilidad, respiró hondo, riendo por lo bajo. Nunca volvería a ver las salas del clan, apenas iluminadas por lámparas de sebo de rata. Nunca volvería a ver al bibliotecario, a su esposa o a sus hijos. No hasta que viese la Luz.

El bibliotecario le había explicado que “Oso”, su nombre, era también el nombre de un animal del mundo exterior. El mundo de la Luz. Un animal grande y fuerte, como él. Y cubierto de un pelo espeso, como Oso.

-Todos tenemos vello en el cuerpo –había dicho Oso al Bibliotecario.

-Pero el tuyo es más abundante. Y los niños que nazcan ahora y en el futuro también lo tendrán –explicó el bibliotecario-. Y sus ojos serán más grandes, para aprovechar mejor la luz.

Pero Oso no quería que los niños del futuro tuviesen que adaptarse a aquel mundo lóbrego. Se negaba a cambiar así. Se negaba a resignarse a la oscuridad. Oso se abriría camino a través de las grietas, se abriría paso cruzando la oscuridad. Llegaría a la luz, encontrando el sendero que recorrieron los antiguos, y volvería después junto al clan. Les enseñaría el camino hacia la Luz. Podrían vivir otra vez en el exterior, igual que quienes escribieron los pliegos, cultivando frutas y verduras, en lugar de alimentarse de los hongos y líquenes de las cavernas.

 

Aún difuminados por el tiempo y la humedad, aún a la luz engañosa de las lámparas, los pliegos mostraban dibujos de aquellas frutas y verduras, y Oso veía colores tan vivos, tan hermosos y puros, tan vibrantes, que no podía evitar lágrimas de emoción, presa de recuerdos atávicos de los que ni siquiera era consciente. Muchas veces, mientras los demás dormían, Oso y los hombres del turno de guardia habían contemplado aquellas imágenes, llorando en silencio mientras lo hacían.

Avanzó por túnel casi en cuclillas, despacio, dejando que sus ojos se adaptasen a la falta de luz. Durante cientos de metros, el angosto túnel subía paulatinamente. Oso sabía que, en un tiempo anterior, una corriente de agua había excavado el pasadizo. Sus bisabuelos, y antes los padres de ellos, habían bebido de aquel agua y la habían usado para regar sus cultivos de hongos, hasta que la grieta se ensanchó en un temblor de tierra y las canalizaciones se perdieron, los tubos cayeron al vacío y el curso de agua, cegado por el temblor, se perdió.

Mientras ascendía, Oso era consciente de que el viejo seismo podría haber cegado el túnel, pero existía la esperanza de que llegase a la superficie, a la soñada tierra de la Luz. Y Oso no iba a renunciar a la esperanza.

De pronto, un olor seco, ácido y orgánico invadió el corredor. Oso se detuvo. El olor llegaba desde arriba. Una rata blanca. Su hedor era inconfundible. Respiró hondo, en silencio. El roedor, un animal ciego de más de un metro de largo, era descendiente de una progenie antigua que, como los hombres, tuvo que refugiarse bajo tierra, adaptándose a las nuevas condiciones de vida, desterradas ambas especies de la superficie.

Y ahora competían por el dominio de aquel submundo.

Oso retrocedió despacio, sacando uno de los puñales de piedra tallada que llevaba en las fundas de la cintura. El túnel donde acechaba la rata era una chimenea, un túnel vertical que se abría sobre el que Oso estaba siguiendo. La rata ya le habría olido, pues su olfato era mucho mejor que el del humano. Pero Oso era más astuto. Sacó un segundo puñal y se tumbó boca arriba, impulsándose hacia delante con los pies, sintiendo que su despellejada espalda protestaba ante el roce de la piedra.

Pasó bajo la abertura de la chimenea, percibiendo más que viendo a su enemigo. Como esperaba, el animal se dejó caer, esperando aterrizar sobre la espalda desguarnecida de una presa, para encontrarse con los agudos filos de las dagas.

Oso clavó uno de los puñales en el pecho de la bestia, y lo abandonó allí, usando la mano que le quedó libre para sujetarle la cabeza, manteniendo lejos de él las letales mandíbulas.

Oso sabía muy bien que un mordisco de la rata, aún uno poco profundo, podría causarle las letales fiebres que se habían llevado a tantos de sus compañeros.

La rata se debatió, arañando el pecho de Oso, mientras él clavaba su tosco puñal una y otra vez en el cuello del animal.

 

Ambos, hombre y bestia, se revolcaban por el suelo, atacándose en silencio, sin malgastar el aliento en vanos gritos, poniendo toda su fuerza en cada golpe, buscando un apoyo en las afiladas paredes del túnel. Ambos sabían que uno de ellos moriría, y el otro podría seguir adelante, alimentarse de la carne del muerto y vivir. Tal era la ley de los túneles.

Finalmente, fue la rata la que cedió. Jadeando, Oso empujó el peso muerto del animal muerto. Muerto, ahogado en su propia sangre, o con la espalda quebrada por los golpes contra la pared, o el cuello roto por los brutales tirones del hombre. Muerto, en cualquier caso.

Oso se puso en pie, escupiendo sangre y flema. Echó atrás la cabeza, riéndo en silencio. Una vez más, Oso había sido el más fuerte, el más capaz. El cazador.

Sintió una punzada de remordimiento al pensar que, al marcharse, privaba a los suyos de uno de los mejores guerreros del clan. No había avisado a nadie, porque sabía que el Consejo de las Madres, que gobernaba el clan, le negaría el permiso para abandonar la gruta.

Y, si Oso se enfrentaba al Consejo, si oponía su prestigio de guerreo y su poder militar a la fuerza política y social de las Madres, las consecuencias para el clan podrían ser nefastas. Podía llegarse a una guerra civil.

Así que se fue mientras los demás dormían, esquivando a los guardias con facilidad, puesto que él les había asignado sus rutinas de vigilancia.

Descansó tras la lucha, comiendo carne de rata cruda y examinando sus heridas. Por fortuna, no eran más que rasguños superficiales. Ningún mordisco. Cómo Hacer Jabón Casero, Metodos y Recetas 2023

Después, Osó pensó en sus opciones. Podría seguir por el túnel principal, o bien intentarlo por la chimenea que la rata había usado para descender.

Pero la chimenea podría llevarle a un nido de ratas, y a ninguna otra parte. De hecho, si el túnel vertical llevaba a la superficie, ¿por qué la rata no había llegado arriba? ¿o se limitaría el animal a continuar en la zona que consideraba segura?

Solo como estaba, el riesgo de encontrarse frente a un grupo de ratas era inadmisible. Decidió seguir su plan original y continuó por el túnel principal.

Consiguió avanzar diez kilómetros, a veces reptando por pasos estrechos, a veces trepando por tramos casi verticales, siguiendo las caprichosas formas con que el agua y los seísmos habían moldeado la roca madre. Después decidió descansar un rato.

Sin darse ni cuenta, Oso acabó por dormirse. Al despertar, en medio de la nada, sin ninguna referencia temporal o espacial, Oso tuvo miedo. Tardó unos segundos en despejarse, y se mantuvo inmóvil por puro instinto, como había aprendido a hacer desde su infancia. Recordó que se había pegado a la pared derecha del túnel, en el sentido de su marcha. Eso quería decir que su brazo izquierdo señalaba hacia atrás, y el derecho hacia delante.

Esa verdad tan obvia y absurda era, en los túneles y galerías que conformaban su mundo, su vida, la mejor y casi la única referencia cierta.

Así, Oso no tuvo problema en seguir su camino, preguntándose cuánto tiempo había dormido, y cuánta distancia le separaba aún de la Luz.

Oso avanzó durante dos jornadas más antes de llegar a una amplia cámara, cuya forma era la de una circunferencia casi perfecta. Parecía como si el agua se hubiese estancado allí durante mucho tiempo antes de excavar un camino natural, desgastando la piedra hasta formar la galería que él había seguido.

 

O como si hubiese sido excavada por manos humanas.

Avanzó hasta el centro de la gruta, con un cuchillo en cada mano. Olisqueó el aire, plúmbeo y quieto, atento al hedor de las ratas o al de cualquier otro peligro.

Pero nada ni nadie acechaba en aquella oscuridad. Sintiendo crecer su esperanza, Oso examinó las paredes de la cueva, utilizando más el tacto que la vista. Buscaba un camino que le permitiese seguir adelante.

Por fin, cuando ya había recorrido más de la mitad del perímetro de la gruta, sintió que el vello de su cuerpo se erizaba. Una leve corriente de aire, apenas suficiente para estimular su piel.

Paralizado, sintiendo cómo la adrenalina tensaba cada músculo de su cuerpo, Oso esperó hasta que la sensación se confirmó, hasta que todas las fibras de su organismo le dijeron lo mismo. Aire. Aire fresco.

Palpó la grieta, que empezaba a más de metro y medio del suelo y se prolongaba hacia arriba, ensanchándose de forma casi imperceptible para la vista.

Saltó hacia arriba, buscando con sus dedos los bordes del resquicio. Necesitó tres saltos más para conseguirlo, pero finalmente introdujo dos dedos en la grieta. Sus pies buscaron apoyo, mientras los dedos y los fuertes músculos del antebrazo protestaban por el esfuerzo. Poco a poco, con los dedos prietos como tenazas contra el borde rugoso, el guerrero se alzó a pulso.

La grieta se iba ensanchando a medida que subía, y pronto permitió a Oso afianzar su agarre con ambas manos, mientras se impulsaba hacia arriba con los pies. El aire acariciaba su cuerpo, haciendo bueno toso el esfuerzo.

Despacio, tanteando cada centímetro, arrastrándose como un gusano, Oso entró en la grieta.

El túnel que encontró detrás no era muy ancho, apenas lo justo para que se deslizase, rozándose los hombros contra las paredes, deslizándose sobre los codos y el vientre mientras en cada mano aferraba una de las dagas, y el corazón le latía con tal fuerza que estuvo seguro de que hasta en las cuevas del Clan debía resultar audible.

El túnel ascendía en un ángulo de unos treinta grados, convirtiendo el trayecto en una verdadera escalada. Oso se preguntó, preocupado, cuántos de los miembros del Clan podrían afrontar el viaje cuando regresase a buscarles.

“No importa”, se dijo, “cazaremos más ratas, fabricaremos cuerdas, nos ayudaremos unos a otros. Lo lograremos”.

De forma gradual, el túnel se ensanchaba, a la vez que se convertía en una nueva chimenea, casi vertical. “Lo lograremos, lo lograremos”, se prometía Oso, mientras clavaba sus lastimados dedos en fisuras indistinguibles para el ojo, mientras sentía aguijonazos en cada músculo, mientras resoplaba, casi sin aliento.

Se detuvo horas después en una estrecha repisa, dando un descanso a las dos acalambradas columnas de piedra en que se habían convertido sus piernas. En aquella repisa, la luz era más intensa, más azulada, con una extraña frescura que hizo suponer a su embotado cerebro que el exterior estaba cerca, pero sin poder imaginar cuánto.

Se tumbó de lado, pues era imposible hacerlo de otra manera, y durmió.

Al despertar, Oso se enfrentó a la más sobrecogedora y hermosa visión de su vida.

El mundo era una extraña explosión de colores, una mezcla de ocres, pardos, cuarzos translucidos, brillante mica, un caleidoscopio de tonos que Oso jamás habría imaginado posibles, y que ahora le sorprendían, ahogándole en un mar sensorial, en una descarga, en un mar embravecido y asfixiante de hermosura.

Durante una hora, la luz –la Luz- se filtró desde el exterior, inundando la grieta y bañando el oscuro universo de Oso.

El guerrero dejó pasar el tiempo, permitiendo que sus ojos vírgenes se acostumbrasen a la Luz, que naciesen a aquel mundo nuevo, que bebiesen el milagro, sintiendo que las lágrimas de emoción se derramaban por sus mejillas, que su garganta se estrechaba y el aire apenas llegaba a sus pulmones. Y después, con la inseguridad de un niño, comprendiendo por sus lecturas que había pasado la noche y que esto era el amanecer, pero aún aturdido por su inmensidad, Oso recorrió los siguientes metros, trepó y, finalmente, caminó, soñando con el regreso a casa, con la sonrisa de los niños del clan, con la libertad de su pueblo. Y salió a la Luz.

Götrek y su hembra, Luyma, se habían levantado poco antes de amanecer para preparar el desayuno en el jardín.

Eso era lo mejor de aquel planeta azul, que habían conquistado apenas unas centurias atrás. Uno podía sentarse a comer al aire libre, sin preocuparse de la lluvia ácida, algo impensable en su mundo de origen.

Götrek respiró satisfecho el límpido aire, mientras sus ojos facetados seguían la evolución de una bandada de golondrinas, un poco por encima de su cabeza.

El grito de Luyma rompió su abstracción. Era un grito de asco y repugnancia, más que de miedo, y Götrek se giró con un gesto interrogante en el rostro. Ella señalaba algo que había en el suelo, al lado de una pequeña grieta en las rocas que limitaban el jardín.

Götrek se acercó en un par de pasos, inclinándose para mirar en la dirección que su hembra señalaba.

Junto a la grieta había una pequeña criatura, tan pequeña como la yema del dedo que la señalaba, toda ella cubierta de repugnante vello, que caminaba tambaleándose sobre la hierba.

Götrek, asqueado, cogió una piedra con su garra frontal y aplastó a la criatura de un golpe, dejando una marca roja y viscosa sobre la hierba.

-¡Qué asco! –se quejó Luyma- ¿Qué era eso?

Götrek se encogió de hombros, arrojando lejos la piedra sucia, en cuya superficie había quedado pegado el cuerpo de la criatura peluda.

-Una simple alimaña, tranquila. Un bicho.

-¡Alimaña! ¿Alimaña? –se quejó ella-¿Tenemos alimañas en el jardín? ¿De nuestro mundo?

Él rió suavemente.

-No, tonta. Son de aquí –regresó a los preparativos del desayuno sin darle más importancia al asunto-. Viven bajo tierra, casi siempre. A veces, salen a la luz.

El Autor de este relato fué MUF , que lo escribió originalmente para la web https://www.relatoscortos.com/ver.php?ID=12964&cat=terror (ahora offline)

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Oso detuvo su carrera al borde de la grieta, tratando de controlar su agitada respiración. Miró atrás, al pasillo excavado en la piedra caliza. Ninguna somb

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2024-11-08

 

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